Opinión
La pandemia ciberfetichista

Es un error afrontar el debate de la digitalización en clave de antiguo o moderno, de lentitud o velocidad. Estamos ante unos modelos sociales, económicos, culturales y políticos en disputa, y no ante el resultado de un progreso unívoco. Ministros y gurús de la educación alaban la panacea de la formación online sin mayor debate que si los alumnos tienen o no acceso. Mientras el teletrabajo supone la colonización silenciosa que hace de nuestra cotidianeidad.

27 abr 2020 16:10

Unas de las distopías más logradas que conozco es la película El Dormilón, filmada por Woody Allen en 1973. Cuenta la historia de Miles Monroe, que despierta en el año 2174 tras dos siglos de adormecimiento y se encuentra el mundo bastante cambiado, gobernado por una tecnocracia que todo lo controla a través de “reprogramaciones mentales electrónicas.” El futuro según El Dormilón no es negro, no hay alienígenas ni el fondo es nebuloso. Por el contrario, es mundo seguro, limpio, aséptico, blanco y claro, donde huele bien, reina la disciplina y el personal pasa sus días entretenido en múltiples bagatelas, tal y como imaginara el también certero Aldous Huxley en Un mundo feliz.

Llevamos más de un mes de confinamiento con un teléfono móvil y la incertidumbre por bandera, consumiendo incesantemente noticias elogiosas con la conversión digital que viene. Ministros y gurús de la educación alaban la panacea de la formación online sin mayor debate que si los alumnos tienen o no acceso a Internet o un ordenador personal en casa, obviando que el problema de fondo es que la formación online, con o sin coronavirus, no funciona. A nadie se le escapa que los centros de enseñanza privados online que han proliferado en la última década no son más que empresas expendedoras de títulos. En cambio, las voces de los “expertos” coinciden en señalar las bonanzas de la digitalización, ocultando, quizá con el ánimo de coser las heridas de estas crisis, que si la formación online falla no es principalmente porque los alumnos no tengan Internet, sino porque el país está paralizado, las familias están encerradas en sus casas, desesperadas, y porque delante de un teléfono o un ordenador no es posible educar satisfactoriamente.

La clave no está en si se tiene o no red, sino en si se tiene o no criterio y conocimiento para discernir, para separar la paja del grano

La educación es vivencial y presencial, así ha funcionado durante milenios y todo lo que se salga de esto debería evaluarse, al menos por prudencia, en el ámbito de las quimeras. Por eso mismo sorprende que Manuel Castells desde el Ministerio insista en que en la mayoría de las casas hay capacidad tecnológica para las clases virtuales, cuando el gran reto de nuestro tiempo, tal y como él mismo ha desarrollado en su obra académica, es gestionar la marabunta de información, digerir o comprender algo en la infinitud. Y para ello la clave no está en si se tiene o no red, sino en si se tiene o no criterio y conocimiento para discernir, para separar la paja del grano.

El mantra de la virtualidad ha alcanzado también a la asistencia médica y no son pocos los “expertos” que vaticinan la implementación de la atención, como si se pudiera escuchar, atender o curar a través del teléfono. Estos proyectos esconden otros intereses menos confesables que ya hemos experimentado con las compañías telefónicas: la virtualidad frustra, pues desaparece el intermediario físico al que acudir a pedir ayuda o a reivindicar condiciones contractuales. Una serie de códigos telefónicos nos conducen por un laberinto que la mayor parte de las veces no soluciona nuestra duda. La persona que te atiende al otro lado del teléfono, con un breve manual abierto sobre su pantalla, tiene poca o ninguna idea sobre el problema que le planteas y suele estar a miles de kilómetros de distancia y con unas condiciones laborales miserables. Ni la peor de las pandemias justifica que, cuando todo esto pase, deslocalicemos la atención primaria en un call center de diagnóstico.

El mantra de la virtualidad ha alcanzado también la asistencia médica. Ni la peor de las pandemias justifica que, cuando todo esto pase, deslocalicemos la atención primaria en un call center de diagnóstico

A los escépticos con todos estos cambios se nos dice que “hay que adaptarse a los tiempos”, como si fueran una escatología imposible de eludir, el signo de una época a la que debemos gratitud, una especie de regalo bíblico cuya oposición es de carcas, además de inútil. De fondo estamos ante un conflicto entre modelos sistémicos con intereses específicos. La virtualidad no es una fuerza civilizadora impersonal, sino que está liderada por personas, empresas, políticas y múltiples intereses, cuya implantación se hará por unos cauces que dependerán de nuestra capacidad colectiva de resistencia, o al menos, de negociación para evitar la conversión de nuestro horizonte laboral en un masivo call center con un puñado de grandes distribuidores poniéndonos en la puerta píldoras de felicidad consumista. No se trata de ir en contra de los tiempos –de hecho, es imposible-, sino de evitar que el tsunami digital arrase todas nuestras estructuras básicas, que si ya eran precarias van a quedar como el reducto anticuado de un mundo que afortunadamente pasó.

Lo cierto es que el proceso no es novedoso. Cuando despertamos, Amazon y las compras online ya estaban aquí, engullendo negocios y devaluando el trabajo en nombre del leviatán digital, pantalla que esconde otro proceso no menos perceptible de concentración de la riqueza de los grandes emporios tecnológicos. Llevamos años asimilando las bonanzas de la transformación digital, le ponemos su nombre a ministerios y confiamos en ella nuestra prosperidad, el cuidado de nuestros hijos y nuestra salud, con resultados por el momento bastante contradictorios. Periodistas, escritores, artistas o jóvenes en busca de sustento a través de lanzaderas y startups, ya han probado los riegos de la gratuidad del trabajo y su ofrecimiento en redes sociales, y también han experimentado que el entusiasmo, el prestigio o los retweets no sirven para realizar la compra en el super ni para pagar la hipoteca o los recibos de la luz. Las soluciones virtuales que algunos profesionales están encontrando estos días pueden suponerles a la larga un suicidio programado.

Las soluciones virtuales que algunos profesionales están encontrando estos días pueden suponerles a la larga un suicidio programado

Quizá cuando el confinamiento acabe todas estas odas a la virtualidad queden en nada, superadas por una fuerza instintiva que nos lleve a juntarnos físicamente. Quizá es solo una problemática magnificada por la sobreinformación y la sobreexcitación digital, o una de las profecías propagandísticas de los ciberfetichistas. En cualquier caso, tranquilizaría si se explicitase que la enseñanza, la sanidad o el teletrabajo indiscriminado online han sido decisiones desesperadas en momentos críticos, pero inapropiadas en cualquier otro contexto.

César Rendueles explica en Sociofobia cómo la ciberutopía nos desconecta de nuestras necesidades básicas y quiebra los vínculos y sistemas de protección, así como las expectativas políticas. Y lo hace con la fuerza de una fe inquebrantable en que el mundo virtual nos llevará a mejores puertos.

Los luditas y mecanoclastas del siglo XIX, protagonistas reactivos y olvidados de la revolución industrial, no se oponían específicamente a la tecnología, sino a las transformaciones socioeconómicas y culturales que estaba provocando situar las máquinas en el centro de la toma de decisiones. Con el paso de los años, el propio sistema ha ido integrando alguna de las críticas al positivismo industrial que hicieron, eso sí, después de que millones de personas se vieran abocadas a la miseria.

Solo podremos domar la “revolución tecnológica” de alguna manera si comenzamos a cuestionar sus relatos idealizados

La gran transformación del mundo capitalista que tan bien identificara Karl Polanyi no fue el resultado de la revolución científica y tecnológica, tal y como explica la tradición liberal, sino que antes fue necesario un cambio social y cultural que a través de la privatización de tierras del común desplazó a millones de personas del mundo a suburbios de ciudades que, posteriormente, y valiéndose de esa mano de obra barata y desesperada, se convirtieron en centros industriales. Qué duda cabe que la revolución tecnológica en la que nos encontramos se está asentado en otra gran transformación, cuyas consecuencias más perjudiciales están siendo obviadas para no afear el discurso ciberfetichista, y que solo podremos domarla de alguna manera si comenzamos a cuestionar sus relatos idealizados.

Uno de los argumentos favorables más recurrentes de la sociedad digital es que “ahorra tiempo”, como si este fuera un bien que se pudiera acumular. Sin embargo, cada día está más generalizada la percepción de la escasez de tiempo, la necesidad de prolongar las horas para cumplir tareas y objetivos que en muchos casos vienen demandados por la propia conexión digital. Internet genera unas necesidades de atención y actualización constante que consumen más tiempo del que prometen ahorrar. Desde que tenemos Internet en el bolsillo, no hay ningún indicio que permita señalar que hemos “ganado” tiempo.

El principal problema del teletrabajo es la colonización silenciosa que hace de nuestra cotidianeidad. Se hace imposible diferenciar el tiempo de trabajo del tiempo de ocio

Carlos Skliar en Como un tren sobre el abismo o contra toda esta prisa ha destacado que el problema del teletrabajo es la colonización silenciosa que hace de nuestra cotidianeidad, hasta el punto de que con los dispositivos y el WIFI conectados se hace imposible diferenciar el tiempo de trabajo del tiempo de ocio. La conexión ocupa todo el tiempo sin más objetivo que la propia conexión, convirtiendo la herramienta en un fin en sí misma.

En definitiva, es un error afrontar el debate de la digitalización en clave de antiguo o moderno, de lentitud o velocidad. Estamos ante unos modelos sociales, económicos, culturales y políticos en disputa, y no ante el resultado de un progreso unívoco ni el sino de unos tiempos que imponen, de manera anónima y por la propia fuerza de sus ventajas, la utopía digital. El debate, aunque no se exprese en estos términos, sigue estando en el tejado de los derechos sociales, de las condiciones de vida y de los mecanismos de legitimación del poder. No se trata de ir contra el paradigma tecnológico, sino de asumir que cambiará nuestras vidas en una dirección incierta. Si partimos de esa incertidumbre negociaremos en una mejor posición sus transformaciones.

Nos disponemos a cruzar un océano desconocido siguiendo ciegamente a unos profetas treintañeros de Silicon Valley, ¿qué puede salir mal?

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