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Migración
Las Raíces, resistir en los márgenes del ‘Campamento de la Vergüenza’
En los últimos días una procesión de autocares va llegando al campamento de Las Raíces, en Tenerife. Trasladan cientos de personas migrantes que tendrán en este campo —instalado en un antiguo acuartelamiento— su morada. No saben por cuánto tiempo, ni pueden prever qué será después de ellas. La incertidumbre es el medio en el que se desarrolla sus existencias desde que hace meses dejaran sus ciudades y pueblos en África.
Pero antes de entrar en el recinto donde se alinean regulares carpas blancas, podrán vislumbrar otro campamento, el que forman un grupo heterogéneo de tiendas de campaña, iglús y lonas donde unas cincuenta personas hacen vida desde hace más de dos semanas. Un día de febrero decidieron dejar las carpas blancas y elegir su propia incertidumbre. Su desacato a ser tratados como números a alojar, trasladar y deportar contó desde el principio con la solidaridad de las personas protagonistas de otro desacato: la negativa a seguir con la rutina como si Tenerife no se estuviese convirtiendo en una isla cárcel, en la primera línea de una Europa fortaleza que desprecia los derechos humanos.
La recién creada Asamblea de Apoyo a las Personas Migrantes de Tenerife hizo del campamento alternativo de las Raíces su espacio de encuentro. Ahí debaten sobre cómo enfrentar el rol que las políticas migratorias han dado a su isla, también ayudan a afrontar las necesidades urgentes: mucha gente en la isla, vecinas y activistas, dona comida, ropa y otros enseres al campamento en respuesta al llamamiento de la asamblea.
El campamento de Las Raíces forma parte del Plan Canarias, la iniciativa que el gobierno puso en marcha después de que las imágenes del muelle de Arguineguín en Gran Canaria, donde se derivaba a quienes arribaban a las Islas, se hicieran insostenibles. Entre agosto y noviembre de 2020, fueron cuatro meses de tener a cientos de personas llegadas tras arriesgadas travesías, durmiendo en el suelo, hacinadas en plena pandemia, comiendo bocadillos, pasando días varadas al sol, sin que se garantizasen sus derechos. Estaban al aire libre, a la vista de todos. Las imágenes abrieron los telediarios nutriendo los relatos de invasión ingestionable para unos, activando las alarmas por la visible vulneración de derechos humanos, para muchas otras.
Frontera sur
Derechos de las personas migrantes De Arguineguín a Las Raíces: atrapados en la isla
La consigna, desde que ya en el verano de 2019 se reactivase con fuerza la peligrosa ruta canaria —en gran medida por la imposiblidad de transitar las otras rutas migratorias— ha sido evitar que las personas llegadas al archipiélago sigan su camino hacia la península y Europa. Los hoteles vacíos como consecuencia de la pandemia fueron durante meses otro espacio donde alojar a miles de personas bloqueadas en las islas. Pero la temporada turística se acerca, y los hoteles tienen personas más lucrativas para alojar, de esas que pueden elegir un destino, pagar un billete, y disfrutar de unas semanas de descanso, sin fronteras que les retengan, políticas migratorias que les expulsen, ni discursos de odio que cuestionen su presencia.
Anunciado en noviembre, el Plan Canarias contiene una novedad: una parte considerable de las plazas previstas es, como en Las Raíces, en carpas. Para alejarse de las imágenes del muelle hacinado, o la de hombres de piel oscura en los alrededores de las zonas turísticas, se ha entrado en un nuevo imaginario hasta ahora inédito en las islas, el de los campos de refugiados. Las Raíces tiene otra característica: está alejado de los núcleos urbanos. Sin medios para tomar un autobús y a horas de camino de la ciudad, quienes acaban ahí se sienten doblemente aislados. Atrapados a cielo abierto.
En las tiendas de las Raíces duermen hasta 32 personas, gente que hace meses que ha perdido las riendas de su destino, que es llevada de un lado a otro sin información y con la amenaza de una deportación, de volver a la casilla de salida (o incluso acabar en países distintos a los suyos, como pasó con tantos senegaleses y malienses deportados a Mauritania, antes de la pandemia). En los primeros días de traslados un temporal inundó las tiendas, el frío era insoportable. Personas agotadas, provenientes de diversos países, han de convivir en un espacio hostil. Las tensiones son inevitables, y en cuanto hay peleas la policía aparece en seguida. Cuando las demandas son otras, comentan las personas migrantes, la respuesta siempre tarda más.
Cuando el campamento alternativo se armó fuera de las instalaciones, en las Raíces eran unas 700 las personas que ya habían sido trasladadas desde los hoteles a este paraje destinado a albergar unos 1.500 seres humanos. Suponían pues menos de la mitad y ya eran demasiados. En las últimas semanas el flujo de información que circula entre los móviles de migrantes y activistas locales no ha hecho más que incrementarse. Los migrantes se resisten a entrar en este campamento, entre ellos muchos menores. La desesperación alimenta estrategias de resistencia: huelgas de hambre, sentadas. La solidaridad de tanta gente suma fuerzas para resistir.
Cuando las primeras decenas de personas decidieron plantarse fuera de Las Raíces les dijeron que tenían 72 horas para volver a las instalaciones. La amenaza era difusa. Es cierto que atrapados en las islas, agotado en muchos casos el dinero que tenían, y cuando se les niega tomar un vuelo, incluso contando con pasaporte, estas personas no tienen a dónde ir. Pero por otro lado, tras meses en esta situación, siendo muchos de ellos senegaleses, saharauis o marroquíes, con un posible vuelo de deportación como único horizonte, tampoco tienen mucho que perder. Es difícil amenazar a quien ya no tienes nada más que quitarle. Al menos, en los márgenes de lo que ya se nombra —del mismo modo que fuese denominado en su momento el muelle de Arguineguín— como el campamento de La Vergüenza, han recuperado un mínimo de agencia sobre su incertidumbre. Y el calor de quienes han decidido acompañarles. Un aldea de humanidad y solidaridad insurgente, que resiste en medio del imperio deshumanizador de quienes dictan las políticas migratorias.