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Racismo
“Irregulares” S.A.: la construcción de la periferia interior
a) Regularización y arraigo formativo
La noticia sobre la modificación del reglamento de la actual Ley de Extranjería invita a pensar sobre el tipo de vinculación prioritaria que el gobierno español plantea con respecto a las personas migrantes. Hasta donde sabemos, la reforma en curso pretende regularizar a aquellas personas que, mediante la figura del “arraigo por formación” (tras dos años de residencia en España), obtengan una cualificación que les permita participar dentro de algún sector económico con escasez de mano de obra.
El objetivo de dicha reforma, según el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, no es distinto al declarado en reiteradas ocasiones: “propiciar una migración legal, ordenada y segura” (sic) que, a su vez, permita combatir la economía sumergida y afrontar el envejecimiento poblacional. Más que una solución global, la reforma actual se limita a quienes están dispuestos a reconvertirse profesionalmente mediante formación especializada. La iniciativa, en definitiva, apunta a mejorar la contratación temporal de personas extranjeras en sus países de origen y a crear una alternativa adicional para gestionar la escasez de mano de obra en sectores como el transporte y la construcción, la hostelería o la digitalización.
En resumen, no se trata de ninguna regularización extraordinaria sino de la ampliación de aquellos supuestos mediante los cuales algunas de esas personas podrían obtener un permiso de trabajo. A falta de implementación del cambio, la previsión genérica es que esta reforma pueda favorecer a algunas “decenas de miles” (sic) de personas. La contracara no es otra que constatar que cientos de miles de personas migrantes seguirán condenadas a la economía sumergida, en un círculo de supervivencia donde la explotación y la vulnerabilidad constituyen el pan de cada día. Confirma, en cualquier caso, la orientación principal de la política migratoria: reforzar el vínculo instrumental entre migraciones y mercado de trabajo y, en general, apuntalar la propia reproducción del capitalismo a nivel nacional, sostenido sobre la base del trabajo barato y especialmente precario de las personas inmigrantes en sectores intensivos de la economía española (1). La reforma del reglamento, así, constituye una nueva oportunidad perdida para derogar una Ley de extranjería que, básicamente, sigue supeditando la movilidad humana a la aportación económica de las personas.
b) Las tensiones de la economía sumergida
Dicho lo cual, ¿por qué el estado no regulariza la situación de cientos de miles de personas en situación administrativa irregular, incluyendo solicitantes de asilo denegados, cuando de forma inequívoca los países europeos necesitan de la inmigración laboral para sostener sus economías y, sobre todo, para solventar la grave escasez de mano de obra que las afecta en sectores específicos (2)? ¿Cómo se explica esta escasez de forma simultánea a una tasa de desempleo relevante? ¿Qué impedimentos se plantean al momento de regularizar a personas trabajadoras, incluso a aquellas pertenecientes a sectores declarados “esenciales” en tiempos de pandemia, como es el caso de personal de limpieza y sanidad, personas cuidadoras o jornaleras, entre otras, tal como se comprometió en falso el gobierno nacional en 2020?
¿Por qué el estado español acepta el limbo de personas trabajadoras cooptadas por la economía sumergida, cuando constituye un claro perjuicio para sus arcas?
En un plano más general, ¿por qué el estado español acepta el limbo de personas trabajadoras cooptadas por la economía sumergida, cuando constituye un claro perjuicio para sus arcas? ¿Quiénes se benefician de esta economía que sigue produciendo una quinta parte del producto interno bruto nacional, no obstante su tendencia decreciente? ¿Por qué desaprovechan las formaciones y profesiones de origen de las personas migrantes, afectadas por todos los fenómenos asociados a la subalternidad laboral: segregación ocupacional, generización de puestos de trabajo, confinamiento sectorial, brechas retributivas, tasas comparativamente más elevadas de paro, temporalidad y precariedad laboral? Finalmente, ¿por qué la modificación del reglamento de la Ley de Extranjería impulsada por el Ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones no plantea directamente una regularización extraordinaria y por qué semejante posibilidad genera tantas reticencias, a pesar de que en las últimas décadas se han realizado seis regularizaciones de este tipo en España?
Para elaborar la respuesta a estas preguntas conviene contextualizar la situación de irregularidad administrativa que afecta a una parte de la población extranjera, estimada en más de medio millón de personas en España, de las cuales al menos trescientas mil —de procedencia extracomunitaria— estarían trabajando sin contrato (3). A pesar de la retórica alarmista del “efecto llamada”, lo cierto es que quienes sobreviven en esa situación laboral irregular de por sí tienen que afrontar numerosos obstáculos sistémicos: i) las rutas de muerte que atraviesan muchas personas procedentes de África y Asia para intentar arribar a España; ii) los dispositivos de encierro diseñados para controlar a estos grupos (CETI, CIE) y deportarlos con la misma regularidad; iii) las identificaciones policiales basadas en perfiles raciales y étnicos; iv) las dificultades para obtener alguna clase de arraigo (laboral, familiar o social) y la denegación mayoritaria de las solicitudes de asilo; v) la exclusión sanitaria, financiera, habitacional e institucional que acarrea y v) la propia escasez de oportunidades de empleo que cumplan unos mínimos salariales y unas condiciones laborales dignas.
Teniendo en cuenta estas condiciones, ¿qué interpretación cabe hacer de esta tensión objetiva entre las restricciones político-jurídicas existentes que limitan los flujos de trabajadores extranjeros y la manifiesta escasez de mano de obra perteneciente a ciertas categorías profesionales? Lo reconoce de forma expresa la propia Ylva Johansson, comisaria de Asuntos de Interior de la UE, al haber subrayado recientemente que “(…) la migración legal es esencial para nuestra recuperación económica, la transición digital y verde y para crear canales seguros hacia Europa, reduciendo al mismo tiempo la migración irregular” (sic).
Migración
Regularización La reforma del reglamento de extranjería es recibida con críticas por su “utilitarismo” y reservas ante su aplicación
c) La segmentación profesional de las migraciones
La respuesta a esta tensión entre necesidades económicas específicas y obstáculos sistémicos se inscribe en el marco de una política migratoria que a la vez que promueve ciertas categorías de personas migrantes (mediante autorizaciones especiales de trabajo), desincentiva otras categorías evaluadas como excesivas con respecto a las necesidades del mercado laboral, especialmente cuando se avizoran tiempos de crisis. Así, la apuesta de los estados europeos, en particular del estado español, no es sencillamente cerrar el paso sino regular los ingresos en función de las cambiantes necesidades de mano de obra del mercado de trabajo.
Dado el desajuste estructural entre oferta y demanda de trabajadores se incentiva la migración legal de profesionales que requieren cierto grado de cualificación y se tolera cierta porosidad de otros perfiles para cubrir puestos de menor cualificación pero no menos necesarios, incluyendo personas en situación irregular dispuestas a trabajar en condiciones especialmente precarias y personas con permisos temporales de trabajo que pueden revocarse de no cotizar lo suficiente, dando lugar a procesos de irregularidad sobrevenida. Se trata de perfiles que, en un plano económico, permiten cubrir los puestos de trabajo (generalmente estacionales) más precarios y socialmente indeseados, alternando períodos de empleo y períodos de paro, acorde a las fluctuaciones del mercado de trabajo (que, por lo demás, coexiste de forma permanente con este “desajuste”). Que una parte relevante de estos trabajadores estén por debajo de la línea de pobreza es consecuencia directa de estas fluctuaciones, además de la continuidad de una política salarial rezagada con respecto a las que aplican otros países de la UE.
Las actuales políticas migratorias utilizan la amenaza de la irregularidad como un elemento disciplinario que garantiza la disponibilidad de mano de obra de bajo coste y mermada en derechos
En este análisis sumario, sin embargo, no basta con señalar que la política migratoria en curso instrumentaliza las migraciones para proporcionar cobertura económica a las empresas privadas, reduciéndolas a mera fuerza laboral. Hay que dar un paso más para analizar la utilización que hace esta política de la amenaza de la irregularidad como un elemento disciplinario que garantiza la disponibilidad de mano de obra de bajo coste y mermada en derechos, condenada a desempeñar trabajos que la población nativa suele eludir por sus pésimas condiciones. Aunque podría invocarse la idea del “ejército industrial de reserva” que mantiene a raya las reivindicaciones salariales y laborales de las clases trabajadoras, lo que hay que determinar en este contexto es la importancia relativa que este grupo subalterno tiene dentro de la economía en conjunto.
Si por una parte constituye una base elástica para la cobertura de necesidades laborales fluctuantes, por otra, contribuye a la reducción de costes a fuerza de permitir la sobreexplotación laboral y un claro perjuicio para las personas trabajadoras afectadas. Nada de ello implica tener que aumentar dicho ejército sin límites. Incluso si ese “excedente” mantiene bajo ciertos parámetros las demandas de las clases trabajadoras, de ahí no se infiere que ese excedente tenga que multiplicarse de forma ilimitada. Algo semejante implicaría la aceptación por parte de los estados-nación del riesgo de tasas más elevadas de desempleo, subempleo y pobreza que las existentes, con los costos políticos que ello acarrea y el potencial incremento de la conflictividad social. Por tanto, la banda de variación del excedente de trabajadores en situación irregular se sitúa en un punto necesariamente inestable de cruce entre las necesidades de mano de obra de la economía sumergida y la propia necesidad estatal de evitar un deterioro mayor de las condiciones materiales de vida, especialmente de aquellos grupos sociales que forman parte de su electorado (10). Si en períodos expansivos se puede tirar de ese excedente, en períodos de crisis dicho excedente debe ser reducido para evitar un empeoramiento generalizado de las condiciones de vida y, en particular, de las condiciones de trabajo.
d) Trabajo irregular y alianzas estratégicas
No es difícil advertir la profunda interrelación entre economía sumergida y economía formal: además de permitir al empresariado una mayor rentabilidad, ejerce una función disciplinaria incluso en los trabajadores que disponen de contratos laborales, especialmente si sobrevuela la posibilidad de la irregularidad sobrevenida. Pero incluso si se admite que la economía sumergida incrementa los beneficios del empresariado, ¿en qué sentido el estado podría estar implicado en sostener esta situación, teniendo en cuenta no solo el deterioro de las condiciones materiales de vida que supone sino los perjuicios tributarios y fiscales insoslayables que le acarrea?
Semejante “ineficiencia” —las pérdidas millonarias resultantes de la evasión fiscal— no es ni puede ser una simple negligencia en materia de gestión sino el resultado de una política de estado directamente ligada al lobby empresarial, a la corrupción sistémica, a las prebendas privadas a cargos públicos, a la financiación de los partidos y, en general, a un complejo entramado de intereses políticos y económicos coincidentes entre grupos parlamentarios mayoritarios y grupos económicos concentrados (en ciertas coyunturas históricas, indiscernibles entre sí). En pocas palabras, dichos perjuicios son producto de las alianzas estratégicas que conforman el actual bloque hegemónico. Gravar de forma proporcional a las rentas de capital, tal como ya lo hace con las rentas de trabajo, no parece entrar dentro de sus planes.
El problema de fondo no es otro que la falta de voluntad política para hacer aflorar una economía tanto más rentable cuanto más vulnerable es la situación de las personas trabajadoras. En este sentido, indagar sobre la relación entre figuras políticas y empresariado, comenzando por las “puertas giratorias”, bien podría mostrar los lazos estrechos que se plantean entre sí, moviéndose en la línea contraria al bien público y a un régimen básico de compatibilidades entre función pública y función privada. Se trata, sin embargo, solo de una instancia del análisis. Porque lo que opera detrás es la defensa corporativa que hace el estado actual del capital más concentrado como presunto motor de desarrollo económico y social. Semejante defensa no es nada diferente al reconocimiento tácito de que dirigentes políticos y empresarios, en última instancia, constituyen de forma regular diferentes fracciones de una misma clase social: aquella que extrae sus beneficios del trabajo asalariado. Aunque no se trata de negar ciertas luchas internas al estado, los mejores portavoces de este auténtico fraude sistémico no son otros que los grupos parlamentarios dominantes que, en una relación circular, necesitan la legitimación del sector privado (comenzando por la banca) tanto para garantizar un mínimo de gobernabilidad como para mantener su apoyo económico, financiero y mediático.
Articulada a este conglomerado complejo de intereses político-económicos hay que destacar una razón estrictamente ideológica, no menos central, para evitar una regularización extraordinaria (y, más ampliamente, emprender una lucha decidida contra la economía sumergida): puesto que el bloque hegemónico tiene una concepción de las migraciones manifiestamente utilitarista, puede admitir de facto su aportación en el campo laboral sin tomarse en serio sus derechos de ciudadanía. Construir al otro como sujeto económico subalterno no plantea, a nivel interno, mayores reparos. El empleo sumergido da cuenta de esta doblez. Se trata de una inclusión laboral subordinada que no cuestiona un régimen de privilegios reservado para las elites locales.
Puesto que el bloque hegemónico tiene una concepción de las migraciones manifiestamente utilitarista, puede admitir de facto su aportación en el campo laboral sin tomarse en serio sus derechos de ciudadanía
Por lo antedicho, no se trata solo de la previsión oficial de que la derecha partidaria podría capitalizar el descontento social ante este viraje en materia de extranjería o incluso del temor gubernamental ante posibles represalias de los grupos económicos más concentrados ante una regularización extraordinaria (como parte de una política antifraude). Aunque dichos temores convierten al gobierno actual en un buen defensor del conservadurismo, lo realmente preocupante es que acepte este marco ideológico que, aunque concibe a los sujetos migrantes como un instrumento funcional, sigue tratándolos como mera fuerza económica, sin reconocerle sus derechos de ciudadanía, especialmente si proceden del Sur global.
Así, según la política de estado en curso, las migraciones laborales son concebidas tendencialmente como un “mal necesario” que no queda otra que gestionar, con rigurosa excepción de los perfiles “altamente cualificados” que, de forma previsible, son los que busca “captar”. En síntesis, aunque los estados europeos desde hace tiempo encuadran las migraciones como una potencial amenaza (securitaria, cultural y laboral), necesitan a su vez sus servicios laborales para sostener un sistema de bienestar claramente deteriorado. De ahí la ambivalencia que se les plantea ante este extraño “cosmopolitismo del capital” que, a la vez que se desentiende de los derechos cívicos de las personas en situación irregular, no duda en usarlas a precios de saldo para cubrir los puestos más precarios del mercado laboral.
e) Irregularidad y disciplina
No es solo que hay buenas razones para hacer una regularización extraordinaria; no hacerlo, con toda probabilidad, seguirá incrementando la proporción de personas extranjeras en riesgo de exclusión social severa (una proporción tres veces superior al de las personas nacionales), que incluye serias limitaciones de acceso a la sanidad, a la formación, al sistema judicial, a los servicios públicos de empleo y a los propios servicios sociales. En este punto, vale recuperar el actual dilema político: “La perpetuación de bolsas amplias de inmigración irregular constituye, a todos los efectos prácticos, una forma moderna de segregación que debilita las raíces morales de la sociedad y ofende los fundamentos de un Estado de derecho. Esta excepcionalidad democrática nunca debería ser normalizada. La pregunta más difícil de responder no es por qué regularizar, sino cómo no hacerlo. Las alternativas se reducen a perpetuar la distorsión ética y práctica de un volumen creciente de inmigración sin papeles; o embarcarse en deportaciones masivas y brutales que pondrían contra las cuerdas la humanidad de las instituciones. Una regularización no supone el fracaso de una democracia, sino de una política. Y la capacidad de reconocer ese fracaso y utilizar herramientas democráticas para corregirlo no hace sino fortalecer la convivencia y la eficacia de las políticas públicas” (5).
Puesto que desde hace tiempo desconfiamos de las “raíces morales de la sociedad”, los “fundamentos de un Estado de derecho” y la “humanidad de las instituciones”, necesitamos avanzar en las verdaderas determinantes que producen esta política de estado. Contentarse con una respuesta que incide en la “irracionalidad sistémica” –algo que décadas atrás Herbert Marcuse ya señalaba de forma incisiva— es insuficiente. Hay que explicar las razones estratégicas que están operando en la negativa a una regularización extraordinaria que, salvando a una ultraderecha envalentonada con sus recientes resultados electorales, podría justificarse a partir de decisiones precedentes a izquierda y derecha (además de lo que implicaría en cuanto a la mejora de las cuentas del estado). Dicho de otro modo: una política pública que mantiene una proporción relevante de la población extranjera en situación irregular, por períodos prolongados de tiempo, tiene que rebasar una interpretación meramente coyuntural.
Migración
Regularización Regularización Ya considera utilitarista la reforma de Escrivá
En este contexto, semejante negativa bien podría ser la consecuencia de una política de disciplinamiento social orientada a generar una máxima productividad de los cuerpos con un mínimo de resistencia. Crear “cuerpos dóciles y útiles”, al decir de Foucault, en tanto “fórmulas generales de dominación” (6). Puesto que una regularización extraordinaria permitiría nivelar parcialmente la situación jurídico-administrativa de las personas en situación irregular, representa al mismo tiempo una posibilidad de mejora real de sus condiciones de vida. Ahora bien, ¿qué grado de compatibilidad hay entre esa mejora real y la realización de trabajos penosos, mal remunerados, con alta temporalidad y mermados en derechos (tal como ocurre con las trabajadoras del hogar, las cuidadoras de personas, el personal de hostelería o los jornaleros agrícolas, por poner los ejemplos más sangrantes de la economía española)? ¿Quién estaría dispuesto a realizar trabajos socialmente indeseados y precarizados si su propia vida no estuviera en juego de un modo más o menos perentorio?
¿Qué grado de participación política puede tener un sujeto en situación irregular sin toparse de forma más o menos inminente con el riesgo de ser deportado?
La existencia de bolsas de trabajadores irregulares, a la vez que provee de mano de obra barata y servicial a ciertos sectores económicos intensivos, permite reducir costes de producción manteniendo bajo mínimos las reivindicaciones salariales y laborales. Alegar que semejante situación es un asunto fortuito, no deliberado, es simplemente inverosímil. Como señala Eduardo Romero, puesto que en las últimas décadas en España la estancia irregular de cientos de miles de personas migrantes ha sido una constante, no hay razones para suponer que la política migratoria ha estado orientada a suprimir dichas estancias. Así: “O la política migratoria es un fracaso o el objetivo pregonado es un fraude. Quizás no se trate de impedir la entrada de sin papeles sino todo lo contrario, de garantizar su estancia en condiciones de inseguridad jurídica y social para alimentar el enorme peso —un reciente estudio la valoraba en un 23 por ciento del PIB— de la economía sumergida” (7).
Una mano de obra en condiciones inseguras y bajo riesgo de despido a coste cero —cuando no bajo riesgo directo de expulsión de territorio nacional— no solo es propicia para la (sobre)explotación; también lo es para la domesticación de la protesta política. Al fin de cuentas, ¿qué grado de participación política puede tener un sujeto en situación irregular sin toparse de forma más o menos inminente con el riesgo de ser deportado? ¿Qué clase de “ciudadanía” —si es que todavía tiene algún sentido hablar en esos términos— se construye mediante la privación de derechos básicos?
f) La “gestión del talento”
La ecuación podría sintetizarse del siguiente modo: migración legal para sujetos profesionales “cualificados”, migración irregular para sujetos laborales aparentemente “poco cualificados” o “no cualificados”, funcionales para puestos de trabajo precarios e inestables aunque necesarios para la reproducción de la sociedad. Según la versión oficial, lo que interesa a Europa es la captación de talentos; de ahí la promoción de la movilidad internacional de personal “altamente cualificado”. Para este grupo, el “libre mercado” se manifiesta como una oportunidad de movilidad internacional; para el otro grupo, la “economía de mercado” se transforma en el espacio de numerosas dificultades para convertir la movilidad en una oportunidad real. Mediante un procedimiento presuntamente neutro, lo que opera es una matriz racista y clasista que de forma subyacente interviene en los procesos de selección. Después de todo, ¿cuáles son las coordenadas de clase y etnia/raza de estos sujetos “altamente cualificados”? El mensaje cifrado podría enunciarse de la siguiente manera: no es que no se necesiten trabajadores considerados de “baja cualificación” (aunque se trate más bien de falta de acreditación de cualificaciones que sí disponen). Sencillamente, no hace falta “captarlos” o “atraerlos”, salvando algunos casos de difícil cobertura que es conveniente retener mediante la nueva figura del “arraigo formativo”. En una proporción relevante, terminarán desarrollando empleos precarios, generalmente sin contrato, incluso si disponen de permisos de trabajo.
Puesto que “alguien tiene que hacerlo” se tolera de facto lo que se bloquea jurídicamente para la mayoría. Sostenida por la esperanza de mejorar sus vidas, esa masa laboral termina reencontrándose con situaciones similares a las que buscaba evitar, agravada por la privación de derechos de ciudadanía que padece, esto es, excluida como sujeto de derecho. En suma: la “gestión del talento” queda reservada a esos perfiles “altamente cualificados”. Para los demás, queda en el mejor de los casos la promesa de un permiso de residencia y trabajo a cambio de la adquisición de nuevas cualificaciones en puestos de difícil cobertura. No hay que ser perspicaz para reconocer en esta gestión una forma de selección basada en las utilidades económicas que pueda reportar o aportar el sujeto en cuestión, antes que por unos derechos reconocidos universalmente. Los “perfiles altamente cualificados”, lo sabemos, están concentrados en franjas de la población blanca de ingresos medios y altos; los “perfiles de difícil cobertura” reservados para aquellos que no tienen más remedio que reconvertirse para sostener su estancia regular. Por arte de magia, la gestión del talento se convierte en una política de segmentación en la que, de forma previsible, los seleccionados suelen ser los privilegiados, mientras los excluidos del “talento” son puestos en la lista de espera en el mejor de los casos.
Lo que nos queda, pues, más que una política de derechos que apuesta a igualar las condiciones de vida de los seres humanos es una política de privilegios que no cesa de ensanchar la desigualdad económica y política de las personas, reforzando un enfoque utilitarista del otro que contradice de hecho las declaraciones de principios del estado español (y, en general, de los estados europeos). La persistencia de la economía sumergida —de forma análoga a la permisión de “paraísos fiscales” cuando se habla de perseguir el fraude fiscal— da cuenta de las brechas reales que existen entre un estado que se declara a sí mismo de derecho y un estado colonial que usa a las personas trabajadoras extranjeras como parte de la periferia interna que seguirá sosteniendo su bienestar cercado.