Opinión
Incorruptibles, pero injustos

“Muchos jueces son absolutamente incorruptibles; nadie puede inducirles a hacer justicia.” — Bertolt Brecht, “Diálogos de refugiados”, (1940).
Hay frases que condensan en pocas palabras una verdad dolorosa. La de Brecht lo hace con la ironía feroz que caracteriza su pensamiento. Sin embargo, no es una licencia literaria: es una crítica directa a aquellos sistemas e instituciones que, en su obsesión por la forma, abandonan el fondo. A aquellas personas que, con tal de no “salirse del reglamento”, sacrifican la humanidad que da sentido al Derecho. Brecht nos habla de una justicia que, aún libre de corrupción, puede ser profundamente injusta. Una justicia que se convierte en injusticia cuando pierde de vista a las personas que debería proteger.
El caso de Daniel, hijo de Juana Rivas, es hoy en Europa una dolorosa representación de esa paradoja. Un niño que ha denunciado reiteradamente —de palabra, por escrito y a través de su comportamiento— el daño que dice haber sufrido por parte de su padre y ha pedido no volver a ser obligado a ir con quien considera su maltratador. El hijo menor de Juana Rivas ha buscado la protección del sistema y lo que ha encontrado, una y otra vez, es un muro infranqueable.
Daniel es un superviviente de violencia vicaria, pero la Justicia prefiere hablar de “conflicto parental” antes que nombrar la estrategia de dominación machista que está ocurriendo
Daniel no es un niño más: es un superviviente. Una criatura que ha sido víctima de violencia vicaria habitual, una forma extrema de violencia machista que utiliza a los hijos e hijas como objetos para castigar, someter y destruir a la madre. En el caso de Juana Rivas, esta violencia ha sido reconocida por innumerables informes y ha sido evidente en toda su historia. Violencia vicaria patente estos días en la sonrisa de un hombre que permanece inmutable frente al llanto suplicante de su hijo, que contrata a una profesional para que durante 3 horas lo presione con la única frase de “debes colaborar e ir con tu padre”. Pero la Justicia, el sistema todo, con la frialdad del expediente y la lógica de los códigos, sigue ignorando esa dimensión estructural del daño. Prefiere hablar de “conflicto parental” o de “instrumentalización del menor” antes que nombrar lo que está frente a sus ojos: una estrategia de dominación machista, basada en el sufrimiento de los hijos. Se ha preferido optar por una visión “purista” del Derecho, que insta a seguir, sin más, la instrucción de la corte de Cagliari (que dicta que Daniel debe volver con su padre) antes que aplicar, con perspectiva de infancia y de género, normativas del derecho internacional, para amparar al niño.
La lucha de Juana Rivas es bien conocida. Fue condenada —e indultada—por negarse a entregar a sus hijos a un padre condenado por violencia de género. Su historia se convirtió en un símbolo, pero el símbolo parece haber dejado en la sombra al niño real, al niño concreto que sigue atrapado en un limbo legal donde su palabra vale menos que la autoridad paterna. Este viernes, Daniel se enfrentó a la obligación tajante de irse, obligado una vez más, a convivir con quien ha señalado como su agresor. Lo hace después de haber vivido largos periodos lejos de su madre, sin una tutela pública y con miedo.
El caso interpela directamente a los fundamentos del sistema judicial. ¿Qué significa el “interés superior del menor” cuando no se escucha al menor de edad? ¿Qué sentido tiene hablar de justicia si esta se ejerce al margen de la experiencia subjetiva de la víctima? ¿Qué protección se garantiza cuando se ignoran los vínculos afectivos, el historial de violencia y el testimonio del propio niño?
La frase de Brecht nos obliga a mirar de frente esta contradicción. No se trata de jueces corruptos. Nadie está cuestionando aquí la integridad personal de quienes dictan resoluciones. Lo que se cuestiona es el modelo, la lógica institucional que premia la obediencia formal a las normas —acatar la sentencia italiana— por encima del compromiso con la verdad y el sufrimiento humano. Jueces y juezas que no pueden ser “inducidos a hacer justicia” no porque no quieran, sino porque el sistema les educa para priorizar la neutralidad, incluso cuando esa neutralidad protege al agresor y desampara a la víctima, un niño de 11 años de edad.
En España, los casos de violencia vicaria siguen sin tener un tratamiento judicial coherente y específico. Solo se “atiende” a la violencia vicaria extrema, es decir, cuando la estadística contabiliza el cadáver de una criatura más.
Aún no se escucha la voz de la infancia en todos los procesos de custodia. Se sigue obligando a criaturas a convivir con padres violentos razonando que “violencia a la madre no implica riesgo a los hijos”
Las resistencias a incorporar la perspectiva de género y la voz de la infancia en los procedimientos de custodia y visitas en los casos de familia y de violencia sobre la mujer, son todavía muy fuertes. Se siguen dictando resoluciones que obligan a niñas y niños a convivir con padres violentos, amparadas en la idea de que “la violencia hacia la madre no implica necesariamente un riesgo para los hijos”. Una idea que contradice toda la evidencia científica y las recomendaciones de organismos internacionales como el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas o el Convenio de Estambul. Un criterio que disocia un delito, al hacer prevalecer el rol de pater familias por sobre todo derecho, incluido (y en especial) el de las hijas e hijos.
En el caso de Daniel, la justicia y las instituciones todas, tuvieron la oportunidad —y la responsabilidad— de no repetir el patrón. Tuvieron ante sí el testimonio claro de un niño que expresó miedo, angustia y deseo de protección. Han tenido informes, antecedentes, contexto. Han tenido, sobre todo, la obligación legal y ética de protegerlo. Pero no lo han hecho y continuaron en la línea que facilita perpetuar la violencia bajo el ropaje de la legalidad. Sería confirmar lo que Brecht denunció con ironía amarga: que se puede ser escrupulosamente imparcial y, al mismo tiempo, profundamente injusto.
La infancia no debería pagar el precio de nuestras cegueras institucionales. Daniel no debería cargar con la violencia que no supimos evitar ni con la justicia que no supo protegerlo. La ley puede ser ciega, pero la justicia debe quitarse la venda cuando juzga a niñas y niños, debe mirarle a los ojos y empatizar con ellos, escucharlos y atenderlos. La justicia debe ser imparcial, nunca indiferente.
En nombre de todos los Danieles que hoy viven con miedo, urge repensar este sistema, esta forma de impartir justicia y este imaginario social que pervive en las instituciones. Urge aplicar la debida diligencia, escuchar a las víctimas, humanizarnos, asumir que la violencia vicaria no es un invento ni un concepto espurio, sino una forma extrema de crueldad siempre presente en la violencia de género. Y, sobre todo, urge recordar que el Derecho no existe para cumplir procedimientos, sino para defender y proteger la vida de las personas, en especial, de aquellas más vulnerables, como las niñas y los niños.
En la balanza de la justicia, el platillo en el que se sienta un niño o una niña no pesará lo mismo que un adulto; la justicia deberá compensar ese desnivel
Humanizar la justicia y atender a las víctimas es una tarea que nos interpela a todas y a todos. La ley puede ser ciega. Pero la justicia —la verdadera justicia— tiene que saber mirar a la cara a las criaturas, saber que en la balanza, el platillo donde se sienta un niño o una niña, no llevará el mismo peso que un adulto; por lo tanto, la justicia deberá compensar ese desnivel.
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