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Medio ambiente
La perspectiva que tendría que cambiarlo todo: lo que podríamos hacer ahora, con valor y urgencia
En teoría no sería necesario, para afrontar lo que viene, creer que el colapso es seguro o muy probable. Bastaría con creer que hay alguna probabilidad, visto como evolucionan las cosas. A quienes creemos que una situación catastrófica es más que probable, nos bastaría con creer que aún hay margen para actuar, para aminorar sus aspectos más dolorosos, para preparar los siguientes pasos. Y que podemos y queremos hacerlo.
No me dirijo a quienes están convencidos de que el colapso es imposible, bien porque consideran que son patrañas ecologistas y/o izquierdistas, bien porque están seguros de que los que mandan lo evitarán tarde o temprano. Espero que los acontecimientos que van a afectarles terminen por convencerles, por su propia fuerza, lo antes posible. Me gustaría más bien dirigirme respetuosamente a quienes piensan que no es necesario hacer nada o que no se puede hacer nada, que no merece la pena, o que aún no es urgente. Mientras más tardemos en poner en pie una movilización suficientemente masiva, menos posibilidades quedarán para cambiar —o modificar algo— el rumbo de este proceso y más catastrófico será el resultado. Esa es la convicción que quiero compartir.
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De qué hablamos cuando hablamos de colapso
Creo que el colapso puede tomar formas muy diversas, tanto en su profundidad —en cuánto de catastrófico, de sufrimiento, traerá consigo—, como en sus tiempos —cuándo empezará o si terminará antes o después—, como en su proceso —cuáles serán sus fases—, como en su extensión —si afectará sobre todo a algunas zonas y menos a otras—. En términos generales podríamos, pienso, decir dos cosas: que afectará más profundamente a las zonas más dependientes del sistema actual— “la ventaja del subdesarrollo”— y que, posiblemente, lo que falle antes y más, independientemente de qué lo precipite, sea lo que más tiene que ver con la globalización y la centralización. Aunque las consecuencias negativas de estos “fallos” se sientan más y sobre todo en las zonas que ya son las más castigadas.
En cualquier caso, el devenir histórico depende del factor humano, esencialmente de las acciones colectivas, y eso lo hace imprevisible —lo que no niega, en modo alguno, la trascendencia de la emergencia climática y del agotamiento de los combustibles fósiles como factor desencadenante—. Es precisamente esa imprevisibilidad la que nos genera inseguridad y nos hace conscientes de nuestra vulnerabilidad. Tal vez por eso, entre otras razones, tendemos a mirar hacia otra parte mientras es posible. Y eso es precisamente lo peligroso, lo que nos hace más susceptibles de colapsar.
Es precisamente esa imprevisibilidad la que nos genera inseguridad y nos hace conscientes de nuestra vulnerabilidad. Tal vez por eso, entre otras razones, tendemos a mirar hacia otra parte mientras es posible. Y eso es precisamente lo peligroso, lo que nos hace más susceptibles de colapsar.
¿Por qué es tan importante actuar ahora? En primer lugar, insisto, porque va a influir en cómo de catastrófico sea el colapso. No estamos hablando de cifras absolutas ni de porcentajes, sino de dolor, de sufrimiento y de muertes. Todo lo que contribuya a aminorar las consecuencias terribles del colapso debería, por tanto, merecernos la pena. En segundo lugar, porque va a influir en cómo será el escenario en el que se dirima el postcolapso. Cómo de poderosos serán los poderosos para seguir —lo vienen haciendo desde la década de los setenta del siglo pasado— implementando “contrarreformas” que conserven o incrementen sus posiciones de privilegio sobre las espaldas de la mayoría de la población (pudiendo llegar incluso a lo que hemos venido en llamar ecofascismo). O cómo de poderosas serán las opciones de las supuestas clases medias (y de las opciones que se apoyen en ellas) para intentar resucitar las condiciones que las han hecho posible (en los países ricos y en la fase de prosperidad) en un intento ilusorio condenado al fracaso. O cómo será de poderoso el pueblo cuando de nuevo, harto de soportar injusticias y sufrimientos, intente, una vez más en la historia, una salida comunitaria, igualitaria, de vida digna, de trabajo cooperativo y con sentido…
Hay tres campos en los que podemos intervenir, en los que necesitamos intervenir y luchar: nuestro modo de vida, nuestra resistencia colectiva y nuestra creación de lo alternativo.
Nuestro modo de vida
En el decidir (y actuar consecuentemente) una y otra vez cómo queremos ser y cómo queremos vivir también se juega el colapso. No somos los autores fundamentales del colapso, porque nuestro papel en el sistema es secundario y subordinado, pero sin nuestra complicidad éste, el sistema, no hubiera podido conducirnos hasta las cercanías de la crisis global, ni podría seguir avanzando hacia el derrumbe.
Se trataría, al menos, de abandonar toda forma de complicidad activa con este sistema jerárquico, depredador, patriarcalista, racista… que nos ha conducido hasta el borde del precipicio y está empeñado en seguir acumulando riquezas y poder. La complicidad activa sería aquella que nos integra en el sistema, la acción y la palabra que nos pone de su parte, que nos lleva a defenderlo en la práctica, a integrarnos en él como un poder subalterno, que nos convierte en transmisoras del mismo, que nos hace asumir como propios sus valores (insolidaridad, codicia, violencia…) y su ideología, que nos hace compartir todas o algunas de sus fobias (a las mujeres y su lucha, a las personas pobres, racializadas, a las luchas de otras personas empobrecidas, a las diferencias de aspecto, de orientación sexual, de cultura…), a reprimir de mil maneras a quienes se enfrentan al sistema, no sólo atacándolos sino menospreciándolos…
Se trataría también, y esto es quizás lo que más nos afecta personalmente, de abandonar en la medida de nuestras posibilidades la complicidad pasiva. Vivimos en el sistema y, en alguna medida, somos sistema
Se trataría también, y esto es quizás lo que más nos afecta personalmente, de abandonar en la medida de nuestras posibilidades la complicidad pasiva. Vivimos en el sistema y, en alguna medida, somos sistema. Quienes realmente luchan por combatir en la propia vida el sistema saben lo difícil que es romper significativamente con él. Creo que hay algunos términos que pueden delimitar con cierta claridad lo que suponen las complicidades pasivas: consumismo (identificado con el bienestar y con la posición social, una especie de nueva religión, con sus templos, sus sermones, sus imágenes, sus mitos, sus ritos y sus cultos), ocio consumista (sustituto del sentido de la vida, de la libertad, de la realización...), mercantilización (vender la propia vida para conseguir dinero, pensar en dinero, angustiarse por su carencia o escasez, soñar en dinero...), delegación (renunciar al propio protagonismo, asumir que la política es una profesión —aunque se menosprecie a quienes la siguen—, que no podemos decidir ni actuar sobre aquello que nos afecta, que son las múltiples instancias del Estado las que tienen que resolver nuestros problemas, como si realmente ellas tuvieran el poder...), pasividad (callarse cuando hay que hablar, estarse quieto cuando hay que moverse, resignarse a ser un engranaje no conflictivo del sistema...), indiferencia real ante la injusticia (relegar la solidaridad a un sentimiento inoperante, no “meterse en líos”, no co-implicarse…).
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Cómo podría ser el proceso de colapso
Sería imposible precisar con exactitud los límites entre la complicidad activa y la pasiva, y habría que concebirla más bien como una zona difusa que como una frontera definida. Creo, sin embargo, que podemos hacernos una idea suficiente. Lo que sí sabemos con precisión es que un sistema que, para mantener los privilegios de una ínfima minoría, parasita la vida de las inmensas mayorías sólo puede mantenerse por la complicidad activa, pero también pasiva, de éstas.
No se trata de juzgarnos, culpabilizarnos y castigarnos sino, desde mi punto de vista, de una trabajo tenaz y paciente por acercar nuestra ética real (las decisiones que realmente tomamos, lo que realmente hacemos) a nuestra ética deseada (las decisiones que idealmente nos identifican, la mayor coherencia posible entre cómo vivimos y cómo queremos vivir). En definitiva, de ir poniendo realmente en pie otro modo de vida, otra visión del mundo, otro sistema de valores más acordes con lo que realmente queremos y más capaces de hacernos más felices (o simplemente felices). Considero que es muy importante no olvidar la infelicidad, el rechazo y la indignación que éste sistema nos produce, pero me parece más importante la esperanza, aunque sea apoyada en pequeñas realidades y/o en envidiables referencias, de acercarnos a un modo de ser y de vivir más sencillo y más feliz.
Lo que sí sabemos con precisión es que un sistema que, para mantener los privilegios de una ínfima minoría, parasita la vida de las inmensas mayorías sólo puede mantenerse por la complicidad activa, pero también pasiva, de éstas
Puede entenderse este acercamiento a un modo de vivir y de ser más acorde con nuestra ética deseada de un modo individual, pero si buscamos y tenemos la suerte de encontrar un, tal vez, pequeño grupo de afinidad que quiera avanzar en la misma dirección, no sólo potenciaremos la influencia de lo que vamos haciendo, sino que nos será más fácil. Acercarse a otro modo de vida con apoyo mutuo es, creo, cualitativamente diferente a hacerlo en solitario.
Nuestra resistencia colectiva
Es posible que el sistema cambie, incluso es posible que esté cambiando ya desde hace algún tiempo. Lo que no podemos creer de ninguna manera es que un sistema basado en la jerarquía y el privilegio —y, por tanto, en la injusticia y la subordinación— cambie por sí solo hacia otro sistema basado en la libertad, la igualdad y la fraternidad. En cualquier caso, todo parece apuntar a que la minoría privilegiada está intensificando su dominación para incrementar, no sólo conservar, sus privilegios. Apoyándose en las consecuencias desastrosas de las diversas crisis parciales, que ella misma ha producido, y en los sucesivos shocks que suscitan, van restringiendo libertades y participación, aproximándose a sistemas muy autoritarios e, incluso, fascistas.
Parece evidente que, colectivamente, hay que hacer frente a los poderes —al sistema en sus múltiples caras— para tratar de obligar a cambiar, en la medida de lo posible, el rumbo y el sentido. Para ello, y en la medida que sea posible, habría que luchar contra “la tiranía de las grandes corporaciones”, para que éstas no intensifiquen aún más su poder sobre los estados y su cada vez mayor confluencia e identificación.
Desde este presente resulta difícil, que no imposible, imaginar la dimensión necesaria de esas movilizaciones tirando de la memoria de cuantas veces nos hemos levantado en los últimos cincuenta años contra este sistema, contra esta vida sin sentido. Se requeriría, en primer lugar, que aprendiéramos a colaborar entre gentes diversas, que abandonáramos cualquier forma de sectarismo, que supiéramos alcanzar acuerdos de mínimos —sin pretender coincidencias y purezas absolutas—, que partiéramos de los problemas reales que el sistema plantea a la mayoría para satisfacer sus necesidades de una vida digna. No sólo el acceso a los bienes y servicios que la pueden sustentar (la alimentación, la vivienda, la energía, la salud, la educación, la renta básica de las iguales…) sino el acceso a la participación, al poder, al empoderamiento (el derecho a decidir) y, en forma muy destacada, el fin de todas las formas, tanto bastas como sutiles de menosprecio y de exclusión.
Lo que no podemos creer de ninguna manera es que un sistema basado en la jerarquía y el privilegio —y, por tanto, en la injusticia y la subordinación— cambie por sí solo hacia otro sistema basado en la libertad, la igualdad y la fraternidad
En segundo lugar, acorde con los requerimientos de una situación de emergencia, necesitaríamos echar mano de todas las formas de lucha y resistencia, de las formales y de las informales, de las institucionales y las “callejeras”, de las legales y las desobedientes, de las más tradicionales y las más innovadoras, de las masivas y las de pequeños grupos, desde la negativa a colaborar con la destrucción hasta la insumisión...
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La perspectiva que tendría que cambiarlo todo: limpiar la mente, repensar el futuro y comprometernos
Sé que estamos lejos de ese momento anímico, incluso de imaginarlo, pero la realidad, creo, va a golpearnos repetidamente y, a partir de la reacción sorprendente y masiva a las agresiones más descaradas, el clima social puede cambiar. Va a cambiar. No estoy pensando en movimientos centralizados, dirigidos desde lejos y desde arriba, sino de múltiples iniciativas descentralizadas y crecientemente coordinadas —no dirigidas— basadas, a ser posible, en lo que aún sobrevive de organización alternativa o en nuevas organizaciones con formas nuevas.
Para que el sistema y sus instituciones hagan lo que no quieren hacer y, sobre todo, para que no sigan haciendo lo que quieren seguir haciendo, habrá que pararles los pies y recuperar el poder sobre nuestra vida que nos han arrebatado. Y para ello no hay otra receta que plantarse, desobedecer y no someterse.
Nuestra creación de lo alternativo
Antes de que el colapso civilizatorio se haga evidente, como precursores, ya hay multitud de colectivos, muchos más de los que nos permiten ver, que intentan poner en pie otras formas de vivir, de relacionarse, de amarse, de criar, de descansar, de emplear el tiempo... No sólo se trata de experiencias alternativas a las predominantes, sino, con frecuencia, antagónica a ellas. Desde una pareja que ensaya una relación amorosa distinta, igualitaria, de apoyo mutuo y generosidad, sin posesión… una profesora que apoya el aprendizaje autónomo de su alumnado, desobedeciendo en alguna medida programas y normativas… hijos adultos que se relacionan con su madre anciana de otra manera, desde el respeto y el cariño… hasta un colectivo ecofeminista que funciona sin jerarquismos... un grupo que ocupa un pueblo abandonado en el que regenera la vida en sus múltiples formas y resiste la persecución del sistema… o una cooperativa de cooperativas que intenta coordinar y potenciar iniciativas diversas. Sobre el tejido de las primeras, invisible, se sustenta la floración de las segundas, algo más visibles, pero silenciadas por los todopoderosos medios de manipulación.
Si cada una de estas experiencias fuera una pequeña, a veces pequeñísima, mancha de aceite, veríamos, desde las alturas de nuestra imaginación, la tierra que se va llenando de ellas, primero casi invisibles, luego, conforme se van extendiendo y uniendo, más visibles e, incluso, llamativas. Incluso los medios de manipulación, en horarios intempestivos, a veces no tienen más remedio que mostrarlas. A veces algunas se estancan e incluso desaparecen, pero otras nuevas surgen en otros puntos: una red, a veces de hilos débiles y a la que le faltan aún muchos más hilos nuevos, se va tejiendo.
Estos proyectos no son sólo productivos, ni se orientan sólo a la soberanía (alimentaria, energética, habitacional…), aunque estos sean muy importantes, son también proyectos educativos —en su más amplio sentido—, convivenciales, de desarrollo de medios alternativos de, estos sí, comunicación, artísticos, lúdicos, de ocio, acción —también en su más amplio sentido—…
Estas tres luchas —para cambiar nuestra vida, para resistir al sistema y para crear lo alternativo— tienen que ir juntas. Si no, perderán gran parte de su eficacia.
¿Por qué esta red de colectivos y proyectos es tan esencial? Se me ocurren, al menos, cinco razones:
- Son el mejor medio para aprender otro forma de vivir —de construir una vida más digna, con más sentido, más sencilla, más feliz—, otra manera de organizarse, con un buen clima interno, una comunicación sincera, amable y respetuosa y una participación integral, horizontal e igualitaria, en la que realmente se tomen decisiones colectivas…
- Se constituyen como referentes reales, prácticos, visibles… de la posibilidad de hacer las cosas de otra manera más reparadora y restauradora, no sólo sostenible, de los equilibrios naturales. Además, esta construcción de referencias vale más que “mil palabras” (aunque estas palabras, en ocasiones, puedan ser un apoyo necesario).
- Que pueden ser “bases de apoyo” también para la resistencia colectiva. Apoyo en lo material, en lo organizativo, en lo emocional… grupos motores en la creación de ese otro sistema comunitario y descentralizado.
- Que, por su misma naturaleza, tienden, como las manchas de aceite, a expandirse y, por tanto, a entrar en contacto con otras y a relacionarse simbióticamente con ellas. Como nuestras redes neuronales tienden a buscar y fortalecer los caminos más útiles, a adaptarse a las posibilidades reales, a inventar y crear…
- Que son buenos medios para aprender a no delegar, a no esperar a que nos salven, a salvarnos nosotras, con nuestra acción y nuestro compromiso, a recuperar la capacidad de sentir, analizar, decidir y actuar autónomamente, para dotar de sentido a nuestra vida, que sólo lo tiene si somos capaces de dárselo en lo real.
Estas tres luchas —para cambiar nuestra vida, para resistir al sistema y para crear lo alternativo— tienen que ir juntas. Si no, perderán gran parte de su eficacia. Si sólo hacemos lo primero, cambiar nuestro modo de vida, perderemos la carrera, no tendremos suficiente esperanza. Cambiar a un tipo de vida compatible con el resto de la naturaleza (lo que nos lleve del parasitismo a la simbiosis) y con el resto de la especie (lo que nos aleje del individualismo, del jerarquismo, del machismo, del racismo… de todo lo que signifique aplastar o dejarse aplastar, someter o someterse…) será más posible si estamos abiertas a proyectos y a luchas colectivas para, al menos, disminuir la presión y la violencia del sistema.
No se trata, en mi opinión, de tomar el poder y fortalecerlo para imponer otro modo de vida —ninguna revolución desde arriba se ha convertido en una revolución desde abajo—
Si sólo hacemos lo segundo, la resistencia colectiva al sistema, no construiremos una base solida, sólo cambiaremos por arriba —tal vez, sólo superficialmente— y la posibilidad de nuevas formas parasitarias, destructivas y jerarquistas no estará nunca suficientemente alejada. Incluso, si sólo hay resistencia externa al sistema, esa misma resistencia podrá justificar nuevas jerarquías y, por tanto, nuevas formas de subordinación.
Si sólo hacemos lo tercero, centrarnos en crear proyectos alternativos, nuestra posición será más difícil y más frágil. No se trata, en mi opinión, de tomar el poder y fortalecerlo para imponer otro modo de vida —ninguna revolución desde arriba se ha convertido en una revolución desde abajo—, sino de resistir la opresión de manera que personas y colectivos puedan desarrollar en un entorno más favorable sus iniciativas y, así sí, ir construyendo otro sistema.
Rompiendo, en la medida de lo posible, con nuestras complicidades con el sistema (consumismo, mercantilización, delegación, pasividad, indiferencia… degradación de nuestras aspiraciones), participando en la pública desobediencia colectiva al sistema y empeñándose en ir anticipando ya el futuro posible y deseable con proyectos colectivos será posible, es mi esperanza, reducir la profundidad, duración y extensión del colapso y prepararnos para una salida, que no se producirá mágicamente, más solidaria y fraterna.