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Socialdemocracia, Podemos y Sumar: el cuento de nunca acabar
           
        
        Suenan  cantos de sirena. Los tiempos están cambiando, o eso nos dicen.  Lejos quedan largos años de recorte y reducción del gasto público.  El neoliberalismo –ay, el neoliberalismo– y su repudio hacia el  Estado ya es cosa del pasado, o eso nos dicen. La pandemia ha  demostrado que, ahora más que nunca, la sociedad necesita de un  Estado fuerte que nos proteja de las adversidades, o eso nos dicen.
Estamos  ante un nuevo paradigma, un nuevo sentido común de época que deja  atrás los oscuros años de la desregularización… o eso nos dicen.
Uno de los campos de batalla ideológicos más extendidos es la dialéctica “Estado versus anti-Estado”, una retórica que copa una buena parte del discurso público. Sin embargo, lo que realmente subyace es el papel del mercado, un mercado que rara vez se cuestiona y en el cual el Estado desempeña un papel crucial (independiente a cualquier convicción ideológica). Por lo tanto, no tengo reparos en afirmar que la socialdemocracia cree (de manera directa y consciente) más en el mercado, en términos abstractos e ideales, que las derechas liberal y conservadora. Algo que merece una explicación.
De  sobra conocida es la crítica a la meritocracia por parte de la  izquierda. Los motivos son evidentes: es un relato de legitimación  del orden vigente y de la desigualdad inherente al mercado. No  obstante, muchas de las críticas propias de los think  tanks progresistas  no son críticas a la meritocracia como tal, sino a la “meritocracia  realmente existente”: la que no cumple, en la práctica, sus  premisas básicas; es decir, la  igualdad de oportunidades. Pero si por un lado se cuestiona el  discurso liberal del mérito, por el otro se reivindica poner las  condiciones (a través del Estado) de una genuina meritocracia  social, mediada esta, por supuesto, por el mercado. Por un mercado  ideal y sin vicios propios del rentismo o las macro-herencias.
En reivindicaciones, tomadas como síntomas ideológicos de la socialdemocracia, tales como la llamada a la redistribución de la riqueza, la promoción de la igualdad de oportunidades o la facilitación del acceso universal al crédito subyace una naturalización y esencialización de los elementos que las hacen posible: la riqueza (y la producción), las oportunidades dentro del mercado y el crédito bajo las lógicas de valorización. Este fenómeno representa una de las grandes victorias discursivas en el ámbito de la izquierda de la reforma frente a la revolución. Frente a esto, es crucial dejar claro: ¡debemos abolir el mercado! ¡No se trata simplemente de redistribuir la riqueza, sino de socializar la producción!
La característica sustancial del discurso socialdemócrata (perdonad la generalización) es la reivindicación vergonzante del mercado [...] como motor del progreso, del crecimiento y de la prosperidad
Pero  no nos desviemos, quedémonos en la clave principal. La  característica sustancial del discurso socialdemócrata (perdonad la  generalización) es la reivindicación vergonzante del mercado,  entendido este –casi con miedo a ser verbalizado– como motor del  progreso, del crecimiento y de la prosperidad. Una creencia arraigada  que, en general, refleja un compromiso ideológico sólido hacia los  pilares fundamentales de las relaciones de producción capitalistas:  el trabajo asalariado y el Estado. Paradójicamente, esta convicción  es aún más directa que la de las derechas libertaria o  conservadora, ya que estas a menudo pueden llegar a cuestionar  parcial y superficialmente algunos de sus elementos (la famosa  cruzada libertaria antiestatista, por ejemplo). Pero esta falta de  coherencia discursiva no impide que la derecha tenga éxito y un buen  desempeño electoral, al fin y al cabo el mercado sigue girando con  independencia a cualquier concreción política institucional. En  contraste, la socialdemocracia opera en una contradicción  existencial: lucha contra las formas de explotación mientras que, al  mismo tiempo, acepta y reivindica las condiciones de existencia que  las posibilitan. Una situación que cada vez se hace más  insoportable para su electorado, frustrado al ver como la explotación  avanza inexorablemente junto a las crisis de rentabilidad del  capital.
No  obstante, hay  voces actuales que sostienen que nos encontramos en un tiempo  “neoestatista” en el que está empezando a emerger un  “nuevo laborismo” con el potencial de forjar un renovado  “contrato social”. Un contrato que puede posibilitar un  nuevo consenso que garantice el asistencialismo y el bienestar  social. Pero más allá de la cháchara, es importante reconocer la  arraigada convicción socialdemócrata que subyace en este  planteamiento: el Estado como armonizador social entendido (casi)  como socialismo.
Este “neoestatismo” es el contrapunto al relato neoliberal. Son dos caras de la misma moneda. Si el lema del “neoliberalismo” es el “no hay alternativa”, el del “neoestatismo” es el clásico “no es el momento”.
“No es el momento” es el gran motor ideológico del discurso socialdemócrata y una de las causas de su supervivencia histórica
En  efecto, “no es el momento” es el gran motor ideológico del  discurso socialdemócrata y una de las causas de su supervivencia  histórica. Esta también se explica por su gran capacidad de  adaptación a las diferentes coyunturas, que se evidencia en los  grandes vaivenes doctrinarios de la socialdemocracia a lo largo de su  historia: desde el reformismo de Bernstein hasta la tercera vía  socioliberal, pasando por el keynesianismo o la teoría populista.  Pudiendo compaginar, según la situación, desde el conservadurismo  social obrerista (hostil hacia la diversidad en todas sus formas)  hasta el progresismo liberal.
Por todo ello, la distinción entre socioliberalismo y socialdemocracia no es tal. Solo es un suspiro nostálgico hacia coyunturas productivas con un mayor crédito y un aparato asistencialista más consolidado. Una quimera. Una mera crítica socialdemócrata a la deriva de la socialdemocracia. Nada que no haya dicho antes, las presentes reflexiones toman como partida el análisis teórico y el balance político que hice a finales de 2021 en: ¿Hacer?, ¿el qué? Una mirada sobre el gobierno de coalición. En estas líneas intentaré concretar más en la situación actual de las principales fuerzas políticas socialdemócratas a la izquierda del PSOE: Podemos y Sumar.
 
Menos de lo que parece ha cambiado desde entonces. El gobierno mantiene la misma naturaleza que antaño, las coordenadas ideológicas siguen siendo las mismas, Unidas Podemos ahora es Sumar, quienes literalmente son los mismos menos la camarilla de Iglesias, y lo único que se ha resentido es su peso electoral (de 35 escaños, más los 2 de Más País y uno de Compromís) a 27 (más los 4 díscolos de Podemos tras la salida de Lilith Verstrynge). Pero, pese a todo lo que ha transcurrido desde entonces tanto a nivel nacional como internacional, ninguno parece haber aprendido nada.
Sumar  aspira a monopolizar, dentro de la tutela del PSOE, lo que ellos  llaman como “políticas sociales” (“lo que de verdad  le importa la gente”), lo cual solo es la rama asistencialista  del Estado. Un propósito pobre y cobarde y con poca altura de miras,  amparado en un discurso complaciente y reformista, pactista y  condescendiente, paternalista y ñoño. Todo ello canalizado en un  hiperliderazgo con los mismos vicios que cualquiera de los  anteriores. El éxito (si es que se puede llamar éxito a mantener  casi todas las competencias gubernamentales del espacio de Unidas  Podemos de la legislatura anterior) está supeditado a la popularidad  de Yolanda Díaz, la cual tiene fecha de caducidad, como todas.
El problema de Sumar radica en que incluso sus proyectos de máximos suenan problemáticos: Herencia universal (para garantizar la “igualdad de oportunidades”), incorporar a trabajadores en los consejos de administración o bonos sociales para el acceso a la vivienda. Estas medidas, aunque puedan mitigar la pobreza extrema y disminuir las formas más directas de explotación, tienen como objetivo último promover el acceso universal al crédito dentro del mercado para garantizar su funcionamiento. El discurso que lo sustenta es el de un estatismo complaciente; un laborismo avergonzado que busca mitigar las contradicciones del capital para impulsar su crecimiento; en resumen, el objetivo es “democratizar el capital”, un proyecto interclasista con una retórica cuasi-obrerista.
“¡Es ciencia, no ideología!”, defiende Yolanda Díaz con orgullo. ¡La cientificidad de la economía (ritmos productivos) frente a la emotividad de los trabajadores (ideología)! El “le voy a dar un dato”
Hasta  el momento, las medidas que se han implementado, y de las que más se  enorgullecen, como la subida del Salario Mínimo Interprofesional  (atribuyéndose el mérito de la gran subida de enero de 2019, cuando  ni siquiera estaban en el gobierno) o la subida de las prestaciones  sociales, están condicionadas o integradas en un discurso favorable  a la rentabilidad y que es compatible con las necesidades del  mercado, algo que se da por sentado. La acción práctica en la  ejecución de estas políticas está basada en el pacto y consenso  con la patronal. Evidenciando, además, cierto desinterés concreto  hacia las políticas que se quedan fuera del ámbito laboralista  (como las políticas feminista o queer). Esta es la victoria del mal  llamado “diálogo social”; el canto interclasista convertido en  virtud. Un papel compartido con las grandes estructuras sindicales  del país: UGT y Comisiones Obreras.
“¡Es  ciencia, no ideología!”, defiende  Yolanda Díaz con orgullo. ¡La cientificidad de la economía (ritmos  productivos) frente a la emotividad de los trabajadores (ideología)!  El “le voy a dar un dato” convertido, irónicamente, en un  mecanismo de reproducción ideológica liberal.
En Podemos dicen haber calado a los de Sumar, les acusan de ser una muleta del PSOE, de ser complacientes con la patronal y de venderse para estar en el gobierno. Pero su naturaleza programática no es muy distinta. En efecto, Podemos es un partido oportunista venido a menos que se ha convertido en una agencia de reciclaje de sus cuadros, cerrando filas en torno a su líderes de forma sectaria, angustiados por haber perdido sus competencias en el gobierno.
Lo frustrante de Podemos (lo cual dice mucho sobre la naturaleza de su proyecto) es que, teniendo ahora total libertad en la oposición, ha renunciado, ya sea por convicción o incapacidad, a construir un nuevo discurso programático amplio que señale las contradicciones sistémicas
Lo  frustrante de Podemos (lo cual dice mucho sobre la naturaleza de su  proyecto) es que, teniendo ahora total libertad en la oposición, ha  renunciado, ya sea por convicción o incapacidad, a construir un  nuevo discurso programático amplio que señale las contradicciones  sistémicas de manera integral, proponiendo un nuevo horizonte de  transformación. En cambio, la crítica sistémica se ha convertido  en una caricatura demagógica y autocomplaciente: reducida a una  parodia contra individuos en concreto y contra aspectos superficiales  del sistema político, relacionados todos ellos con las rencillas  personales de la camarilla del partido.
Por  ejemplo, la crítica contra la industria del mass  media,  y su posición dentro de las formas de reproducción social, queda  circunscrita a una serie de periodistas malévolos al servicio de  empresarios individuales muy avariciosos que odian a Podemos  (Ferreras, Inda, Grupo Prisa, etcétera).
El Estado español, al igual que cualquier otro Estado liberal occidental, es una estructura compleja que opera en diversos ámbitos. Los mecanismos de represión y tácticas de guerra sucia son una realidad arraigada en su funcionamiento. Podemos pasa por alto este hecho, centrándose en denunciar unas “cloacas” propias de un supuesto Estado defectuoso que debe ser saneado y puesto al servicio de la “gente”, una “gente”, por su puesto, que encuentra su mejor representación en la formación morada. Al igual que Sumar, el PSOE o cualquier formación socialdemócrata aspira al control del Estado, entendido este como un ente externo y neutral, capaz de adoptar la dirección ideológica deseada, incluso para mitigar las contradicciones de clase. Una patraña, el Estado es una parte sustancial e inherente a las relaciones de producción capitalistas y uno de los principales respaldos y condiciones de existencia, a través del derecho normativo, del mercado. Uno de los grandes fetiches de la izquierda institucional.
La ruptura ideológica entre Podemos y Sumar, no existe, nunca ha existido. Es una mera manifestación de rencillas personales es un contexto de retroceso electoral adornada por discursos hiperbólicos y populistas
Otra  de las características que ha acompañado a Podemos durante todas  sus etapas es el mesianismo y culto a sus lideres; personificando en  individuos concretos (ya saben, Irene y Pablo) procesos amplios y  contradictorios: desde los cambios en las lógicas políticas del  país (15M, crisis del bipartidismo, crisis constitucional, la salida  del PP del gobierno, etcétera), hasta los cambios coyunturales en la  economía internacional: de la austeridad del ciclo anterior a la  expansión del crédito.
La  ruptura ideológica entre Podemos y Sumar, no existe, nunca ha  existido. Es una mera manifestación de rencillas personales es un  contexto de retroceso electoral adornada por discursos hiperbólicos  y populistas (en la peor acepción del término). Entre la  vergonzante y colaboradora complacencia cool  de los de Sumar y el resentimiento frustrado y quejica de los de  Podemos, están dando la puntilla al desesperante reforzamiento del  papel del PSOE en el Estado.
Tristemente,  uno de los grandes aportes de Podemos (o más bien Unidos/Unidas  Podemos) a la historia reciente de España, y de la que tanto  alardean, es contribuir a echar a Rajoy; es decir, colaborar en la,  aburrida, alternancia bipartidista, vendida como un acontecimiento  trascendental y no como una parte normal y poco emocionante del  sistema político español. Paradójicamente, Podemos cerrará el  círculo contribuyendo (dividiendo el voto en el próximo ciclo  electoral) a la vuelta del PP al gobierno, quizás con Vox sentado en  el Consejo de Ministros, veremos.
Podemos se encamina hacia la desaparición y hacia la irrelevancia. Su estrategia actual parece centrarse en mantener su presencia en Canal Red, una plataforma mediática que sirve, principalmente, como salida profesional para Iglesias. Un medio, por cierto, que se ha quedado vendido y subordinado al perfil tóxico y agresivo que han cultivado en las redes sociales, al cual ahora están atados para mantener la viabilidad económica de un proyecto mediático que está potencialmente muerto. El juego de amigo-enemigo tan simplista y caricaturesco que no se cansan de promover, probablemente se les volverá en su contra más temprano que tarde.
El PSOE es esa gran fuerza capaz de presentarse como vanguardia progresista que avanza inexorablemente en la conquista de derechos y, a la vez, como el gran dique de contención constitucional frente a cualquier idea, formal o sustancial, que huela a socialismo
Por  su parte, Sumar es posible que pierda las competencias  gubernamentales en el próximo ciclo electoral, abocado gradualmente  a ocupar el espacio testimonial que tenía IU durante el interregno  entre 2000 y 2015. Esto continuará hasta que, inevitablemente, la  carrera política de Díaz llegue a su fin y el espacio parlamentario  a la izquierda del PSOE experimente su enésima recomposición en  torno a la oposición a un gobierno del PP-VOX, el cual se verá en  términos hiperbólicos y acabará capitalizado, como siempre, por el  PSOE.
Ay, el PSOE. Un par de apuntes sobre el PSOE. El PSOE es esa gran fuerza capaz de presentarse como vanguardia progresista que avanza inexorablemente en la conquista de derechos y, a la vez, como el gran dique de contención constitucional frente a cualquier idea, formal o sustancial, que huela a socialismo. El destino del régimen del 78 y del PSOE están entrelazados, no puede desaparecer uno sin el otro.
Pedro  Sánchez, por su parte, ha acumulado un considerable capital  político, el cual dedica un gran esfuerzo y energía a cuidar su  imagen y su proyección mediática. Sin embargo, este capital  político, que le dota de cierta capacidad para poder abordar  proyectos de transformación significativa del marco constitucional,  está desaprovechado. Solo la ley amnistía está tocando los  cimientos del Estado, y nada más que por necesidad, no por  convicción. Se debió aprobar hace años y sin la presión de una  formación conservadora y elitista como Junts.
Más allá de la imagen que Sánchez proyecta (sobre todo entre los jóvenes progresistas), es una figura oportunista que va dando bandazos según convenga. Aunque aparenta gran dedicación al cuidado de su dicción y de su retórica, su discurso es impostado y carente de carisma. La relativa popularidad y simpatía que Sánchez es capaz de generar queda desechada por su forma cobarde, moderada y liberal de entender la política. Es un líder que, a pesar de no tener convicciones ideológicas claras, se inscribe dentro de las coordenadas propias de la tercera vía, más cercano a un Macron que a un Corbyn, algo que parece que muchos olvidan.
La izquierda debe aprender a mirar más allá de los ciclos electorales, especialmente cuando estos, al menos en España, solo refuerzan al bipartidismo clásico, lo que conduce a la consolidación del modelo constitucional del 78
En  fin, seré franco. El “gobierno más progresista de la historia”,  ya sea por acción u omisión, es responsable directo e indirecto del  fortalecimiento de la OTAN, de las acciones genocidas de Israel en  Gaza (por mucha sandía en la solapa que se pongan los de Díaz), y  de reforzar la Ley Mordaza y otros elementos del aparato represivo  del Estado, como la llamada “fortaleza sur de Europa” (en el caso  español: las vallas de Ceuta y Melilla). Por su parte, Podemos, en  su indecencia máxima, es capaz de denunciar la situación en Gaza y,  al mismo tiempo, colocarse en el papel de víctima (“¡nos  echaron del gobierno por denunciar cosas como estas!”), siendo  ellos partícipes del anterior gobierno y responsables, con sus votos  a favor, de los aumentos en el gasto militar del Estado en los  últimos tiempos. Que no se olvide.
Más  allá del chantaje inherente a la socialdemocracia (“o nosotros  o el fascismo”), que solo sirve como narrativa legitimadora para  mantenerse en el gobierno, la llegada del PP al poder es solo  cuestión de tiempo, y no será tan dramática como la pintan (o por  lo menos no mucho más dramática que la acción del gobierno  actual). Tan terrible es un gobierno del PP con VOX como el “gobierno  social-comunista con tendencias dictatoriales” que la derecha  atribuye al gobierno de Sánchez. Afortunadamente, el peso de la  extrema derecha en España sigue siendo menor que en otros países, y  Vox también enfrenta su propia crisis interna, con una lucha por la  hegemonía entre neoconservadores y alt-righters que está  erosionando las expectativas electorales de la formación verde a  medio plazo.
La izquierda debe aprender a mirar más allá de los ciclos electorales, especialmente cuando estos, al menos en España, solo refuerzan al bipartidismo clásico, lo que conduce a la consolidación del modelo constitucional del 78 y de las lógicas de producción capitalistas en las que está inmerso, por supuesto.
La política institucional tiene cabida, y debe ser un campo de batalla, por supuesto, pero en su justa medida y sin caer en la obnubilación y envenenamiento propios de su naturaleza y lógicas internas
Frente  a esto: hay alternativa, siempre la hay. Hay un movimiento palpable  entre los jóvenes de izquierdas; la división dentro de las  juventudes del PCE y el surgimiento del MS son evidencia de ello.  Pero tampoco seré cínico, es posible que todo esto no culmine en un  cambio significativo; el camino hacia la transformación es complejo  y lleno de contradicciones, pero es precisamente en esas  contradicciones donde debemos comenzar a operar conceptualmente.
Entender  la naturaleza de la democracia liberal no implica necesariamente  rechazarla de forma radical, especialmente en contextos coyunturales  tan complejos como el actual. No quiero que se malinterprete mi  posición. Tampoco quiero que en mis palabras, en donde minimizo la  importancia de los ciclos parlamentarios, se perciba una banalización  de los problemas legislativos relacionados con temas sociales, como  la discriminación contra la comunidad LGBTIQ, que enfrenta ataques  desde diversos frentes, incluso desde sectores progresistas. La  reacción avanza en todos los frentes; desde la transfobia cada vez  más endémica hasta el machismo estructural: como se evidencia en la  última  encuesta del CIS sobre igualdad. La política institucional tiene  cabida, y debe ser un campo de batalla, por supuesto, pero en su  justa medida y sin caer en la obnubilación y envenenamiento propios  de su naturaleza y lógicas internas.
La transformación debe ir implicada con los movimientos sociales, no de espaldas ni en hostilidad hacia ellos. Sin embargo, sus límites no deben circunscribirse a los establecidos por las instituciones políticas estatales y la retórica interclasista. Debemos ser capaces de construir nuevas estructuras sociales que funcionen en paralelo y en oposición al Estado mismo. Si bien puede parecer una quimera, el pesimismo social generalizado no sirve como criterio de verdad, sino más bien como una herramienta para cuestionar lo que se da por sentado: el Estado, el mercado, el trabajo y el capital. Quedémonos con eso.
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