Cartografía de los parques

La época estival, probablemente la única estación del año en la que nos detenemos a observar, con toda disposición, por dónde sale y se mete el sol.
Niña jugando con sombras en el parque
Diana Moreno Una niña juega con sombras en un parque

Verano: único momento del año en que observas el viaje del sol. Que el astro rey sale siempre por el mismo sitio y se mete por el contrario es algo que sabemos, o que nos han contado, desconectados como estamos de los procesos naturales, demasiado pendientes del tráfico y los edificios y el asfalto como para mirar lo que hay debajo; por suerte, es algo que ya descubrieron los humanos primeros, anteriores a toda brújula: que el sol se asoma por el este y se pone por el oeste, y que sucede así cada día.

Nunca te paras a comprobarlo. Salvo en verano. Entonces sí, entonces lo observas, estudias el movimiento de las sombras, recuperas la orientación de los humanos primigenios. A finales de mayo ya comienzas a mirar el sol al salir con tu hija cada mañana al parque. Os movéis aprovechando los fragmentos de la ciudad a los que no baña su luz. A las diez menos cuarto de la mañana, el parque más cercano a casa ya está medio iluminado. Te refugias bajo las sombras alargadas de unos chopos mientras miras a la niña trepar por el subibaja y los corceles que tiemblan sobre grandes muelles. La miras, este prólogo de vida, idolatrando tu propia infancia de campos sin alambradas, hasta que la luz acecha. A las diez y cuarto, el disco solar dibuja ráfagas de colores en el suelo y os hace huir y buscar otro parque.

Revisas las coordenadas, las cartas náuticas. Cerca, antes de llegar a la avenida principal, hay otro espacio arenoso con varios columpios que a esa hora está en la sombra del edificio próximo. Durará un rato. Hay que aprovecharlo. Allí tu hija juega, juega dejando huellas de sus pasos primeros, juega a disgregar la arena, juega con esa sapiencia que convierte en juguetes los palos y las hojas del álamo. A las once alcanza el sol por un costado y avanza, dejando fuera de uso su columpio preferido. Huis, como títeres de un teatro de madera sobre el que alguien proyecta luces y sombras.


Mediados de junio, madrugáis algo más, ocho y media y los parques aún bostezan. Vuelves a rastrear los refugios climáticos, a estudiar el planisferio, a buscar mosaicos verdes en el Google Maps. Os desplazáis (con aroma a crema factor cincuenta, tips para evitar quemaduras, rodillas despellejadas) hasta vuestro parque preferido en busca de las sombras. Estáis allí hasta las diez, cuando estas ya van adelgazando, reduciéndose con el horror con que menguan los polos helados, y jugáis a imaginar que desaparecen los pasillos sobre un río de lava. Os alcanza el rayo lácteo y la temperatura asciende. A las once, ya no podéis estar en la calle: demasiado calor.

Finales de junio. Aprendéis el arte de respirar bajo el humo. El parque entre bloques ya está medio iluminado. No veas Lorenzo, dice una señora mayor que siempre os ve por la zona, os vais a tener que levantar con las gallinas. Las nueve ya son calurosas, haces cábalas desesperadas, cuántas horas aguanta una niña en una casa, cuánto calor soporta un cuerpo, cómo hemos ido a vivir en estas cajas de ladrillo y hormigón y ciudades desarboladas y sin mirada en el futuro. Camináis para no huir ni quedaros, para no estar en casa, para salpicaros de saludos y rincones familiares. El calor exprime los espacios públicos y nos mata lentamente. Récord, dicen los telediarios, récord de temperaturas, récord de muertes, récord de gente que se desploma mientras trabaja, desigualdad con forma de casa sin aire acondicionado o ventilador, con la forma de una petrolera que nos envenena y aumenta las temperaturas globales y sale indemne. En el paseo descubrís un parque nuevo, cerca del mercado, y las sombras se os escapan, un planeta entero orbitando en torno a la luz que da vida y la quita.

Es un barrio que podría ser cualquier otro, una ciudad sin abrazos, una ciudad de esas que han crecido en torno a los ríos y ahora ya no los miran, y debajo de todo este hormigón hay tierra, te lo han contado, tierra con forma de leyendas, la del beduino que se orienta con la sombra de su vara, la del marinero que aprende a guiarse clavando la mirada en las estrellas, y tú no, tú estás al borde de las generaciones que ignoraron esa tierra, que pusieron una ciudad entera entre ellas y la naturaleza, pero ahora esta grita. Grita, bajo las baldosas que vibran, que arden, grita que la miremos, que hay que leer el sol de nuevo, que hay que volver a arañar la arena como hace tu hija. Mediados de julio y buscas exhausta el último árbol.

Aún queda agosto, y asusta, pero después del agosto llega septiembre, y después octubre, y así, la vida. Por más que la ciudad cambie, se reemplacen los vecinos y quiebre este negocio o desaparezca tal otro, por más que la vida parezca no frenar y te sientas en medio de una guerra sempiterna de lucha por la ciudad y desigualdades y resistencias, no pueden quitarte una certeza: que el sol saldrá mañana por un sitio y se meterá por el contrario. En las antípodas, imaginas a una madre y una hija que huyen del frío persiguiendo por las calles los últimos rayos de sol.

La vida y ya
Un rato de cada lunes
Pero, lo más coincidente ha sido, expresado de distintas maneras, su agradecimiento hacia ese lugar. Su lugar elegido.
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