Opinión
            
            
           
           
           
           
¿Hacer?, ¿el qué? Una mirada sobre el gobierno de coalición
           
        
        ¿Qué  hacer?, quizás una de las preguntas más reiteradas en la historia  de los movimientos políticos y sociales.  ¿Qué hacer? (1902),  respondió Lenin en una de sus obras más ilustres. Hoy no cabe  respuesta a tal pregunta, y no cabe por el hecho de que solamente el  planteamiento de tal cuestión provocaría la sorpresa, incluso la  sorna, de más de uno: “¡Ah, que hay que hacer algo!, bueno…,  no es el momento”.
No  se equivoquen, nunca es el momento, nunca lo ha sido, ni nunca lo  será.
Ya nada queda de aquel tímido optimismo de finales de 2019 tras el acuerdo de coalición entre Unidas Podemos y el PSOE, tiempos prepandémicos que parecen pertenecer a una época lejana. Un acuerdo, por cierto, basado en unas condiciones muy particulares, ya que no se trató de un pacto entre programas que tuviera en cuenta el peso parlamentario de cada formación; en la misma negociación se partía de una renuncia: la del PSOE a parte de sus compromisos electorales. Nada fuera de lo habitual. Lo curioso, si es que se le puede decir así, es que es ahora el cumplimiento de tal acuerdo —ya de carácter netamente insatisfactorio— el que está en función de ese peso parlamentario.
Parece que nos hemos acostumbrado —“no queda otra”, nos dicen— a la dinámica chantajista de este ejecutivo, a su horizonte de peajes y desregularización, a sus medidas decepcionantes y poco ambiciosas y a la falta de compromiso por cumplir lo prometido: derogación de la Ley mordaza, derogación de las Reformas laborales (2010 y 2012), control del precio de los alquileres, intervención del mercado eléctrico, fin de los desahucios, etcétera.
El papel de Unidas Podemos, aunque duela leerlo, se ha reducido a intentar vender como éxitos negociadores las tímidas y frustrantes políticas del PSOE en todos los ámbitos. Es el precio a pagar por estar en el Consejo de Ministros y a la vez parte del relato de legitimación de su permanencia. Los remanentes políticos del ciclo antisistema del 15-M ahogándose en los estrechos márgenes del gobierno de coalición. Una difícil situación para la izquierda que se ve agravada por la ausencia, salvo testimonial, de una oposición izquierdista, tanto parlamentaria como extraparlamentaria, significativa.
El desgaste será largo y prolongado, pero también inevitable. Pero no es momento de compadecerse, la frustración no debe convertirse en desapego y desinterés hacia lo político; al contrario, que sirva como lección y como oportunidad, y que ayude a vislumbrar las contradicciones y limitaciones de nuestras instituciones políticas, en particular, y de las instituciones liberales, en general.
El papel de Unidas Podemos, aunque duela leerlo, se ha reducido a intentar vender como éxitos negociadores las tímidas y frustrantes políticas del PSOE en todos los ámbitos. Es el precio a pagar por estar en el Consejo de Ministros y a la vez parte del relato de legitimación de su permanencia
Pongamos un poco de contexto. Se habla mucho de hegemonía neoliberal y de “sentido común de época”, también de la adopción del socioliberalismo por parte de los partidos socialdemócratas, pero la gran victoria del neoconservadurismo es haber contribuido a que la izquierda (al margen de los partidos socialdemócratas tradicionales) haya acabado reivindicando, como horizonte emancipador, una vuelta hacia el keynesianismo y una identificación política con el estado liberal, defendiéndose una especie de “capitalismo responsable” frente a la “perversión especulativa”, un capital nacional frente a uno globalista y un énfasis en el papel del Estado como una suerte de armonizador social, vendiéndose políticas de marcado corte reformista y socialdemócrata (nacionalizaciones, inyecciones de crédito, etcétera) como radicales. Un canto, en definitiva, hacia la llamada política útil (útil para engrasar la maquinaria del crédito, entiéndase). Una deriva transversal que afecta desde la izquierda más liberal a la más reaccionaria: “¡españoles, a las cosas!”
Ahora bien, hay que poner en perspectiva la cuestión del Estado; el Estado no está al margen de las relaciones de producción que lo posibilitan, con lo que la retórica estatalista tiene sus consecuencias. Es más, frente a lo que se suele afirmar con respecto al supuesto desprecio neoliberal hacia el Estado, hay que aclarar que el “neoliberalismo” (o lo que se entiende como tal: procesos de desregularización del sector público tras la crisis del petróleo del 1973) no busca su disolución. El neoliberalismo ataca las vertientes asistencialistas y redistributivas del Estado liberal (que no dejan de estar dentro de un marco burgués), pero no persigue la desaparición de este como tal; al contrario, defiende un repliegue (y un énfasis) hacia las formas más brutales de dominación (FCSE, vigilancia, gestión técnica, etc.) para garantizar el dominio del mercado y la fluidez del capital ante la caída de la tasa de ganancia. Se manifiesta, así, la importancia de un Estado que se limita cualitativamente a su aspecto autoritario, pero que cuantitativamente es potenciado. Un ejemplo, en Estados Unidos durante la administración Reagan, pese a la desregularización, el gasto público aumentó significativamente, debido, sobre todo, al incremento en partidas tales como defensa y gasto militar. Esto es neoliberalismo.
La gran victoria del neoconservadurismo es haber contribuido a que la izquierda (al margen de los partidos socialdemócratas tradicionales) haya acabado reivindicando, como horizonte emancipador, una vuelta hacia el keynesianismo y una identificación política con el estado liberal
Pero no todo dura para siempre. Capitalismo y crisis van de la mano, y esto va de eso: de rupturas y de discontinuidades, o, mejor dicho, de “grietas”, como de las que nos hablaba Layla Martínez. Y la mayor grieta en las últimas décadas (con permiso de la Covid) se produjo tras el estallido del crash de 2008, el cual descompuso los cimientos mismos del neoliberalismo: el orden económico internacional construido tras las crisis del petróleo en los años setenta y el consecuente desplome del modelo de Bretón Woods (el llamado “consenso de posguerra”). Esta grieta provocó un gran terremoto político: la crisis de los bipartidismos en Europa occidental de forma general y lo procesos de pasokización (desplome electoral) en los partidos socialdemócratas (que se ha ido atenuando con el tiempo), abriendo la puerta al auge de la derecha reaccionaria (la cual pivota entre el neoliberalismo autoritario y el proteccionismo populista) y la izquierda con pretensiones trasformadoras. Hablamos, en este último caso, de formaciones como Syriza, Podemos, La France insoumise de Mélenchon en Francia, el Bloco de Esquerda portugués, el fenómeno Sanders en el Partido Demócrata de Estados Unidos, y el liderazgo de Jeremy Corbyn en el Partido Laborista británico (2015-2020).
Estos  proyectos políticos son herederos, en mayor o menor medida, de la  descomposición de los Partidos Comunistas en Europa occidental tras  la caída del bloque del Este, los cuales ya habían evolucionado  desde un eurocomunismo afín a las instituciones liberales hacia un  post-keynesianismo abandonado por la socialdemocracia en los años  80, compaginando, así, un discurso reformista en términos políticos  con la integración de los no-tan-nuevos movimientos sociales de  carácter civil: feminismo, ecologismo, etcétera. Si antes de los setenta estas formaciones ocupaban el papel de la  socialdemocracia de entreguerras, a partir de los noventa empezaron a  ocupar el espacio político de la socialdemocracia de la “Golden  Age” (cincuenta y sesenta), adoptando un rol “defensivo”,  incluso “conservador” (como  algunas defienden) frente a las dinámicas de desregularización  y de desmantelamiento de los estados del bienestar. Pero siendo  identificados como “rupturistas” por la tradición discursiva de  estas formaciones, las cuales hacía tiempo que, de forma  vergonzante, habían camuflado su simbología comunista, para  desgracia del nostálgico folclórico de turno. La particularidad de  Podemos está en haber integrado la deriva post-keynesiana de la  izquierda europea con las tesis populistas y de raíz posmarxista de  la izquierda de América Latina, patrimonio de los miembros del,  jactanciosamente llamado, “núcleo irradiador” del primer  Podemos.
No me interesa hablar de nombres, ni de procesos internos. Demasiado se ha escrito sobre eso. Y os diré algo: apenas es importante. Solo un inciso: detrás del discurso gramsciano de hegemonías, de contrahegemonías y de sentidos comunes de época, se escondía un contenido revolucionario y transformador en perspectiva socialista, algo que se obvia cuando el enfoque se circunscribe al juego de significantes vacíos y resignificaciones. De esta forma, el discurso populista se convierte en mera formalidad, fagocitándose a sí mismo. Entre la socialdemocracia y el populismo formalista es en lo que ha ido pivotando Podemos en sus 7 años de existencia.
Podemos ha sido estos últimos años objeto de una gran campaña de difamación y desprestigio impulsada, en parte, por los sectores más profundos de nuestro Estado. Ahora bien, todo proyecto que se diga emancipador y que pretenda transformar de forma radical nuestra sociedad (a veces ni eso) debe dar por descontado este tipo de acciones. Es decir, no vale ni la autocomplacencia ni autocompadecerse
Criticar  a Podemos no es fácil, ya saben, pero seré justo. Podemos ha sido  estos últimos años objeto de una gran campaña de difamación y  desprestigio impulsada, en parte, por los sectores más profundos de  nuestro Estado. Ahora bien, todo proyecto que se diga emancipador y  que pretenda transformar de forma radical nuestra sociedad (a veces  ni eso) debe dar por descontado este tipo de acciones. Es decir, no  vale ni la autocomplacencia ni autocompadecerse.
La formación morada —aunque hasta el fallido sorpasso al PSOE en 2016 y el aciago Vistalegre II no evidenció de forma cruda sus problemas orgánicos— cuenta con contradicciones estructurales desde su comienzo, desde que empezó a constituirse como partido tras la exitosa irrupción en las europeas de 2014. Pese a toda la retórica de nueva política, de participación ciudadana, y de horizontalidad, el partido se constituyó con unas bases muy similares a las formaciones tradicionales, apuntalando, muy del gusto peronista, un hiperliderazgo en torno a la figura de Pablo Iglesias. El problema es que circunscribir todo el desempeño de un proyecto y de un partido a la suerte personal líder, puede ser estrategia efectiva a corto plazo (ganar el ciclo electoral), pero, independientemente del éxito o no, implica una renuncia a la construcción de un frente al largo plazo. Algo, como en el caso de Podemos, que se ve agravado si nunca se acaba produciendo un replanteamiento, honesto, del propio proyecto como tal. De esta forma, el partido acaba reducido a una maquinaria burocrática anclada en sus líderes y, pese a la formalidad, sin democracia interna. Aparte de reproducir los vicios partidistas que se buscaban destruir.
El  proyecto es y debe ser más importante que las personas que lo  conforman, pero claro está, cabe preguntarse ¿qué proyecto queda  hoy en Podemos? La salida de Pablo Iglesias pudo haber sido utilizada  para poner sobre la mesa aquello que no se quiso afrontar con  anterioridad: la estructura orgánica del partido, el liderazgo  coral, la naturaleza del programa, etc., pero no (¡qué iluso  pensar lo contrario!), el cambio se ventiló en un  Vistalegre IV  —rápido,  incapaz, insustancial, continuista, estéril y frustrante—, en  donde todo estaba decidido de antemano. De nuevo: no era el momento.  Siempre el chantaje liberal e institucionalista de “no es el  momento”: “ya hablaremos, ya discutiremos, ya cuestionaremos. No  ahora”. Ya estamos cansados de escucharlo: “o nosotros o el  fascismo”, se jacta el PSOE,  “o nosotros o el fascismo”,  repite Podemos demostrando su “sentido de Estado”; lo que no  saben es que el “nosotros” acabará con un Podemos fuera de la  ecuación en su momento. El gran éxito de Pedro Sánchez, a  diferencia de Zapatero, es hacer parecer que las medidas impopulares  son cosas del ministro de turno, y, de paso, cargar a Podemos con  gran parte del peso, real, de la oposición y de la atención  mediática.
Podemos ha pasado de defender un proyecto de transformación (cuestionando los cimientos mismos del régimen del 78) a abrazar los limites mismos del sistema e intentando ir a remolque de los acontecimientos y las pulsiones sociales. Un resultadismo contraproducente (a la vista los últimos procesos electorales), que evidencia las limitaciones del parlamentarismo. Porque, sin tener en cuenta el papel de las campañas de descrédito, algo tendrá que ver el cambio de un discurso rupturista con el régimen del 78 (Podemos 2015) a un discurso complaciente y reformista dentro de los márgenes constitucionales (Podemos actual) para que se haya pasado de 5,2 millones de votos a los 3,1 actuales (y bajando).
El gran éxito de Pedro Sánchez, a diferencia de Zapatero, es hacer parecer que las medidas impopulares son cosas del ministro de turno, y, de paso, cargar a Podemos con gran parte del peso, real, de la oposición y de la atención mediática
Las  contradicciones y limitaciones de Podemos se manifiestan también en  sus órganos propagandísticos. Voy a afirmar algo un tanto polémico,  Okdiario tiene una virtud que ÚltimaHora (equivalente “podemita”  al medio de Eduardo Inda) no tiene. Es un panfleto de agitación.  Sabe perfectamente delimitar a un enemigo (“el coletas”,  “la progresía”, el “supremacismo catalán”) y  generar un clima de hostilidad hacia él. El problema es que Okdiario  desarrolla sus noticias de forma sensacionalista, deshonesta y  manipuladora, tratando como idiotas, perdonad la expresión, a sus  lectores. ÚltimaHora hubiera tenido cierta utilidad si hubiera  apostado por convertirse en un panfleto de agitación para la  izquierda, delimitando de forma clara al enemigo (la banca, el  capital, la reacción, etc.); pero, a diferencia de Okdiario,  tratando con honestidad a sus lectores. Pero no, han imitado la parte  más superficial de Okdiario: el lenguaje pseudo-adolescente. y, en  vez de apuntar a la agitación antisistema, se centran en hacer  propaganda orgánica de Podemos y legitimar sus acciones.
En  fin, no nos quedemos solo en lo anecdótico. El fenómeno Podemos hay  que entenderlo en su contexto sociohistórico; por ello, resulta  francamente inútil tomar la expresión como la causa, como si los  procesos de “desintegración” política fueran el motivo  mismo de aquello que se quiere denunciar. No se confundan: Podemos es  un síntoma, pero a la vez un ejemplo de incapacidad política. En la  contradicción lo real es lo posible y lo posible es lo real, debemos  jugar con la ambivalencia de nuestro tiempo para poder trascender sus  límites.
Los partidos “posmodernos” —en sentido periodizador, no ideológico— son marcas, son etiquetas. Ya no hay grandes partidos de masas en occidente, ni siquiera los partidos hegemónicos tales como el PSOE, el Labour Party británico, el Republican Party (GOP) estadounidense o el CDU alemán. Los partidos reproducen las lógicas empresariales: la relación de las siglas con sus afiliados está mediada por estrategias de márketing y fidelización. El votante y militante se “identifica” con el partido, como el usuario de zapatillas deportivas se identifica con su marca.
El  paso en occidente del fordismo (y el trabajo industrial) al  posfordismo (el sector servicios y las dinámicas actuales de  “uberización”) ha provocado una mutación en división en el  trabajo y formas sociales que generan, lo que imposibilita la  reproducción de determinadas lógicas laborales a las estructuras de  partido. Ya no hay, salvo determinados remanentes, disciplina en las  fábricas que pueda reproducirse en las organizaciones políticas.
Nos decía Deleuze, siguiendo a Foucault, que nuestro tiempo es el tiempo de la disolución de la “sociedad disciplinaria”; es decir, la disolución (que no desaparición) de los centros disciplinarios: las fábricas, la familia, la escuela, el cuartel. Todos ellos remiten al modelo de cárcel, conformando círculos concéntricos de los que se entra y de los que se sale. Las transformaciones históricas del pasado siglo han supuesto la transformación de esta sociedad disciplinaria a una sociedad de control “sin disciplina” —“líquida”—, en donde nunca se sale de nada realmente.
La conformación de partidos con grandes militancias comprometidas es un hecho que se ha visto imposibilitado en la práctica real. El querer replicar las estructuras políticas disciplinarias con la simple reproducción de fórmulas y consignas es algo que acaba resultando en mera esterilidad, y, a lo sumo, en un discurso incapaz de abordar nuestro tiempo.
De  esta forma, la conformación de partidos con grandes militancias  comprometidas es un hecho que se ha visto imposibilitado en la  práctica real. El querer replicar las estructuras políticas  disciplinarias con la simple reproducción de fórmulas y consignas  es algo que acaba resultando en mera esterilidad, y, a lo sumo, en un  discurso incapaz de abordar nuestro tiempo. Resultan  irónicos, por ello, los proyectos políticos  que persiguen la restauración de formas sociales más “certeras”,  más manejables, dentro de coordenadas ya conocidas: la vinculación  y seguridad del centro disciplinario. Claro, para lograr esa  transformación —la llamada “reindustrialización”; por  ejemplo— se necesita, también, de una concreta articulación  política, que, en los márgenes actuales, vuelve a reproducir el  anterior punto: la incapacidad operativa. A parte de que las  consecuencias no serían del todo deseables, de nuevo romantizando  determinados modos de explotación con respecto a otros. Lo dije en  su momento  y lo repito: no hay formas de explotación más dignas que otras, la  dignidad no procede de la miseria, sino de la lucha contra toda forma  de opresión.
Y  en contraposición ¿Qué hacer? Bueno, no soy ningún cínico  maximalista, ni un ingenuo folclórico. Las organizaciones políticas  deben saber jugar en varios niveles, pero sin caer tampoco en la  resignación y en la trampa de reducir el éxito político al  desempeño parlamentario.
Nuestro  objetivo no debe pasar por la construcción ni de una maquinaria  burocrática, ni de una marca electoralista, sino en la conformación  da toda una red política, un frente que mire a largo plazo y que  sepa jugar al desgaste, capaz de dotarse de sus propias instituciones  sociales y democráticas. Esto no debe implicar ni una renuncia a la  participación en las instituciones liberales, ni una renuncia a la  obtención de reformas concretas, pero tampoco debe suponer una  circunscripción política a la reforma misma (“reformismo”) y al  desempeño electoral. El parlamentarismo no es un fin en sí: es un  medio, aunque ni siquiera es el medio más fiable, porque el asalto  al poder del estado liberal, pese a cualquier tipo de promesa  electoral genuina que pueda hacerse, acaba forzando el desarrollo de  una agenda liberal.
Entiendo  que se me pueda acusar de hacer una crítica no propositiva en el  presente texto; aun así, avisaba  Adorno que “El pensamiento queda sometido a la sutil censura del  terminus  ad quem:  si se presenta como crítico, debe decir lo que de positivo tiene. Si  halla bloqueada dicha positividad, es que es un pensamiento  resignado, cansino, como si este bloqueo fuera su culpa y no la  signatura de la cosa misma.”
Nuestro objetivo no debe pasar por la construcción ni de una maquinaria burocrática, ni de una marca electoralista, sino en la conformación da toda una red política, un frente que mire a largo plazo y que sepa jugar al desgaste, capaz de dotarse de sus propias instituciones sociales y democráticas
Difícilmente podremos imaginarnos una salida si no identificamos aquello que queremos superar, puesto que, a lo sumo, solo aflorarían los relatos de resistencia, de supervivencia, esos relatos que, frente a la fragilidad del presente, recurren a lugares comunes del pasado: aquellos que nunca fueron tales.
Pero en la crítica se demarcan los límites de lo real: esto se trata de un juego de utopías y contrautopías, es un ejercicio de imaginación. En la era del fin de las alternativas radicales al orden actual (como tanto nos repiten los Marcuse, Žižek, Jameson o Fisher), el socialismo sigue siendo imaginable.
Al final todo se reduce a una cuestión de construcción de una subjetividad subversiva. El sujeto político de transformación del que tanto se habla no es una constatación objetiva del natural desarrollo de la historia, sino un proceso consciente de autoconstitución política: la emancipación es, fundamentalmente, autoemancipación.
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