Opinión
Torrejón no es un escándalo: es el plan

La privatización sanitaria no busca curar, sino monetizar la enfermedad, convirtiendo a los pacientes en activos financieros y la salud en un lujo. El modelo de negocio es claro: tu vida importa menos que sus márgenes.
Hospital Universitario Torrejón foto
Hospital Universitario de Torrejón. Fuente: RTVE.
11 dic 2025 07:08

El terror completo y absoluto en sus ojos atravesaba la noche como una bengala de auxilio que nadie vería jamás, una llamada de socorro devorada por la oscuridad. El sudor le caía a chorros en oleadas calientes y desiguales; cada espasmo le retorcía las extremidades en ángulos imposibles hasta que su piel se convirtió en un Telesketch tembloroso de moratones, manchas que aparecían y desaparecían como moho acelerado a cámara rápida. Se movían al ritmo del laberinto mugriento de salpicaduras en la moqueta setentera del motel—remolinos color tabaco y naranjas psicodélicos—dibujos que parecían haber cobrado vida por pura mala leche, trepando poco a poco, listos para arrastrarle a cualquier inframundo húmedo y mugriento que aguardara bajo esa fofa cama.

Afuera, el pantano empujaba contra las paredes como si quisiera colarse dentro. El chillido incesante de insectos invisibles, el roce inquietante de algo arrastrándose por el barro y la humedad pegajosa de la noche del norte de Florida espesaban el aire hasta que cada respiración parecía prestada, como si algo con más patas que nosotros ya la hubiera usado. La habitación se encogía. Él se encogía. Él se moría.


Iba y venía de la consciencia, saliendo a la superficie solo lo justo para dejar escapar una frase, una astilla de recuerdo enterrada, arañando su garganta. El veneno agitándose en sus venas retorcía las palabras, pero el ritmo no cambiaba. Un mantra. Una advertencia. Una súplica.

Cada vez que sus labios resecos se movían, yo me inclinaba, lo bastante cerca para sentir el calor febril en mi mejilla, esperando que llamara a su madre o murmurase alguna oración de infancia que le atara a este mundo.

Pero no. Ni de lejos.
Lo único que dijo fue: «No me lleves al hospital.»

Y en esas cinco palabras la ironía grotesca y carnívora de la situación enseñó los dientes. Estábamos en el país más rico del mundo, a un paso de atención médica de primer nivel, viendo a un hombre que había estado trabajando hacía unas horas morir por la picadura de una araña porque no tenía seguro médico y no podía permitirse una noche en urgencias. Sus últimos pensamientos no iban de sobrevivir; iban del terror mayor: vivir lo bastante como para que los cobradores de deudas le encontraran.

Lo que hacía la escena aún más obscena era lo cerca que estaba la salvación. No estábamos en una aldea sin luz. No estábamos en un sitio donde la sanidad fuese un rumor. Estábamos en la América suburbana: centros comerciales gigantes, autopistas de seis carriles y un hospital cuyo aparcamiento costó más que sistemas de salud enteros en medio planeta. Allí, a quince minutos, tenían el antídoto perfecto para una picadura de una araña ermitaña parda. Perfectamente frío. Perfectamente disponible. Perfectamente inútil.

Así que, en vez de atención profesional, le dimos el último antihistamínico polvoriento que llevaba rodando en mi neceser desde la administración Bush. Era como intentar apagar un incendio meando dentro de un vaso.

Y claro, la pregunta flotaba entre nosotros—primero bajito, luego más fuerte con cada espasmo voraz: si se moría, ¿seríamos responsables? ¿Nos podrían denunciar por no entregarlo a su ruina financiera? ¿Ahora era delito no arruinar a un hombre?

Este es el dilema, el milagro americano destilado a su forma más pura y febril: la libertad de elegir entre la muerte y la deuda.

Lo que pasó en aquel motel de Florida no fue una anomalía americana, fue un avance. El tráiler de la película que ahora se proyecta en España bajo títulos seductores como “innovación”, “eficiencia” y “modernización orientada al mercado”.

En las próximas elecciones, los de arriba intentarán dividirnos en cajitas bien ordenadas, como si las etiquetas “derecha” e “izquierda” pudieran contener la rareza inabarcable del ser humano. Nos cortarán como si fuéramos piezas de carne política: “conservador magro”, “liberal veteado”, “centrista alimentado con pasto”. Y nosotros, a mugir obedientes.

Sí, podemos posicionarnos más o menos en un espectro en temas como crucifijos en las aulas, impuestos a los ricos y ultrarricos, cantidades “legalmente tolerables” de plomo en tu agua o si los inmigrantes deben ser tratados como seres humanos en vez de muebles con ruedas. Pero fuera de la anomalía de un país que eligió conscientemente a un delincuente convicto y presunto depredador sexual como jefe de Estado —y luego le pidió si quería postre— el resto del mundo desarrollado ha vivido medio siglo con un par de axiomas claros: totalitarismo = malo, democracias liberales = bueno. Tito, el Tío Enver y Ceaușescu = totalmente pirados. Hitler, Mussolini y Franco = no invitar a cenar. Y entre esos extremos estaba la zona gris donde supuestamente queríamos vivir.

Y en esa zona gris había, durante décadas, espacios sagrados donde quedaba feo que el capitalismo clavara los dientes. La policía y los tribunales debían ser “iguales” para todos, al menos sobre el papel. La educación—sobre todo al principio—era la gran igualadora, la sillita elevadora que daba a cada crío una oportunidad. Y después estaba la sanidad. La idea de lucrarse con la muerte era de mala educación, moralmente repugnante, como presentarse en un funeral con un vestido de novia. Clasificar enfermedades como “oportunidades premium de ingresos” o “pérdidas asumibles” era lo que te mandaba al exilio en algún despacho de caoba en el desierto de FAES.

Y entonces algo cambió. Primero despacio, como el moho extendiéndose detrás del papel pintado. Y sorprendentemente, ni siquiera empezó por la derecha. Gobiernos del PSOE en Andalucía fueron convenciéndose—o engatusados, presionados, seducidos, untados, lo que prefieras—de que se podía ganar pasta con las neumonías. ¡Neumonías! Como si los pulmones de un jubilado fueran de pronto una cartera de inversión diversificada.

Este es el futuro que nos dicen que aplaudamos como “innovador”, “eficiente” y “moderno”. Un futuro donde el hospital no es un refugio, es el monstruo bajo la cama. Pero no el de Pixar. Uno con dientes de hoja de cálculo, ojos de EBITDA y un contrato caritativo grapado en la frente. Un monstruo que mide tu pulso en euros y tu pronóstico en trimestres fiscales.

Pero lo salvaje, la carcajada histérica, es que ni siquiera tenemos que imaginar qué pasa cuando invitas a esta bestia al sistema sanitario. Ya lo sabemos. Los datos están ahí. The Lancet, ese panfleto ultracomunista de guerrilla médica, ya lo advirtió: cuando entregas un sistema público a operadores privados, baja la calidad, se hunde la equidad y los pobres se tiran a la basura como activos que no rinden. Cuando la sanidad es un negocio, las personas son partidas contables, y los enfermos, pasivos tóxicos. España no está siendo advertida. España lo está viviendo.

España no está siendo advertida. España lo está viviendo

En los pasillos mal iluminados del hospital de Torrejón ocurrió algo extraordinario: el monstruo habló. En una grabación filtrada, obra maestra de la sinceridad neoliberal, los ejecutivos de Ribera Salud explicaron el modelo de negocio con la ternura de un buitre explicando su dieta. Hablaron de identificar “procesos no rentables”, de retrasar la atención para maximizar márgenes y, por supuesto, del viejo truco: estirar material “de un solo uso” hasta convertirlo en “uso múltiple”.

Austeridad, pero versión biorriesgo. Fue el “esto no se dice” proclamado a gritos; se podía oír a Milton Friedman aplaudiendo desde la tumba.

¿Y el modelo detrás de todo? Capitación. Un sistema mágico por el cual el hospital cobra una tarifa fija por habitante: cuantos menos pacientes traten, y cuanto más eviten a los caros, más ganan. Una fantasía de eficiencia, si es que tu sueño húmedo es una hoja de cálculo distópica donde el número óptimo de pacientes tratados es cero.

Mientras tanto, las listas de espera crecen, los centros públicos se marchitan y un coro de think tanks insiste en que eso demuestra que “lo público ya no funciona”. ¡Claro que no funciona! Si lo habéis matado de hambre. Lo exprimisteis. Lo dejasteis en la UCI hasta que llegó el capital riesgo con capa y gritando “¡innovación!”

Un sistema mágico por el cual el hospital cobra una tarifa fija por habitante: cuantos menos pacientes traten, y cuanto más eviten a los caros, más ganan

Yo recuerdo cuando podías ver a tu médico de cabecera el mismo día. Ahora la gente espera tanto que no opta a atención médica sino a clasificación arqueológica.

Y aquí, en esta privatización sigilosa y fúngica, es donde la verdadera división izquierda–derecha se revela. No en banderas. No en crucifijos. No en pendientes de perlas ni jerseys sobre los hombros ni promesas nostálgicas de que España será siempre pura, ordenada y homogénea.

La división real es esta: ¿Crees que la sanidad es un derecho humano o una línea de ingresos corporativa?

Porque si tu voto va para la Candidata Sonrisa Bonita que te promete que el jamón seguirá en la mesa y el catalán jamás pisará el aula de infantil, pero en la letra pequeña está la privatización de tu hospital… enhorabuena: has cambiado tu biopsia por nacionalismo y tu quimioterapia por comodidad cultural.

Y, aun así, la gente se escandalizó —¡escandalizada!— cuando estalló lo de Torrejón. Cuando los CEOs hablaban abiertamente de retrasar la atención, de convertir urgencias en centros de beneficio, de reutilizar material médico como si estuvieran aclarando tuppers en el baño de una gasolinera. Se llevaban las manos a la cabeza como si fuera una maldad imprevisible y no la consecuencia lógica—matemática—de un modelo sanitario pensado para el lucro.

Esto es lo que hacen las empresas. Monetizan. Optimizan. Canibalizan todo lo que no esté clavado al suelo. Si eso incluye tus riñones, bueno, los riñones se pueden sustituir. Los márgenes, no.

Así que cuando llegue el día de votar, la pregunta no es si eres de izquierdas o derechas, rojo o azul, nacionalista o globalista. No va de banderas, ni de lenguas, ni del recuerdo edulcorado de una España que solo existe en las postales.

La pregunta es brutalmente simple: ¿Quieres un sistema sanitario o un sistema de facturación? ¿Quieres un médico o un accionista? ¿Quieres tratamiento o una factura? ¿Quieres morirte por la picadura de una araña porque la ambulancia cuesta más que tu coche?

Si quieres saber hacia dónde va nuestra sanidad, no mires los anuncios de campaña. Mira esa habitación de motel en Florida. Ese es el final del partido que quieren que juguemos.

Tras una noche eterna, mi amigo en Florida sobrevivió. Apretó los dientes lo suficiente como para esquivar la bancarrota. Escapó del hospital no por recuperarse, sino por miedo. Y años después, cuando una neumonía grave por fin lo arrastró al sistema que había esquivado toda su vida, la profecía se cumplió: le hicieron un escáner, registraron su tarjeta de crédito, calcularon su estatus de no asegurado y le diagnosticaron un cáncer de pulmón en estadio cuatro antes de mandarle a casa con aspirinas. No había camas para “aprovechados”.

No murió porque la medicina fallara. Murió porque el modelo de negocio funcionó tal y como estaba diseñado.

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