Opinión
A tres años de la masacre de Melilla del 24J, ¿qué ha cambiado?

Para los autores, lo que aconteció en 2022 es otra huella de la rutina neocolonial y racista de este enclave español en la frontera sur. El hecho nos permite recordar las necropolíticas racistas invisibilizadas en los juzgados y las esferas mediáticas.
Valla de Melilla
Hanna Jarzabek La valla de Melilla, reforzada después de la última tragedia del 24 de junio de 2022.

Profesora titular de Antropología y coordinadora del Grupo de Investigación en Migración, Identidad, y Ciudadanía, en la Universidad Autónoma de Madrid.

Son coautoras del libro ‘Sexo, Sangre y Frontera Sur’, en el que estudian en detalle el enclave melillense desde una perspectiva crítica.
24 jun 2025 06:00

Hoy hace tres años la frontera sur se mostró en toda su indefensible necropolítica. La masacre del 24J nos recuerda la desaparición 70 personas y el asesinato de casi 30 personas que llegaron en un enorme grupo de ciudadanos africanos, hostigados hasta la extenuación en los campamentos con ataques, incendios, robos de su poca comida y pertenencias. Mientras España se escandalizaba, en Melilla la vida seguía su curso. La mayoría daba la espalda, un “susto” más de una realidad normalizada. ¿Cómo puede explicarse la anestesia ante el dolor de los demás?

La investigación antropológica en Melilla descubre cómo el enclave sigue funcionando, como ya lo hizo desde la sublevación militar liderada por Franco en el XX, como laboratorio para el resto del estado español. Hoy día de mayoría musulmana, Melilla concentra al mismo tiempo rentas netas medias por hogar entre las más altas de España y figuras de exclusión social sin par en la península. Que “Melilla son dos mundos” se escucha a menudo en la ciudad. Está, por una parte, el mundo de una clase media-alta multiétnica compuesta de hebreos, hindús, musulmanes y cristianos. Estos últimos, “de origen peninsular”, dominan sin duda la ciudad, ocupando gran parte de una hipertrofiada función pública y agasajados con valiosas primas geográficas. En este mundo, un multiculturalismo de escaparate modula la interacción pública.


Por otra, está el mundo de las periferias marginadas, altamente racializadas. Los dos distritos más pobres de Melilla son musulmanes en un 81% y un 75%, respectivamente. En ellos reside el 80% de la población musulmana total de Melilla. Esta pronunciada segregación socioespacial (acompañada de la también aguda segregación escolar) concentra en estos barrios toda la precariedad del enclave. Melilla tiene los niveles de paro más altos de España (a menudo alrededor del 30%) y una tasa de riesgo de pobreza o exclusión social del 45,9% en 2024, casi el doble de la media nacional. La renta media de la comunidad eurocristiana casi duplica la de los musulmanes amazigh. Se trata de un paisaje altamente etno-estratificado y segregado internamente.

Parte de esta sangrante y racializada desigualdad nace de la ilegalización constante que se produce contra residentes musulmanes. Se trata no solo de aquellas varadas tras el cierre casi total de la frontera en 2020, sino de población que, lumpenizada por las condiciones del enclave, sigue ocupando una posición legal liminal a través de generaciones. Las dificultades a la adquisición de derechos son más pronunciadas que en la península. Por ejemplo, el padrón está intervenido por la policía, que se encarga de “comprobar” la residencia antes de permitir empadronar. Como nos decía un residente: “en Melilla todo está diseñado desde el miedo a la invasión y los procedimientos son más complejos”.

La ilegalización sistemática y prolongada de poblaciones racializadas va mucho más allá de las más visibles casuísticas de la valla, el CETI, y los menores no acompañados. Lo que acaeció el 24J es la punta del iceberg

La ilegalización sistemática y prolongada de poblaciones racializadas, pues, va mucho más allá de las más visibles casuísticas de la valla, el CETI, y los menores no acompañados. Lo que acaeció el 24J es la punta del iceberg. Un fenómeno particularmente descarnado en el enclave —invisible desde la península— es aquél de los “cautiverios tolerados”. Este “secreto a voces” consiste en mujeres de origen marroquí, a menudo con trayectoria como trabajadoras transfronterizas (comerciales, domésticas o sexuales), casadas con hombres españoles mucho mayores (cristianos o musulmanes). Ellos buscan mujeres “más sumisas” que les sirvan sexual y domésticamente en su vejez. Ellas, resquicios para estabilizarse frente a situaciones intolerables.

Muchas de estas mujeres acaban pasando décadas en el enclave sin que su marido o pareja con papeles les registre o regularice, sin apenas poder salir de casa ni saber moverse en la ciudad, sin aprender español, y en gran parte a merced del hombre, cuya violencia y maltrato —físico, psicológico o documental— aguantan para mejorar la situación de sus hijos. Son situaciones en las que se retroalimenta la ilegalización con la opresión doméstica, quedando en los pliegues del discurso mediático a pesar de ser “secreto a voces” en la ciudad. Mientras, se realizan formaciones mensuales contra la violencia de género en el CETI y los medios se centran sobre agresiones cometidas por hombres racializados.

Todo ello completa un paisaje racial y de género que hasta 2020 incluía también el trabajo transfronterizo, donde mujeres y hombres cruzaban a diario a Melilla en un ejemplo palmario de sobreexplotación facilitado por la frontera. Este medio de supervivencia, hoy interrumpido, contribuye a la precariedad general de miles de personas no solo dentro del enclave sino también en su entorno rifeño.


Mientras, en 2024, se detuvo a líderes del “partido musulmán”, Coalición por Melilla, por supuesta “compra de votos” —“una práctica corriente en Melilla” según Ignacio Cembrero— condenándolos a prisión preventiva sin fianza por un supuesto riesgo de fuga debido a su “ascendencia marroquí” (a pesar de ser melillenses por generaciones). Independientemente de lo que la sentencia final declare, Melilla dio la espalda a estos responsables políticos por un estigma racista. Racismo que también abona la indiferencia del 24J y de tanto sufrimiento de hombres y mujeres racializados.

El 24J no es una excepción, sino la punta del iceberg. Es otra huella de la rutina neocolonial y racista del enclave. La masacre nos permite recordar las necropolíticas racistas invisibilizadas en los juzgados y las esferas mediáticas. Los desaparecidos de la masacre se unen a aquellos desaparecidos en el desierto y en el mar, pero también a aquellas ilegalizadas en las casas y en los barrios de Melilla.

Estas violencias, en cualquiera de sus manifestaciones, funcionan como formas de enclasamiento de la población migrante y racializada, patrones sistemáticos que producen al migrante como clase subalterna

La masacre es parte de un continuo de agresiones constantes contra gente racializada en el estado español. No olvidamos, por ejemplo, los recientes episodios de violencia policial racista en Lavapiés o Valencia, el asesinato de Mahmoud Bakhum en Sevilla, el acoso policial constante, los CIEs, o el largo etcétera que compone el paisaje del neocolonialismo europeo y español.


Estas violencias, en cualquiera de sus manifestaciones, funcionan como formas de enclasamiento de la población migrante y racializada, patrones sistemáticos que —si bien a menudo menos visibles que el 24J— producen al migrante como clase subalterna (y viceversa). Condiciones materiales a las que el “autóctono” no está expuesto, y que por tanto lo sitúan en diferente posición.

Ya lo dijo Samir Amin: el imperialismo de nuestro tiempo toma forma de apartheid a escala mundial. Los asesinados y desaparecidos del 24 de junio de 2022, como también los ilegalizados y las confinadas de Melilla, son víctimas sacrificiales en el altar de ese orden, destinadas a hacerlo funcionar.

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