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El laberinto en ruinas
La ciudad fáustica (I/II). Salen los demonios
Tras los comicios municipales de abril de 1979 una coalición de PSOE, PCE y PSA desplazó al partido más votado, la UCD. La derecha interpretó ese pacto como fraudulento y, para deslegitimar al Ayuntamiento, echó mano de las condiciones heredadas y agravadas por la crisis urbana global, desde la “inseguridad ciudadana” hasta la limpieza pública. Pero su víctima propiciatoria fue la política cultural.
En febrero del mismo año una iniciativa popular con cierto apoyo institucional había intentado recuperar el carnaval. La presencia del pintor Ocaña, convocado como “Reina de las Fiestas”, fue vetada por ABC augurando que aquello iba a ser una “vulgar mariconada”. El cartel anunciador, que parodiaba el escudo autonómico, era criticado en los mismos términos homófobos.
Esta presión consiguió que se prohibiera la fiesta. Sin embargo el evento tuvo lugar, la policía no intervino y la prensa se deshizo en denuestos. Se reconocía que el seguimiento fue masivo, pero se hablaba claramente de que aquel carnaval no representaba a Sevilla y que, según El Correo de Andalucía, había sido “desvirtuado por una intromisión gay”.
Recién acabada la dictadura, la política cultural era uno de los campos donde el Estado tenía mayor margen de actuación y supo aprovecharlo, entre otras cosas, dando cauces a una libido por la calle, hasta entonces limitada, dispersa y fuera de foco. No era una actitud magnánima. Esa liberalidad buscaba granjearse apoyo popular, daba una imagen general de modernidad que ocultaba carencias de otro tipo y devolvía a los centros urbanos un sustrato humano y simbólico que a la postre contribuiría a revalorizarlos. A lo largo de todo el país se dieron fenómenos parecidos, no hay más que recordar la famosa “movida madrileña”. Pero en el caso sevillano, de 1984 a 1991 la administración municipal puso en marcha unos proyectos, en torno al evento Cita en Sevilla, que levantaron ampollas. Y, el que más, el espectáculo Dimonis del grupo catalán Els Comediants.
Estrenado en marzo de 1981 en Venecia, se presentaba en Sevilla para la noche del 12 de mayo de 1984. Era un happening donde, tras desembarcar junto a la Torre del Oro, los actores ataviados de demonios tomarían monumentos y espacios significativos, en palabras del grupo, “para proclamar la necesidad de estar juntos a través de la fiesta profunda”.
El casticismo obvió esa alegoría y se conformó con los argumentos más cicateros. La coalición Alianza Popular-Partido Demócrata Popular en el Ayuntamiento aducía la víspera: “quieren ir cambiando los valores culturales de la ciudad por sus propios valores intentando manipular al pueblo a través de la cultura”. El panorama de aquella noche, cuenta ABC, fue dantesco: “Había exceso de alcohol, hachís, rencor y venganza”. El periódico se presentaba como víctima: según relata, hubo un altercado entre su reportero y dos tramoyistas, luego, dos espectadores hicieron gestos obscenos a un fotógrafo del ABC y en la madrugada fue roto un cristal de su sede. Esto le daba un atisbo de monopolio del nosotros simbólico y le permitía elevar el agravio a una cuestión estatal: “Lo que ocurrió en nuestras calles fue fiel reflejo de la ola de bazofia que aflige a España entera”.
“Lo que ocurrió en nuestras calles fue fiel reflejo de la ola de bazofia que aflige a España entera”, sentenciaba el ABC de Sevilla
La derecha municipal lamentó que no interviniese la policía, pidió la expulsión de Els Comediants para que “el aire de Sevilla volviera a ser limpio” y solicitó no contratarlos más: “no podemos admitir que vengan unos catalanes, traídos por un señor que no es de Sevilla, a decirnos cuál es la cultura de nuestro pueblo”. La polémica fue un producto mediático y tuvo una vigencia limitada. No obstante, el número de titulares sobre el caso habla de la importancia de la reacción, porque más que de iconoclasia, el eje del agravio era una cuestión de legitimidad política.
El cambio institucional no creó, pero sí visibilizó ciertos usos de la calle incómodos para el gusto de unos reductos castizos a los que las autoridades habían de tener en cuenta. Sufragando eventos como Dimonis, la administración perdía la autoridad adquirida en las urnas, porque en Sevilla, los custodios de los símbolos se tienen como depositarios de una autoridad por encima del sistema democrático. Como respuesta, barajaron el secuestro de algunos actos de culto y el veto a los cargos municipales.
Otro desagravio a la Inmaculada
Esta propuesta es secundada por la Juventud Tradicionalista-Carlista en ABC, que pedía que la Corporación no asistiera a las procesiones y emplazaba además a la oración colectiva en desagravio el día 18 de mayo a los pies del monumento a la Inmaculada. Las vinculaciones con la ultraderecha no terminaban ahí. La Junta Provincial de la Hermandad Nacional de Alféreces Provisionales envió una carta en los mismos términos al arzobispo, a quien consideraba una autoridad superior a la civil. La jerarquía eclesiástica se pronunció el miércoles 16 de mayo rogando que no se patrocinasen manifestaciones contrarias a los sentimientos “de la mayoría, por no decir de todos los sevillanos”. El Consejo General de Hermandades y Cofradías hizo pública su repulsa: “Sentimientos acendrados en lo mejor de nuestro pueblo han sido heridos con la más absoluta impunidad por grupos de personas carentes de respeto a la religión, la Iglesia, los creyentes y a la Virgen María”. La Sevilla mariana era la única posible, como recordaba el hermano mayor de la Macarena: “María es Madre de Dios aun para aquellas personas que no crean”. El viernes 18 tuvo lugar el acto.
El laberinto en ruinas
La ciudad maculada (II/II). El affaire de Isis
En esta serie de artículos mostramos el progresivo derrumbe de una ciudad, Sevilla, si bien las dinámicas que estudiamos son parte de procesos urbanos globales. En el siguiente caso veremos como la Virgen fue desflorada por unos tunantes, mostrándose para mayor dolor las desavenencias entre las élites ante los hechos y una insoslayable emergencia de otros modos de ser, tomando cuerpo fantasmagorías que ya nos resultan más cercanas.
ABC antecedía posibles incidentes “protagonizados por los mismos sujetos, no pocos de ellos drogadictos, que blasfemaron e insultaron a la religión, a la Iglesia y a la Virgen”. Antonio Burgos disciplinaba al alcalde Manuel del Valle: “Me parece un error soliviantar los arraigados sentimientos de la mayoría de los sevillanos. Hay una Sevilla que está deseandito que haya un fuego para acudir de bomberos. Aquí hay que andarse con tiento y con mucho respeto a los sentimientos mayoritarios”. Burgos se excluye de la “Sevilla de los bomberos” como si él no participara de su construcción. Como otros voceros de una burguesía local que ha sobrevivido al señorito a fuerza de mimetismo, se muestra como un benefactor paternal que previene a unos políticos advenedizos del peligro de esa Sevilla de siempre. Lo que se insiste en sus artículos es que existen factores simbólicos intocables gestionados por sujetos a los que se les debe un tratamiento de excepción. Y fue parte de esta clerecía la que quedó al descubierto en el fracaso de la convocatoria.
Nicolás Salas, director de ABC, animaba a la asistencia hilando la defensa de la ciudad al antiabortismo, el anticomunismo, el militarismo, el tradicionalismo carlista, el catolicismo preconciliar o a la moral de las clases medias. Otros iban más lejos. Manuel Ramírez trazaba la relación causal entre lo ocurrido y las revueltas de 1968: “han querido hacer un mayo sevillano”. Este relato, muy extendido a finales del franquismo, se resumía en la idea de que cualquier reivindicación, conflicto o disrupción del status quo, estaba instigado por el marxismo internacional. A principios de los ochenta sólo hubo que actualizarlo para descalificar toda resistencia bajo la teoría de que, acabada la dictadura, los objetivos se habían cumplido. El régimen del 78 era el logro definitivo.
Así, esta nueva legitimidad apuntó muy pronto a la deslegitimación de métodos o costumbres aplaudidos sin embargo cuando expresaban oposición a la dictadura. Los que fueron beneficiarios del régimen, reconvertidos en demócratas, encontraron ahí la posibilidad de renovar, poner al día y disfrazar su autoridad.
Y se la tuvieron que envainar
Con el desagravio el casticismo se vio ridiculizado, no acudió “toda Sevilla”, sólo unos cientos. Se demostró que la “Sevilla de siempre” carecía de la potencia del número y se diluía apenas el bando contrario tomaba cuerpo alrededor de discursos mediáticos y oficiales firmes. En adelante y hasta bien entrados los noventa, muchos defensores del tradicionalismo deberán camuflarse como modernos, e incluso renegar ocasionalmente de lo rancio, para lograr su lugar bajo el sol. La Administración municipal y una parte de los medios, en cambio, sacaban músculo.
El 13 de mayo el delegado de Cultura insistía en “seguir recuperando la calle”. El 14, el alcalde se felicitaba por el revuelo. El 17 el ministro de Cultura entregaba en Madrid al grupo Els Comediants el Premio Nacional de Teatro. El 18, el teniente de alcalde comunista mencionaba las reacciones de “los representantes de una España que no quiere salir de la Inquisición” y recordaba que la expulsión solicitada superaba la pena para cómicos irreverentes del reglamento de teatro de 1615. La tensión llegó al paroxismo cuando el alcalde anunció el retorno de Els Comediants. Se rumoreaba que el delegado de Distrito Triana del PSOE quería nombrarles embajadores honorarios 48 horas después de que el delegado de Fiestas Mayores asistiera a la coronación de la Esperanza de Triana. ABC hizo notar esta incongruencia y trató de extender el agravio contra la Inmaculada a ese otro icono popular, pero apenas si encontró eco.
En mayo de 1984 se daban condiciones para que se rompiera el tradicional discurso mediático monocorde. Diario 16 Andalucía, que nace para “ejercer oposición al repertorio preñado de conservadurismo y actitudes reaccionarias”, aireaba otros puntos de vista. Por ejemplo, el catedrático de Historia Moderna Carlos Martínez Shaw publicaba el día 18 un texto titulado “El bunker cortijero”. El historiador había visitado la ciudad “en plena marejada anticatalana”, expresión del “complejo de inferioridad” de quienes no saben ofrecer elaboraciones “distintas de su menguada, elitista y obsoleta oferta cultural” y de su “necesidad de inventar una quinta columna infiltrada”. El desagravio fue muy comentado. Juan Teba reseñaba que había sido alentado “por cierto diario” con el apoyo de “los sectores más conservadores del clero, las hermandades y cofradías y de la Sevilla intolerante”. Ignacio Camacho veía su trasfondo político advirtiendo: “las derechas españolas han empezado a descubrir el discreto encanto de las movilizaciones callejeras y hasta se vertebran a través de cofradías y otros ‘lobbies’ para echarse al monte”. Para Pedro Barbadillo, director de la revista Cita en Sevilla, los sevillanos acogieron a los demonios con los mismos gritos que a los pasos de la virgen. El mismo espíritu popular, profano y laico, alentaba tras una tramoya de unanimidad.
La afirmación de que uno y otro bando integrarían la misma realidad adelanta un enfoque audaz poco empleado, cuando no rechazado, por los grupos de poder cultural sevillanos. La deslegitimación de los usos transgresivos de la calle parte de esa clasificación maniquea de las costumbres y en la sustitución del análisis por la maledicencia.
Para Antonio Zoido, la fiesta en Sevilla es un paréntesis de rebelión molesta para ciertos sectores. Los dolientes por Dimonis afirman la existencia del mal absoluto, y si el diablo existe, no cabe análisis. Cuando miles de laicos se congregan en Semana Santa, el tradicionalismo se apunta el tanto, pero cuando lo hacen para divertirse de otra manera se mesa las barbas. El ser de una ciudad estriba en paradojas, controversias y contiendas que forman parte del espectáculo callejero. Remover esos escombros y sacudir esas telarañas hacían de Cita en Sevilla una necesidad.
Y tanto que Els Comediants son contratados para presentar la mascota de la Expo-92 sin que surgiera una cruzada semejante. Sin empacho alguno, después de erigirse en persecutor del grupo cinco años antes, el propio ABC animó a los sevillanos a acudir a la celebración de la noche de San Juan de 1992, donde 1.500 dimonis recorrerían el recinto ferial.
Pese a que el gobierno municipal comenzó un claro acercamiento al tradicionalismo impelido por la necesidad de lograr un imaginario consensuado para la ciudad cara a la Expo-92, la Sevilla castiza no se arredraba y siguieron sucediéndose conflictos.
El más sonado fue un número de la revista de Cita en Sevilla de junio de 1985 que incluía el texto de Kiko Veneno y Alberto Olivares “Sevilla es una Putita” y una ilustración paródica del escudo de la ciudad, obra del dibujante Nazario, a resultas de lo cual fue procesado el mismo año pero sin consecuencia alguna.
ABC de Sevilla ponderaba los hechos: símbolos, tradiciones, elementos históricos, culturales y religiosos deben ser entrañables… por obligación. El Grupo Popular elevó el caso a los tribunales y el 4 de julio la Fiscalía de Sevilla formulaba la denuncia, pero no accedió a procesar por ultrajes contra el Estado. La derecha se apea entonces aduciendo que su querella no albergaba intereses religiosos.
Como ocurrió con Els Comediants, los méritos de Nazario fueron reconocidos en la ciudad sin atisbo de crítica: en 2002 con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes y en 2009 con el Premio Pablo Ruiz Picasso.