Análisis
Políticas de la muerte: la herida abierta del Mediterráneo

No toda muerte vale lo mismo.La desigualdad de los vivos se convierte en una jerarquía de los muertos, al punto que algunos ni siquiera cuentan.
Caravana Melilla - 11
Acción de la Caravana Abriendo Fronteras 2023. Álvaro Minguito
DIÁSPORAS. Centro de Investigación Migrante para la Interculturalidad
22 ene 2025 07:34

I. Necropolítica

El curso de las políticas de muerte de la Unión Europea es cada vez más cristalino. Las noticias sobre inmigración se han convertido en una continua nota necrológica. El drama recurrente de las muertes en el Mediterráneo arroja un nuevo balance siniestro: 10.457 personas han muerto en su intento de migrar a España en 2024, el año más mortífero desde que se tienen estadísticas al respecto. Señalar esta situación recurrente como un “fracaso” es parte de la trampa, como si los gobiernos implicados se hubieran propuesto evitar alguna vez esas muertes, desplegando los medios necesarios para tal fin. Por el contrario, atendiendo a los objetivos de esta necropolítica en acción, los resultados constituyen un éxito rotundo de las políticas colonialistas del estado español en las últimas décadas.

De hecho, referirse a un fracaso que se viene repitiendo desde hace años como mínimo forzaría al estado a tomar nuevas decisiones, comenzando por la remoción fulminante de los actuales responsables de la gestión de las migraciones (ante una sangría humana que nadie en su sano juicio podría señalar como “imprevisible”) y por un giro político radical en materia de salvataje y protección de personas en riesgo grave de muerte. Apenas hace falta señalar que ninguna de estas medidas se ha producido, ante todo, porque el objetivo prioritario de esas gestiones no es (ni ha sido) evitar la muerte de miles de seres humanos cada año sino reducir al máximo el ingreso de ciertos flujos migratorios considerados “indeseables” (en términos generales, personas procedentes de Medio Oriente y África), tratados como un “sobrante estructural” por parte de los estados europeos.

En el margen
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En síntesis, las muertes en el Mediterráneo no son producto de una imposibilidad real de salvataje o de protección civil sino de una voluntad política abiertamente represiva. Prueba suficiente de que podría actuarse de otro modo es que, de hecho, la Unión Europea ya ha actuado así cuando lo ha valorado conveniente, tal como ha ocurrido con el tratamiento preferencial que ha hecho con las personas desplazadas de Ucrania, concediéndoles protección temporal de forma inmediata. Dichas muertes, pues, no son “tragedias” —inevitables por definición— sino una de las consecuencias más funestas de las políticas migratorias en curso, que incluyen la externalización y militarización de las fronteras europeas. La repetición del abandono, la muerte por goteo que se repite año tras año, es producto de una sumatoria de decisiones gubernamentales que de forma más o menos explícita se plantean con respecto a los flujos migratorios procedentes del Sur global, significados como una amenaza de rostros diversos: en materia laboral, securitaria, identitaria, cultural e incluso sanitaria.

El deseo de ponerse a salvo de miles de seres humanos huyendo de las guerras, la sequía, la hambruna o la persecución ideológica no parecen constituir razones legítimas para la razón de estado. La contribución decisiva de Europa en la producción de esas situaciones, como parte de su política colonial, es ignorada sin más. La historia contemporánea de las migraciones y los desplazamientos forzados es omitida de raíz, como si no hubiera condiciones de producción de las diásporas en masa, producto de los grandes desequilibrios y desigualdades sociales a nivel mundial.

El tratamiento del Otro desde un discurso de excepcionalidad siempre ha sido la antesala para su eliminación

Lo que podría evitarse o mitigarse de forma inequívoca con otras políticas al respecto, no cesa de agravarse en el actual contexto europeo, asediado por el fantasma del racismo y la xenofobia, tanto a nivel social como institucional. La propia Comisión Europea no ha cesado en su empeño de restringir más sus (mal llamadas) “políticas de acogida”, ya de por sí maltrechas. La misma agencia europea Frontex ha sido denunciada desde hace años por escándalos vinculados a numerosas “devoluciones en caliente” de personas migrantes y desplazadas y a la opacidad que ha caracterizado históricamente su mandato. No es sólo que ninguno de los objetivos declarados de Frontex está centrado en el deber de salvataje sino que desde esa agencia se han dado pasos activos en la vulneración de derechos humanos fundamentales. De hecho, a lo largo de su mandato no han cesado de proliferar estas muertes silenciadas de personas huyendo de la desesperación, al punto de haberse normalizado hasta la indiferencia, sin suscitar protestas significativas por parte de la ciudadanía, a excepción de algunos movimientos antirracistas que siguen sosteniendo, en una relación de fuerzas desigual, la exigencia de vías legales y seguras para migrar.

La falta de respuesta social mayoritaria, sin embargo, sigue siendo una respuesta. Que desde hace al menos dos décadas las muertes en el Mediterráneo se cuenten ininterrumpidamente por miles, sin presiones sociales suficientes para modificar en lo más mínimo esta realidad drástica, es síntoma del carácter hegemónico del racismo y la xenofobia, defendidos ya no sólo por grupos neonazis o la extrema derecha sino por la mayoría del arco político, con una base social amplia. El consenso es notable, al punto de conducir al actual gobierno español a referirse a la inmigración, de forma explícita, como un problema de seguridad, capaz de poner en riesgo la “integridad territorial” del estado español. ¿Cómo interpretar la masacre de Melilla de 2022 sino como la escenificación de ese postulado securitario ante la Unión Europea? El tratamiento del Otro desde un discurso de excepcionalidad siempre ha sido la antesala para su eliminación. La razón homicida del estado, por más discontinua que sea en sus apariciones, no deja de ser continua en sus acciones: mientras presenta su rostro benevolente como “estado de derecho” para una ciudadanía restringida, se comporta como “estado de excepción” para los excluidos de esa ciudadanía.

Un análisis crítico riguroso, pues, exige reformular nuestras conclusiones habituales. La pérdida reiterada de seres humanos que se producen cada año intentando arribar a costas europeas (particularmente a España, Italia y Grecia) no es un fracaso o una negligencia sino el resultado previsible de una necropolítica que plantea sin más que esas vidas no importan en absoluto. Incluso si evitamos homogeneizar lo social, tampoco las sociedades europeas se han movilizado de forma masiva para exigir el cambio de esas políticas. Lo que es peor: dichas sociedades están legitimando mayoritariamente esas políticas, lo que permite presagiar un drama colectivo que seguirá agravándose en un futuro inmediato.

II. Sobre el sufrimiento inmensurable

El tratamiento mediático marginal de estas muertes, puestas a distancia, sin imágenes concretas que encarnen el drama del naufragio o la desaparición, contribuye a su normalización. Detrás de las cifras vaciadas de sentido, despojadas de su significación en términos de sufrimiento inmensurable, lo que se esconde es la indiferencia circundante con respecto a la muerte real de una cantidad ingente de personas sometidas a la vulneración sistemática de sus derechos.

En efecto, no toda muerte vale lo mismo. La desigualdad de los vivos se convierte en una jerarquía de los muertos, al punto que algunos ni siquiera cuentan. La contabilidad de lo desaparecido es, a todos los efectos, imprecisa. La magnitud del desastre es, con toda seguridad, mayor de la imaginada. De hecho, la información disponible señala que en los últimos diez años sólo en el Mediterráneo han muerto más de 31.178 personas en tránsito. Se trata de “estimaciones mínimas” tal como se señala de forma explícita en el “Proyecto de Migrantes Desaparecidos” [Missing Migrants Project] de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Opinión
Opinión Una Europa cada año más mortífera y deshumanizada
10.457 sueños, historias, caminos y vidas fueron arrebatadas por las fronteras españolas en el año 2024 según la ONG Caminando Fronteras.

Aunque esas estimaciones mínimas sean necesarias, no deja de ser indicativo que hasta la propia contabilidad del desastre tenga baja prioridad para los gobiernos europeos y, particularmente, para las políticas de conocimiento especializadas. De hecho, entre el cálculo estimativo de la organización Caminando Fronteras (que eleva a más de 10.000 los fallecidos en el Mediterráneo) y el recuento de Unicef (que reduce esa cifra a 2.200), hay una diferencia ostensible relevante, ya indicativa del carácter fragmentario e impreciso de los datos de los que se dispone.

Semejante insuficiencia informativa tampoco resulta sorprendente. Puesto que desde la perspectiva oficial esas muertes no importan, los instrumentos de medición de esas muertes importan menos aún. La propia cobertura de este desastre repetido es mínima, en consonancia con una cultura política que ha legitimado la desaparición constante de miles de seres humanos en las puertas de un continente que, a la vez que se representa como defensor inquebrantable de los derechos humanos, no cesa de pisotearlos cuando se trata de los otros.

Las preguntas insisten: ¿qué impide cambiar una política que sigue permitiendo estas muertes evitables? ¿En qué sentido podemos imaginar una Unión Europea libre de colonialismo cuando la voluntad política dominante no es otra que continuar construyendo categorías de seres humanos excluidos del derecho? ¿Cómo no denunciar su cinismo cuando sus presuntos “compromisos” con una humanidad desaparecida se convierten en la práctica en compromiso real con la barbarie? En un plano más particularizado, ¿qué responsabilidad cabe reclamar para las ciencias sociales —y las instituciones académicas nacionales y comunitarias implicadas— ante esta catástrofe? ¿Cómo no exigir a nivel público una política crítica de investigación, capaz de documentar, interpretar y cuestionar la repetición de una catástrofe social evitable?

III. Una política de estado

Puesto que el desastre repetido es efecto de una política de estado, los llamados a la solidaridad ciudadana son a todas luces insuficientes. El desentendimiento de los “estados de bienestar” de este sufrimiento inmensurable (no sólo de las personas damnificadas de forma directa sino de sus entornos sociales y familiares) muestra a las claras que hasta el propio bienestar está cercado, confinado en una comunidad nacional territorialmente restringida.

Las conclusiones que cabe extraer de este señalamiento son al menos cuádruples:

1) tal como han funcionado históricamente los estados benefactores europeos a partir de la postguerra no sólo no han operado en un sentido universalista sino, por el contrario, se han movido hacia una creciente restricción de los derechos de ciudadanía de las personas migrantes y refugiadas, a pesar de todas sus declaraciones “liberales” de defensa de los derechos humanos;

2) esta condición inherentemente dual del estado ha permitido que éste opere de forma simultánea como “estado de derecho” y como “estado de excepción”, según la masa poblacional con la que trate, especialmente a partir del reconocimiento o negación jurídica de la ciudadanía;

3) esta doble cara del estado explica el hecho contradictorio de que el mismo estado que promulga leyes que penalizan el racismo y la xenofobia sea al mismo tiempo un agente institucional que se exime de cumplir esas leyes, como ocurre con las prácticas policiales basadas en identificaciones raciales o étnicas, el mantenimiento de los Centros de Internamiento de Extranjeros o la Ley de extranjería vigente, por no hacer referencia a la discriminación de las personas migrantes y refugiadas en el sector público basada en la actual ley del funcionariado o a las políticas públicas de empleo que potencian el confinamiento y sectorización laboral de las personas migrantes (con independencia a su cualificación profesional), tolerando simultáneamente la pervivencia de una economía sumergida productora de mano de obra barata y servicial; y

4) semejante política de estado no está centrada en el cierre total de fronteras —a todas luces inviable— sino en regular los ingresos en función de las necesidades flotantes de mano de obra del mercado de trabajo y, en general, de la economía capitalista de los países metropolitanos, sin que ello implique reconocimiento de derechos colectivos o mejoras en materia laboral.

Incluso si se escenifica una diferencia ideológica en el arco parlamentario, los gestos políticos más o menos oportunistas no constituyen una política de estado diferente. La catástrofe repetida en las últimas décadas desmiente la idea de variaciones cualitativas significativas al respecto. La muerte sistemática de quienes intentan arribar al continente europeo por costa es una consecuencia previsible de una política de estado centrada en la represión de los flujos migratorios procedentes del Sur, aun si eso supone la muerte continua de miles de personas. Considerando el negocio billonario que se produce en torno a la vigilancia fronteriza y a las políticas de control migratorio, las vidas perdidas valen menos que los negocios a los que dan lugar.

IV. Es la ideología estúpido

La paradoja que enfrenta Europa ahora mismo no es otra que pretender blindarse de las migraciones cuando más las necesita para sostenerse tanto en una dimensión económica como a nivel demográfico. A pesar de la lógica instrumentalista con la que la Unión Europea históricamente ha gestionado las migraciones, desconociendo de forma regular al otro como sujeto de derecho, la primacía de lo ideológico en la coyuntura del presente es cuando menos llamativa: la cruzada xenófoba y racista que la Unión Europea ha potenciado resulta completamente contraria a sus intereses económicos más básicos, incluyendo la importancia de las migraciones en el sostenimiento de sus enflaquecidos estados de bienestar (sostenibilidad de las pensiones, diversificación del mercado laboral, rejuvenecimiento poblacional, ampliación de la población activa, aportación tributaria, etc.).

Solamente por limitarnos al caso español, la constatación de partida es sencilla: en determinados sectores económicos, no hay suficiente mano de obra local para satisfacer las demandas de personal. No es sólo que las personas migrantes y refugiadas realizan trabajos socialmente indeseados, en condiciones de precariedad, confinados en sectores económicos intensivos y con alta temporalidad. Es que sin esas personas el mercado de trabajo sería más deficiente aún, planteándose serios problemas de sustentabilidad económica a mediano y largo plazo.

Las políticas xenófobas y racistas, aunque movilizan negocios millonarios, ponen en jaque la propia subsistencia y competitividad de las economías locales

Así, incluso desde la miopía de un prisma puramente económico, el carácter positivo de las migraciones es innegable, en tanto permite cubrir puestos de difícil cobertura y atender la escasez de trabajadore/as en determinados sectores. Las políticas xenófobas y racistas, aunque movilizan negocios millonarios, ponen en jaque la propia subsistencia y competitividad de las economías locales, no sólo por no tener trabajadores suficientes para atender sus demandas de bienes y servicios sino también para afrontar un futuro compartido en sociedades crecientemente diversas (12).

Por tanto, la exigencia de taponar las migraciones procedentes del Sur obedece a determinados prejuicios ideológicos que la derecha ha extendido de forma transversal, comenzando por su agresivo nacionalismo, su racismo abierto (en particular, su islamofobia declarada) y su clasismo implícito. En un plano de análisis más inmediato, antes que simple irracionalidad sistémica, lo que explica el rechazo creciente a dichas migraciones no puede ser nada diferente a un cierto cálculo partidista que dotaría dicho rechazo, en las coordenadas internas de esos discursos, de cierta “racionalidad política”: aquella que compite por un electorado cada vez más escorado a la derecha, demandante de políticas xenófobas y racistas como marco exigido de relación con los demás. En esta situación, es previsible que incluso partidos políticos tradicionalmente considerados “progresistas” compitan por capturar a la masa de votantes en la red retórica del discurso anti-migratorio, aun cuando esa competencia desdibuje sus identidades partidarias y las haga indiscernibles con respecto a sus supuestos antagonistas.

V. La muerte por abandono

La repetición de la muerte por abandono, sin la adopción de medidas urgentes y factibles para evitar este holocausto silencioso, pone en evidencia el vínculo colonial que mantienen los estados europeos con los países del Sur. Si por una parte requieren de sus recursos estratégicos (que obtienen por medios diferentes, incluyendo guerras periódicas y expolio sistémico), por otra parte, no pueden más que recelar de la ciudadanía de dichos países: aunque las necesita de forma selectiva para su propio provecho, uno de sus legados coloniales más persistentes es el desprecio soberano por ese otro al que se sobreexplota sin miramientos.

La “tolerancia europea” significa sin más cierta porosidad de sus fronteras para cubrir sus necesidades internas de fuerza de trabajo sin que ello suponga atender una exigencia de igualdad o un reclamo de justicia. Los “tolerados” no pueden ser más que personas migrantes mermadas en derechos, sometidas a una política de amenaza en la que la muerte aparece como uno de los elementos regulares para su disciplinamiento. Si la migración legal para sujetos profesionales altamente “cualificados” es bienvenida, la migración irregular para sujetos laborales aparentemente “poco cualificados” o “no cualificados” es su contracara. Para el primer grupo, el “libre mercado” se manifiesta como una oportunidad de movilidad internacional; para el otro grupo, la “economía de mercado” se transforma en el espacio de numerosas dificultades para convertir la movilidad en una oportunidad real. Dentro de esas numerosas dificultades se sitúa la tentativa de acceder a suelo europeo, poniendo en juego la propia vida. Podría decirse, en este sentido, que la “tolerancia europea” no es sino la admisión tácita de contingentes de seres humanos perseguidos y empobrecidos que han superado la prueba del Mediterráneo, aunque se trate de una admisión subordinada a los imperativos de un mercado laboral fluctuante.

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No cabe duda que cuanto más infle la burbuja del miedo al otro, la Unión Europea más adoptará un enfoque securitario con respecto a los desplazamientos procedentes del Sur. Ese miedo, en verdad, no es más que un pretexto para retacear los derechos de esos otros, sometiéndolos a una dinámica jerárquica y desigual en la que el riesgo de muerte es la encrucijada que se debe atravesar para intentar ponerse a salvo. La “causa” invocada, sin embargo, no es más que una falacia. Si hay que temer algo es, más bien, a esa Unión Europea que no sólo constituye una aliada fundamental del capitalismo globalizado sino un socio imprescindible para el fascismo que se cierne a escala planetaria. Precisamente porque otra Europa es posible, no podemos conformarnos con la actual gobernanza europea, encaminada a la criminalización de las migraciones del Sur y a ahondar en un blindaje colonial que, sin inmutarse, condena a muerte a miles de seres humanos cada año.

Aunque no hay ninguna razón para ser optimista al respecto, sin una articulación efectiva de las luchas antirracistas y de los movimientos sociales que las sostienen, la historia de las migraciones en las próximas décadas en Europa se escribirá sobre el trasfondo de este abandono institucional. La crisis de la modernidad es también declive de un ideal de humanidad compartido. Los parias del mundo seguirán deambulando en esa zona de indiferencia donde, literalmente, no cabe esperar ninguna salvación.

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