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Opinión
Elitismo, populismo… dos caras de… lo mismo
En un tiempo de patria y tortilla de patatas, de tertulianos de Playz y columnistas de Vozpopuli, el discurso “populista” vuelve (?) —con toda la cautela que merece el mundo de las redes sociales— a ganar una destacada presencia mediática en la juventud de izquierdas.
Nunca he sido fan del eje izquierda-derecha: es simple, manido, limitado y da lugar a malinterpretaciones. Pero vaya, no estamos aquí para negar la mayor, solo para advertir, una vez más, de aquellos que, de forma soberbia, apuestan —desde un marco aparentemente progresista— trascender este eje para hablar en otros términos: ya no hay izquierda o derecha, es una cuestión de arriba y abajo, de abajo a arriba, de élite y pueblo. El cuento de siempre, el cuento del populismo.
Ya no hay izquierda o derecha, es una cuestión de arriba y abajo, de abajo a arriba, de élite y pueblo. El cuento de siempre, el cuento del populismo
Una aclaración. Hablo de populismo en un sentido político, como categoría, no en un sentido peyorativo (equivalente a “demagogia”), puesto que el título puede dar lugar a equívocos. Me refiero, específicamente, a los que utilizan “populismo” en oposición al “elitismo” e insisten en operar en esas coordenadas.
Bien, pese a lo que, aparentemente, pueda parecer, la oposición élite-pueblo no es una actualización de la dialéctica de clases en un sentido marxiano. La lucha de clases es la constatación del carácter conflictivo de la sociedad moderna. Es un discurso de conflicto y de emancipación, de constitución de un sujeto sociopolítico y de elevación de las conciencias. Nada de eso hay en el discurso populista, o, mejor dicho, en este particular discurso populista patrio al que me refiero en estas líneas.
La lucha de clases es la constatación del carácter conflictivo de la sociedad moderna. Es un discurso de conflicto y de emancipación, de constitución de un sujeto sociopolítico y de elevación de las conciencias
El populismo antielitista de determinados columnistas se establece en términos de apariencia, como estructurante discursivo de lo político. Un significante formal, y vacío, desligado de las pulsiones sociohistóricas, pero siendo un buen vástago legitimador de estas. La retórica amigo vs. enemigo, nosotros vs. ellos, élite vs. pueblo, etcétera, es unilateral. En la salida que pretenden del laberinto de las dualidades banales nos encontramos con más dualidad y con más dicotomías desprovistas de cualquier tipo de contenido. “¿Para qué?”, pensarán ellos, “lo importante son las formas y el juego de sombras”. Todo queda enmascarado en la fachada y en una perorata revestida de supuesto análisis cultural. Claro, en un tiempo donde la barrera entre el arte de “élite” y el de “masas” está más difusa que nunca, y lo “genuino” y “autentico” no es más que una de las caras de la valorización del capital, hablar de lo “popular”, cual etnólogos populacheros, equivale a vender humo o, en estos casos, a promocionar bestsellers a 19,90.
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Tan en contra del elitismo clasista están, que al final acaban estableciendo, desde sus tertulias y columnas, una relación vertical y paternalista sobre aquello que quieren abordar. Su discurso populista no es un discurso “popular”, no es un discurso para el pueblo y por la emancipación, es un discurso de élite, un discurso condescendiente y recalcitrante, de tertulia y meritocracia, de lamento de lo que debería ser y no es dentro del límite del propio ser social. Un discurso que afirma lo que quiere ser negado y que olvida el proceso de negación mismo. Todo queda disuelto en una retórica folclórica y nostálgica. Nada que no hayamos dicho antes.
Su discurso populista no es un discurso “popular”, no es un discurso para el pueblo y por la emancipación, es un discurso de élite
¿Qué implica todo esto? Una aceptación acrítica de la realidad social, de nuestra realidad tal y como es; legitimando y naturalizando sus condiciones de existencia. Confundiendo, malintencionadamente, en muchos casos, la crítica legitima hacia el academicismo con el prejuicio hacia todo lo intelectual. Pretender, por el contrario, intentar elevar conciencias con el discurso público se convierte en un ejercicio considerado como improcedente, elitista.
Ahora bien, su aceptación (conservadora) del orden social no es solo una cuestión formal y discursiva, también es programática. Sus reclamaciones políticas van dirigidas, como mucho, a afrontar el tema de la distribución de la riqueza y la progresión de los impuestos, pero sin cuestionar la producción misma de forma sustancial, naturalizando, las relaciones productivas y la división de trabajo que posibilitan tanto este entramado social, como los niveles de consumo que exigen. Aquí la ironía, en la cruzada antipija y propoular, se acaba cayendo, discursivamente en las redes de la ideología burguesa. Burguesa en cuanto a entramado conceptual (naturalización de las condiciones sociohistóricas y de los limites productivos del capital), no como condición económica particular, entiéndase.
Sus reclamaciones políticas van dirigidas, como mucho, a afrontar el tema de la distribución de la riqueza y la progresión de los impuestos, pero sin cuestionar la producción misma de forma sustancial
Con lo que, aunque en algunos de estos discursos se agite la bandera contra el capital, su retórica “anticapitalista” no hacen de este algo revolucionario. El “capital” para ellos no es el “capital” como tal, es un simulacro, una excusa discursiva. El sistema, como un “todo” en el que nos constituimos, queda escindido, convirtiéndose el capital en un “algo” exterior y tangible a nosotros como sociedad. De esta manera acaban tratando con hostilidad a cualquier manifestación de transformación social que no sea “genuinamente popular”, cargando contra supuestas fuerzas externas —“malignas” incluso—, como la “élite”, la cual no es más que la personificación de fuerzas impersonales socioeconómicas, a las que se las niega como tales. Cayendo, de nuevo, en el discurso de la conspiración, en este caso como un gran otro (“ellos”) constitutivo de un “nosotros”: el pueblo, un “nosotros” “patriótico” que no distingue en su seno entre clases sociales ni de delimitaciones en torno al papel de determinados grupos en el sistema productivo.
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Por ello, recapitulando, tras tanto folclore y significantes, su proyecto se reduce a lo mismo de siempre: la reivindicación de la meritocracia (aunque de forma “genuina”) y un lamento —elitista, no puede ser de otro modo— del supuesto fin del llamado “trampolín social”. Algo que, vaya por Dios, les hace coincidir, para su desgracia, con las opciones políticas (de izquierdas o derechas) más liberales, las que son precisamente burguesas y de “élite”. Es lo esperable. Detrás de la supuesta cruzada antipija, en muchos casos —no daré nombres— nos encontramos con articulistas de amplios currículos en inglés y muchas siglas. Sí, es un ad hominem, pero en este caso tiene una carga de verdad en el síntoma que refleja y evidencia. Pero ya sabéis de quiénes hablo: los que jactanciosamente vociferan contra la “Izquierda Netflix”, los que se ríen de aquellos progresistas de “mañanas de aguacate y tofu y noches de MDMA”, los que dan cobertura a filofalangistas en sus medios y los que, autoproclamándose cruzados contra la “izquierda Malasaña”, han convertido a Malasaña en su cortijo particular. Así que no lo olvidéis, quienes defienden el populismo y critican el elitismo, son los más fieles integrantes de aquello que puede considerarse como elitismo en su sentido más estricto. Son los que más compran el marco “pijo” y liberal, el de la afirmación del ser social, el de la aceptación reformista de lo existente, el de la exigencia de una genuina meritocracia y el no-cuestionamiento de su naturaleza histórica. Los que, en definitiva, buscan la reafirmación unas formas sociales más “íntegras”, más auténticas, frente a su descomposición.
Quienes defienden el populismo y critican el elitismo, son los más fieles integrantes de aquello que puede considerarse como elitismo en su sentido más estricto
Así que, por salud política, debemos alejarnos de tales discursos, alejarnos, de autocomplacencias, folclores y arrogancias para intentar elevar conciencias y construir pueblo, pero no el “pueblo” vacío de los populistas, sino el de la justicia social, el que no se conforma con democratizar la distribución, sino que pretende democratizar —y socializar— la producción misma.
Terminaré con una pequeña concesión. Ahora desde que la derecha y parte de la izquierda se repliegan en los viejos valores tradicionales y enarbolan la bandera de la patria, hagamos lo mismo: ¡reivindiquemos la patria! Ahora bien, que no se olvide, la patria es el socialismo y este está por conquistar.