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La semana política
De repente, la guerra
En el camino hacia el desastre nos encontramos en el disparate. En las últimas horas, hemos visto a las redes sociales, ese escenario aumentado de una guerra cultural que tal vez no se produciría sin ellas, estallar en una conflagración imbécil que tiene como causa, lejana pero causa, la invasión imperialista de Putin en Ucrania. De poco sirve recordar que esa conflagración seguía a otra, la guerra interna del PP, que seguía a otra, que seguía a otra. La guerra en miniatura es un continuo para nosotros, la pecera en la que muchos nos sentimos importantes (o evitamos reconocernos impotentes).
No hacen falta muchas credenciales para participar. Con suerte, uno escribió un artículo. Aquél sabe citar a Halford Mackinder y su teoría de la plataforma euroasiática. Aquélla vivió en Kiev y el otro leyó Limónov, de Emmanuel Carrère, en la playa, durante un verano delicioso. Otro no tiene ni idea de qué pasaba en su urbanización hace solo cinco minutos, pero sabe que lo importante no es ni siquiera escoger un bando, sino atribuir una serie de ideas intolerables a una masa formada por individuos igual de perdidos que uno. La duda y el derecho a la equivocación quedan suspendidos virtualmente.
Los pacifistas españoles no matan ucranianos con su equidistancia, a los ucranianos los están matando armas fabricadas en España
Por supuesto, también hay trabajadoras y expertas, e incluso entre éstas las hay que no quieren añadir más ruido o demostrar todo lo que saben y prefieren ordenar sus ideas antes de emitir un juicio relámpago. O emiten un juicio relámpago en voz baja: “no soy experta”, dicen las expertas, normalmente las mujeres, a las preguntas de los periodistas.
La ceremonia sigue, ajena a esos fogonazos de lucidez que forman parte del torbellino. Sin reparar en los agentes y hooligans del Kremlin, que intoxican las concentraciones contra la guerra convocando a favor de la guerra de Putin, y ajena al hecho de que existe un consenso acrítico que defiende el imperialismo estadounidense como si la historia nunca hubiera pasado.
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La catástrofe se cierne y, como en una coreografía, todos, hasta los expertos, deben realizar un movimiento, aunque no sepamos exactamente hacia dónde. Es un enfrentamiento entre espectadores impotentes.
Debajo de estas líneas hay otro de esos movimientos ejecutados desde la impotencia.
Segunda parte: no a la guerra
Una pequeña refriega en la batalla cultural cotidiana se produce en torno al viejo lema “No a la guerra”. Un crimen que no se perdona en Twitter es ser naif. “No a la guerra” es un lema equidistante, dicen, que no está a la altura de las exigencias de sofisticación intelectual en la guerra en miniatura que libramos. El no a la guerra es un sí implícito a la guerra de Putin y eso nos debe avergonzar a quienes defendemos la vigencia de ese lema en el momento en que la población de Ucrania necesita una fuerza que choque contra los tanques rusos.
Ninguna de las plataformas pacifistas del país ha escatimado condenas hacia la agresión imperialista por parte de Putin. Es más, el mensaje del no a la guerra ha sonado alto y claro en Estados Unidos y Reino Unido, suena en Moscú, San Petersburgo y Berlín. El viejo antimilitarismo —las organizaciones que sostienen el no a la guerra cuando la guerra no es televisada— advierte, sin éxito aparente, de que la lógica de la intervención regeneradora, tan vieja como el siglo XX, está preñada de muerte.
Advirtieron, desde hace meses, de que la retórica de la guerra la OTAN y el de Rusia no pretendía evitar la guerra, sino prepararnos para ella. Que desde hace años condenan el régimen de extrema derecha de Putin, que comparte un plan con Bolsonaro, Salvini y Trump. Recuerdan que, desde 2014, España ha autorizado exportaciones de material militar a Rusia por valor de 68 millones de euros. Los pacifistas españoles no matan ucranianos con su equidistancia, a los ucranianos los están matando armas fabricadas en España cuyas ventas fueron autorizadas por los gobiernos de Rajoy y Sánchez. Transacciones que se cierran en ferias de armas que se celebran sin apenas contestación social, sólo la de los viejos antimilitaristas que defienden con su cuerpo otro de sus lemas: “la guerra empieza aquí”.
Si la historia comienza todos los días es como si no existiese la historia. Por eso, el aviso tal vez llega demasiado pronto: la Alianza Atlántica, es cierto, no intervendrá sobre el terreno. Sin embargo, la historia también dice que es posible detener una intervención de la OTAN antes de que se produzca la legitimación social de un ataque que involucraría a las dos potencias que tienen el 90% del armamento nuclear.
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Así que sí, quizá la advertencia contra una intervención que puede tener lugar llegue demasiado pronto y hoy solo cabe la condena sin ambages de la invasión de Putin, así como la represión al propio pueblo ruso. También de sus amenazas a otros países de la UE, el próximo punto de no retorno de una escalada que amenaza a la humanidad en su conjunto más que ninguna otra guerra por el excedente nuclear acumulado en los dos bandos. La invasión de Ucrania es un crimen contra el derecho internacional, que debe tener consecuencias para sus responsables. Pero las sanciones a Rusia no serán suficientes, no en el corto plazo, y si se prolongan sin un objetivo definido o con uno irrealizable —como que el Gobierno ruso renuncie a controlar el Donbás—, las sanciones se cebarán contra la población civil. Putin ha comenzado la guerra porque ya la había ganado antes de desatarla. Ahora espera negociar en una posición ventajosa. La otra opción es la destrucción mutua.
El “no a la guerra” entonces no es un grito naif, si no una decidida muestra de realismo político. La guerra de Ucrania debe terminar sin dar paso a otra guerra. Desencadenada la catástrofe, la desobediencia civil a la lógica militarista, venga de donde venga, exige proyectar una voz coral que establezca como objetivo común acabar con cualquier política capaz de destruir la vida. La venta de armas, la propia existencia del arsenal nuclear, el militarismo que hoy se ejerce en Ucrania, en Yemen, en Gaza o en Mali, pero también en los mercados, a miles de kilómetros de Kiev, son los primeros objetivos de esta guerra contra la guerra. Ridiculizar al vecino en Twitter porque sigue un instinto tan humano como desear el fin de todos los conflictos armados es la batalla más triste que se puede ganar hoy día.
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En el fondo, todos piensan lo mismo, menos yo: que la vacuna es muy buena.
Y va Juliana y ni explica que Putin es de VOX.
Me voy a hacer estilita.
Si los gobernantes de los países europeos hubiesen querido evitar la guerra, habrían enviado a sus políticos del Parlamento Europeo y a los de la OTAN, a hacer de escudos humanos en todos esos territorios fronterizos con Bielorrusia y la zona del Donbás. Pero "el plan" no era ese..., sino este.