Palestina
La dialéctica de la “otredad” y la deshumanización de los pueblos

Entre el fragor del bombardeo de Gaza y el dolor del nuevo éxodo palestino, un repaso al papel del lenguaje en los procesos de deshumanización del otro.
Triángulo de fuego - 6
Un niño palestino frente a un soldado israelí durante una protesta en el pueblo de Beit Dejan contra la expansión de los asentamientos de los colonos. Bruno Thevenin
7 nov 2023 07:00

“L’enfer, c’est les autres” (Jean-Paul Sartre)

Cuando el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu llama a los gazatíes “animales”, cuando su exministra de justicia declara que habría que matar a las madres palestinas para que no engendraran más serpientes, cuando los medios occidentales blanquean el genocidio tecnificando el lenguaje o llenándolo de eufemismos (“posiciones de Hamás” en vez de escuelas y hospitales, “derecho a la defensa” en vez de bombardeos indiscriminados, “cambios demográficos” en lugar de ocupación), no piensen que se hace de forma exaltada, descuidada o baladí. El proceso continuado y estructural de la deshumanización del “otro” es la piedra angular sobre la que se asientan los peores crímenes contra la humanidad. En un mundo extremadamente polarizado, cuando las dialécticas de la “otredad” se quiebran, sobreviene la barbarie.

Desde los albores de nuestra especie, la existencia del “otro” ha suscitado terror y fascinación, aunque no a partes iguales. Es difícil imaginar cómo percibirían nuestros antepasados Homo sapiens a los neandertales, aquellos “otros” que compartieron Eurasia con nuestra especie durante miles de años hasta su desaparición. Sabemos por estudios del genoma humano que las dos especies se cruzaron aunque de forma excepcional, dada la poca carga genética de neandertal encontrada en el genoma sapiens y a la inversa. ¿Quizá un reflejo de esa mezcla de terror y fascinación? Lo que está claro es que,  dada la gran similitud entre ambas especies, la mirada hacia esos “otros” no podría ser la misma que hacia cualquier otro competidor por el mismo nicho ecológico, como los grandes carnívoros. Hay alguna cosa en la otredad, en el reconocimiento de la existencia del otro, que dice algo sobre nosotros mismos, nos interpela, nos define, nos otorga significado… La otredad y la identidad son, de alguna manera, caras de una misma moneda.

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Ferdinand de Saussure, padre de la lingüística estructural, entiende la lengua como un sistema de valores que tiene un aspecto diferencial; o sea, que no comprendemos una palabra o un signo por lo que significa sino por lo que no significa, vehiculamos el significado a partir de las relaciones negativas que tiene con otros términos. Así, entendemos lo que significa bueno, no porque haya una esencia de la “bondad”, sino por su oposición a “maldad”. Comprendemos que el rojo en un semáforo significa parar por su distinción del verde, que significa pasar. Sabemos lo que es, por ejemplo, ser argentino, no solo por ciertas características propias, sino también por sus diferencias respecto a sus “otros” (no-español, no-chileno, no-italiano…) Lo mismo podríamos decir del negro respecto al blanco, de la oscuridad respecto a la luz, de lo femenino respecto a lo masculino, etc… Así pues, el significado, depende de la diferencia entre opuestos.

Recogiendo esta idea de Saussure, Lévi-Strauss describe la peculiar tendencia humana a imponer significación a su mundo y definir los fenómenos sociales desde esquemas binarios. En el primer volumen de sus Mitológicas, nos explica que la única forma de saber lo que significa “crudo” es sabiendo lo que significa “cocinado”. Allá donde no exista la palabra “cocinado” no puede existir la palabra “crudo”, pues ese concepto solo puede obtenerse por oposición al otro.

El filósofo Jacques Derrida, en otra vuelta de tuerca postestructuralista, observó que casi siempre hay una relación de poder en una oposición binaria, que no es neutral, que siempre hay un polo que es el dominante: hombre/mujer, luz/oscuridad, nacional/extranjero.

Una concepción del mundo que nos arroje a un binarismo del tipo “nosotros somos los buenos, ellos los malos” o “nosotros somos morales, ellos inmorales” no ofrece perspectivas muy halagüeñas…

El problema de definir la captación del mundo en base a oposiciones binarias salta a la vista: entonces, ¿qué hay en medio? ¿No hay espacio para los matices? ¿En qué momento el blanco se transforma en negro? ¿Cuándo deja paso la luz a la oscuridad? Una concepción del mundo que nos arroje a un binarismo del tipo “nosotros somos los buenos, ellos los malos” o “nosotros somos morales, ellos inmorales” no ofrece perspectivas muy halagüeñas… Pero ¿y si no fuera exactamente así? ¿Y si el mundo funcionara normalmente de forma más sutil?

El antropólogo Gerd Baumann propone tres dialécticas o gramáticas que subyacen a los procesos de construcción de identidad/otredad. La primera de ellas se denomina “orientalismo”. Baumann, inspirándose en el estudio de Edward Said sobre la visión que los occidentales tenían de Oriente, sostiene que no es esta una simple oposición binaria “nosotros=buenos” y “ellos=malos”, que los occidentales no solo desacreditaron “lo oriental” sino que también lo desearon. Es más bien una inversión especular con cierta autocrítica del tipo: “lo que es bueno en nosotros, es aún malo en ellos; pero ellos aún conservan algo de lo que nosotros ya hemos perdido”.

La segunda gramática es la de la “segmentación”, en la cual el “otro” puede ser considerado como un rival o como un aliado; no tiene una identidad definida sino que es el contexto el que condiciona la mirada.

Por último, Baumann nos habla de una tercera gramática a la que llama “englobamiento”, elaborada por Louis Dumont. El “englobamiento” significaría un acto de construcción de identidad mediante la apropiación o subsunción del “otro”. Es algo así como “aunque intentes afirmar tu identidad y tus valores como diferentes, en el fondo, eres parte de mí”.

Si analizamos nuestra percepción del “otro” podremos ver como las tres gramáticas se van entrelazando en nuestras vidas a la hora de otorgar significado. Las tres denotan cierta clase de violencia en forma de desprecio, superioridad, competitividad o condescendencia, no lo vamos a negar, pero no hacen imposible la convivencia con el otro.

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Sin embargo, hay momentos en la historia en que estas dialécticas fracasan, se desmoronan y la “otredad” pasa a concebirse con una polaridad extrema. Aparece entonces el genocidio, el etnocidio, la esclavitud, el apartheid... Pero ¿qué es necesario para que un estado o un pueblo ejerza sobre otros seres humanos semejante violencia? No solo hablo de violencia física sino de una violencia estructural, continua (porque las cosas no surgen de la nada), que engloba la aceptación y complicidad (o cuando menos silencio cómplice) de miles o millones de personas. Para que eso suceda sin que la moralidad haga quebrar las conciencias, hace falta un proceso previo de deshumanización; hace falta rebajar la condición de humanidad a la de animal o cosa (aunque esto es otro debate porque todos somos animales). No estamos ante un fenómeno únicamente contemporáneo sino que podemos rastrearlo desde la Antigüedad.

Un uso cotidiano e institucionalizado de un lenguaje perverso precedió a la aniquilación de millones de judíos, gitanos, comunistas y homosexuales por parte de la Alemania nazi

Esparta desarrolló uno de los regímenes más abominables de la historia, en el que tan solo unos diez mil “hómoioi” (iguales) esclavizaron durante siglos a dos cientos mil mesenios conocidos como “ilotas”. ¿Cómo puede ser que no se sublevaran siendo veinte veces más numerosos? Los espartanos sometían a los “ilotas” a tal dosis de humillación y tortura psicológica que les impedía concebir ningún tipo de rebelión. En ese proceso estructural de deshumanización y terror se les obligaba a afeitarse la cabeza (que contrastaba con las largas cabelleras de los espartanos), vestir con un gorro de piel de perro cuyo castigo por quitárselo era la muerte, e incluso existía un rito de paso entre los jóvenes espartanos denominado “krypteia”, mediante el cual se organizaba la persecución y el exterminio de “ilotas” (que paradójicamente eran sus propios esclavos).

Un ejemplo de cómo las prácticas deshumanizadoras precedieron a un colapso moral nos la dio Victor Klemperer, filólogo alemán de origen judío. Klemperer observó cómo un uso cotidiano e institucionalizado de un lenguaje perverso precedió a la aniquilación de millones de judíos, gitanos, comunistas y homosexuales por parte de la Alemania nazi (sí, también hubo gitanos, comunistas y homosexuales, aunque nunca se hable de ellos).

Tres meses después de que uno de los principales responsables del Holocausto fuera juzgado y condenado a muerte en Jerusalén (Adolf Eichmann), se llevó a cabo en la universidad de Yale el llamado “experimento de Milgram”. El psicólogo Stanley Milgram ideó este experimento para saber si los horrores de la Alemania nazi habían sido cometidos por terribles monstruos teutones que llevaban la semilla del mal dentro, o si, por el contrario, podría haber sucedido en cualquier parte. El 65% de los participantes del experimento (y solo porque un presunto científico con bata blanca se lo ordenaba) llegaron a matar a una persona que estaba en otra habitación aplicándole descargas eléctricas sucesivas hasta llegar a los 450 voltios. Por supuesto nadie murió, era todo un montaje, pero los participantes no lo sabían. El experimento se replicó en diferentes países con similares resultados, evidenciando que la obediencia ciega a la autoridad prevalece aun cuando ésta entra en conflicto con la conciencia personal. Curiosamente la obediencia disminuyó en las variaciones del experimento en las que el participante tenía una mayor cercanía física con la víctima (sosteniendo su brazo sobre la placa de descargas). Es un buen ejemplo que muestra que en un contexto de mayor deshumanización resulta más fácil matar al “otro” que si sentimos su hálito vital extinguirse, si nos salpica la sangre…

Un pedazo de cielo se desploma sobre Gaza sembrándola de escombros. Parecemos no comprender que si la identidad y la otredad son caras de la misma moneda, cuando aniquilamos al otro, en cierta forma, nos aniquilamos a nosotros mismos

El experimento de Milgram tiene muchos paralelismos con la tesis que Hanna Arendt desarrolló tras presenciar el juicio a Adolf Eichmann y que acuñó en su célebre frase “La banalidad del mal”. Arendt se sorprendió al no encontrar en Eichmann al monstruo que esperaba sino solo a un funcionario gris, a un burócrata que cumplía órdenes. Eichman admitió la deportación de miles de judíos a los campos de exterminio pero llegó a afirmar que él nunca había matado a nadie (físicamente). El asesinato en masa de seres humanos, como si de un proceso técnico se tratara, es el paradigma de la deshumanización; es mucho más fácil que estrangular a alguien con tus propias manos.

Vemos, pues, como el proceso de deshumanización a través del lenguaje, del distanciamiento, del mirar hacia otro lado, de evadir la responsabilidad, de la tecnificación de las armas, etc., no es más que una forma de autoprotección, una redención por adelantado para seguir consumando la aniquilación del “otro”. Todo esto no forma parte únicamente del pasado, lo estamos presenciando cada día en directo. No hay más que encender la televisión, leer la prensa o escuchar a la mayoría de mandatarios occidentales.

Empezábamos este artículo hablando de los neanderthales, de aquellos “otros” con los que convivimos durante miles de años. Hay muchas teorías sobre la causa de su desaparición, pero uno no puede evitar pensar que quizá fue el primer genocidio a manos de nuestra especie. Hoy, un pedazo de cielo se desploma sobre Gaza sembrándola de escombros. Parecemos no comprender que si la identidad y la otredad son caras de la misma moneda, cuando aniquilamos al otro, en cierta forma, nos aniquilamos a nosotros mismos. La dialéctica de la empatía es el único camino para despertar de esta pesadilla, para no tener que admitir, citando a Sartre, que “el infierno son los otros”.


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