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Los discursos de las derechas radicales empiezan a tener un hueco por estas tierras. No debería extrañarnos: en términos históricos, toda democracia liberal, incluida la vasca, alberga en su seno una variante nítidamente supremacista y colonial dispuesta a activarse. ¿Cuándo? Cada vez que el régimen de acumulación capitalista se enfrenta a una crisis estructural. Entonces es el momento de los chivos expiatorios y del disciplinamiento duro del trabajo: o sea, la hora de extender a la población civil de las metrópolis occidentales las políticas que se imponen al resto del planeta.
Por otra parte, ¿cuál sería la responsabilidad estrictamente de cosecha propia, en la gestación e impulso de este ecosistema racista en ascenso? En términos ideológicos, cualquier proyecto de construcción nacional pasa por caracterizar qué sujetos forman parte de la comunidad y cuáles están desafiliados, también en el caso de los pueblos sin estado; la nación necesita una otredad inasimilable que dé coherencia y sentido a quienes la integran. Pero, más allá de la filosofía política, conviene detenerse en los arreglos que la colaboración de clases ha producido durante las últimas tres décadas: ¿en qué medida han sentado las bases para el despegue del racismo? ¿Cómo impugnarlos?
La estrategia del capital pasa por aislar al proletariado migrante, arrinconándolo en ámbitos laborales mal pagados y segregándolo en la vivienda y la educación
La estructura de las clases subalternas en nuestro país está hojaldrada en tres capas, al modo de la economía española: una generación nativa que disfrutará de los pactos de la Transición hasta el final de sus días; el mix de sectores autóctonos populares, clases medias precarizadas y juventudes en proceso de desclasamiento; y el nuevo proletariado migrante. Cada una necesita de las que tiene debajo para reproducir sus condiciones de vida. Cualquier agenda social, sindical o política cuyo centro de gravedad no se sitúe en el corazón de la clase obrera representada por la inmigración es un camino que conduce a la guerra entre pobres y a la derechización general, como ya ocurre en Europa.
La estrategia del capital pasa por aislar al proletariado migrante, arrinconándolo en ámbitos laborales mal pagados (cuidados, logística, construcción y oficios, hostelería, agricultura y ganadería) y segregándolo en la educación y la vivienda. Y aquí sí que la izquierda es responsable del ascenso del racismo, por su doble renuncia a: un modelo educativo eminentemente público y con un reparto equitativo de la inmigración en los centros; y a una nacionalización de la política de vivienda que fiscalice o expropie los inmuebles vacíos, prohíba los pisos turísticos y lleve a cabo una promoción inmobiliaria íntegramente pública.
Gran parte de nuestro territorio cuenta con rentas per cápita un poco más altas que las del Sur de Europa, pero se han desarrollado sistemas públicos y estructuras sociales jerarquizadas que son fuente de opresiones y desigualdades profundas. No abordar de raíz las condiciones materiales que las favorecen en educación y vivienda conduce a reproducirlas con más fuerza y, en esta coyuntura, abre las puertas al racismo y al fascismo.
Odio
Discursos de odio El avance del sentido común reaccionario en la migración
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El sistema capitalista necesita la exclusión de las trabajadoras migrantes para su supervivencia. Y las tibias políticas progresistas que critican a la ultraderecha y los discursos de odio pero son totalmente hipócritas, puesto que siguen sosteniendo estructuras económicas y políticas que los alimentan. Desde luego que estas muestras de odio hacia migrantesno son espontáneos ni desviaciones accidentales dentro del sistema... Son expresiones funcionales a la lógica capitalista y cuando este sistema se tambalea, necesita fracturar la solidaridad entre las clases populares y reforzar su dominio mediante mecanismos de exclusión y violencia.