Tribuna
El secuestro de Europa

El rearme no fortalece a la UE, la militariza sin emanciparla y paraliza cualquier posibilidad de actuación como sujeto político autónomo. El resultado es una Europa cada vez más dependiente y convertida en una periferia armada incapaz de pensar y actuar por sí misma.
OTAN Summit 2025 - 6
Foto de familia de la cumbre de la OTAN de 2025. Foto: Ministerie van Buitenlandse Zaken (CC BY-NC)

Hay historias antiguas que han atravesado los siglos porque siguen hablando al corazón humano con una claridad que los tratados modernos no alcanzan. El secuestro de Europa es una de ellas. Según la mitología griega, Europa era una joven princesa fenicia conocida por su inteligencia y por su gran belleza. Un día, mientras se hallaba recogiendo flores junto a la orilla del mar, vio acercarse a un toro blanco de mansa apariencia que emergía del agua con una serenidad engañosa. Era Zeus, que había adoptado esa forma para seducir a la princesa sin revelar su naturaleza divina. Cautivada por su hermosura, Europa se acercó al animal y, después de acariciarlo suavemente, se sentó sobre su lomo, confiada. En ese momento, el toro rompió su quietud y se abalanzó sobre las aguas, desapareciendo con ella rumbo a Creta, donde fue forzada a unirse a él en un acto de violencia que marcaría desde su origen el destino trágico de Europa. Pocas leyendas ilustran con tanta fuerza la mezcla de engaño y de violencia que acompaña siempre a los proyectos de dominación.

La historia parece repetirse bajo nuevas formas. Europa ha sido secuestrada por unas élites neoliberales y profundamente autoritarias que están haciendo de la guerra la nueva razón de ser del proyecto europeo. Lo diremos claramente y sin ambages: la Unión Europea (UE) ha emprendido una estrategia masiva de rearme que abre una espiral peligrosa y destructiva; una deriva militarista que transforma el modelo social, reconfigura el papel del Estado y vacía de contenido nuestras democracias. Una apuesta, en suma, que puede liberar fuerzas muy difíciles de contener.

Este texto trata de ofrecer una interpretación rigurosa de los acontecimientos desde una mirada europea y comprometida con la paz, la justicia social y la soberanía popular. Nombrar con claridad lo que está ocurriendo y comprender su lógica subyacente es fundamental para despertar una conciencia crítica que sea capaz de desafiar al nuevo consenso belicista. Y ese es precisamente nuestro objetivo: recuperar la palabra, interrumpir el relato dominante y abrir un espacio de reflexión sobre el rumbo que ha tomado Europa. En un momento en que el rearme amenaza con convertirse en el nuevo sentido común del continente, nos parece imprescindible abrir un debate público informado, honesto y valiente sobre las implicaciones profundas de una iniciativa que ya está transformando nuestras sociedades.

El diagnóstico que aquí presentamos no trata de encerrarse en una lectura estrecha y endogámica de la actual crisis europea. Muy al contrario, se inscribe en el marco más amplio de una transición geopolítica de alcance histórico que está reconfigurando los equilibrios mundiales y desplazando el eje del poder económico, político y cultural desde Occidente hacia Oriente. Durante las últimas décadas, las placas tectónicas del sistema internacional han comenzado a moverse lentamente, abriendo diversas líneas de fractura que delimitan los contornos del mundo que viene. Nos estamos adentrando en un escenario nuevo y extraño, en el que la guerra de Ucrania y el rearme europeo —núcleo fundamental de nuestro análisis— son sólo una manifestación de un proceso de transformación mucho más profundo que anuncia un cambio de época.

No estamos ante un simple aumento del gasto en defensa, sino ante una mutación profunda del presupuesto y de la lógica de inversión pública en el marco de una economía de guerra en formación

Hay al menos otras tres zonas críticas que completan el mapa de este reordenamiento global. La primera es el Mar de la China Meridional, donde la confrontación entre China y EEUU en torno a Taiwán cristaliza en un conflicto potencialmente explosivo, con implicaciones estratégicas de gran calado. La segunda es el Sahel, convertido en teatro de una nueva disputa por los recursos, los corredores migratorios y la influencia política. Allí se entrecruzan los intereses de las antiguas potencias coloniales, los nuevos actores globales y las resistencias populares que aspiran a la recuperación de la soberanía. La tercera es Oriente Medio, donde el genocidio contra el pueblo palestino y el enfrentamiento entre Israel e Irán han devuelto a la región una centralidad dramática. La actual guerra abierta entre ambos Estados, con la amenaza latente de una intervención estadounidense, anuncia un punto de inflexión estratégico que podría alterar de forma duradera los equilibrios regionales y globales.

Estas cuatro líneas de fractura —Ucrania, Asia-Pacífico, el Sahel y Oriente Medio— conforman el mapa provisional de un mundo en transición y revelan la profundidad de la crisis del orden internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Nuestro análisis parte de Europa porque es aquí donde vivimos y donde queremos actuar, pero no puede ignorar el marco global en el que se inscriben los problemas europeos. El destino del Viejo Continente está, hoy más que nunca, indisolublemente unido al de los pueblos del mundo.

Capitalismo de guerra

Lo que parecía impensable hace sólo unos años, ahora es una realidad tangible: Europa ha entrado en una nueva fase de rearme. Las cifras que vamos conociendo son fabulosas y evidencian un cambio estructural en la definición de las prioridades estratégicas de las políticas públicas. No estamos ante un simple aumento del gasto en defensa, sino ante una mutación profunda del presupuesto y de la lógica de inversión pública en el marco de una economía de guerra en formación. Los planes europeos pretenden movilizar 800.000 millones de euros en los próximos años, y el Gobierno de España se ha comprometido a elevar el gasto militar hasta alcanzar el 2% del PIB este mismo año, lo que supone una inversión en este campo de 10.471 millones adicionales.

Aún más significativa resulta la declaración realizada el 16 de mayo de 2025 por el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, que afirmó que España alcanzará, “sin duda”, un gasto en defensa del 5% del PIB en los próximos años, distribuido en un 3,5% para gasto militar directo y un 1,5% para seguridad en sentido amplio, incluyendo infraestructuras y ciberseguridad. Si se cumple este objetivo, España dedicaría aproximadamente 80.000 millones de euros anuales a ámbitos relacionados con la defensa y la seguridad.

Es un nuevo orden presupuestario que expresa la transición hacia un capitalismo militarizado donde la guerra se convierte en motor del crecimiento económico

Para tener una idea precisa de la magnitud de este esfuerzo, puede compararse con otras partidas relevantes del gasto público en nuestro país. Esta cifra representa cuatro veces el gasto en prestaciones por desempleo en 2024 (23.163 millones de euros) y equivale a más del 10% del presupuesto consolidado de todas las Administraciones Públicas, incluyendo el Estado, las comunidades autónomas y las entidades locales. Representa, además, veinte veces el gasto público efectivamente destinado a vivienda en 2024 —un ámbito especialmente sensible en el actual contexto de crisis habitacional— y supera en términos absolutos el presupuesto conjunto de tres ministerios clave para el bienestar social como Cultura, Transición Ecológica e Igualdad.

Como puede observarse, no se trata de una cuestión simbólica o meramente coyuntural, sino de una decisión estratégica que compromete los recursos públicos de forma estructural y altera las prioridades fundamentales del Estado tal y como se establecen en la Constitución de 1978. Lo que emerge es un presupuesto de guerra en el que el gasto militar deja de ser un rubro marginal y pasa a ocupar una posición central en la distribución de los recursos, subordinando otras áreas del gasto a las prioridades militares. Bajo esta definición, la orientación presupuestaria empieza a responder a lógicas propias de una economía de guerra, en la que la inversión pública, la política industrial y la innovación tecnológica están crecientemente dirigidas hacia el desarrollo de capacidades de defensa y seguridad, favoreciendo a aquellos sectores considerados estratégicos en términos militares y desplazando los principios tradicionales del Estado social. En definitiva, un nuevo orden presupuestario que expresa la transición hacia un capitalismo militarizado donde la guerra se convierte en motor del crecimiento económico y el Estado en garante del beneficio empresarial en sectores estratégicos, especialmente el armamentístico.

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Un elemento clave de esta transición es la construcción de “campeones nacionales”: empresas estratégicas que, gracias al apoyo del Estado, pueden competir en el escenario global en sectores considerados sensibles para la defensa y la seguridad. En el caso español, todo parece indicar que Indra ha sido la elegida para desempeñar este papel. Se trata de una compañía tecnológica con fuerte participación estatal a través de la SEPI, que ya lidera proyectos clave en el ámbito de la defensa y que se prepara para asumir un papel central en el nuevo ciclo de inversiones militares.

No hablamos de un simple ajuste corporativo, sino de una apuesta política por orientar el aparato productivo hacia una nueva fase de acumulación centrada en la defensa, la industria armamentística, la ciberseguridad, la inteligencia artificial aplicada al campo militar o la vigilancia de fronteras. Un viraje de gran calado que sitúa a Europa en el umbral de una nueva etapa y pone en cuestión el modelo social, las prioridades económicas y el horizonte histórico de las sociedades europeas.

Acumulación por desposesión en Europa

La decisión de la UE de embarcarse en un plan de rearme de estas dimensiones supone un punto de inflexión en la configuración económica y política del continente. En efecto, a diferencia de otras iniciativas de emergencia como el fondo Next Generation EU, que estableció mecanismos excepcionales de mutualización de deuda, el rearme se financiará básicamente mediante la emisión de deuda soberana de cada Estado miembro, lo cual tendrá implicaciones profundas en términos de desigualdad, disciplina fiscal y jerarquía política en el espacio europeo. Esta elección no es en absoluto neutral: al optar por un esquema de financiación descentralizado, la UE consagra una arquitectura asimétrica que reproduce y profundiza las desigualdades existentes en su seno, evocando los años bárbaros de la crisis financiera en los que el endeudamiento público se convirtió en un mecanismo para disciplinar a los países del sur de Europa y obligarles a acometer salvajes recortes sociales. En lugar de corregir los errores del pasado, el rearme europeo los reactiva en un nuevo contexto político-militar.

Al optar por un esquema de financiación descentralizado, la UE consagra una arquitectura asimétrica que reproduce y profundiza las desigualdades existentes en su seno

El meollo del problema reside, una vez más, en la compleja relación que se establece entre deuda pública, soberanía fiscal y jerarquía de Estados en el ámbito de la UE. Alemania, con una posición presupuestaria saneada y un potente tejido industrial, puede permitirse emitir deuda en condiciones ventajosas y ejecutar sin tensiones fiscales su compromiso de destinar hasta 500.000 millones de euros al rearme, más otros tantos para infraestructuras estratégicas. De hecho, ya lo está haciendo, y parece que este volumen de gasto no solo es sostenible, sino que podría fortalecer su posición industrial en el nuevo contexto europeo. Por el contrario, los países del sur de Europa (como España, Italia, Grecia o Portugal), con niveles de endeudamiento estructuralmente altos, enfrentarán serias dificultades para financiar su esfuerzo bélico y es probable que el recurso a los mercados financieros se produzca en condiciones cada vez más onerosas. Aquí es donde entra en juego el spread o prima de riesgo, un indicador económico que es también un fortísimo mecanismo de disciplinamiento político, pues señala el sobreprecio que debe afrontar un Estado para financiarse en los mercados en comparación con otro Estado considerado más solvente, como Alemania.

Los países del sur de Europa saben muy bien lo que esto significa. Durante la primera década del siglo XXI, los desequilibrios provocados por las políticas neomercantilistas del centro, basadas en la generación de superávits comerciales a través de la contención salarial y la especialización exportadora, provocaron un gigantesco flujo de capitales hacia la periferia europea. Este flujo de dinero alimentó grandes burbujas inmobiliarias y sostuvo artificialmente el consumo mediante el endeudamiento, hasta que el estallido de la crisis de 2008 puso de manifiesto su carácter insostenible. Entonces todo se precipitó. La deuda privada se transformó en deuda pública a través del rescate bancario, disparando los niveles de endeudamiento estatal. Los mercados, percibiendo el riesgo, exigieron intereses cada vez más altos para prestar dinero a estos países, que se vieron forzados a ejecutar duros programas de ajuste. El BCE contuvo de forma calculada sus mecanismos de intervención hasta que los gobiernos estuvieron de rodillas y aplicaron reformas estructurales. Grecia fue el caso más dramático, pero no el único, de una estrategia que Yanis Varoufakis definió como “la tortura del submarino presupuestario”.

Pensamiento
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Tal y como ha sido diseñado, el rearme europeo podría reactivar el patrón vivido durante la crisis de deuda soberana en la zona euro. El aumento de la prima de riesgo encarecerá la financiación de los países más endeudados, limitará su margen fiscal y condicionará sus decisiones presupuestarias, reproduciendo una jerarquía política no impuesta desde los tratados, sino desde los mercados. En el marco del rearme, ello significa que los Estados con mayor solvencia podrán desarrollar sus capacidades de defensa sin demasiados problemas; en cambio, los Estados periféricos sólo podrán hacer frente a sus compromisos de gasto militar si aceptan restricciones en otras partidas clave, como sanidad, educación o pensiones. El resultado es una economía de guerra fuertemente jerarquizada, donde la capacidad de empréstito determina la posición relativa de cada Estado en el reparto efectivo del poder europeo: quienes pueden financiar el rearme, lo lideran; quienes no están en condiciones de hacerlo, simplemente, obedecen.

Lejos de significar una ruptura con el orden existente, el rearme tiende a reforzar el dispositivo atlantista y a consolidar la subordinación estructural del continente europeo al poder norteamericano

En definitiva, el proyecto de la UE desplaza los costes del esfuerzo militar a los Estados miembros, aún sabiendo que su capacidad para sostenerlo es profundamente desigual. En términos materiales, esto significa que el rearme implicará una masiva transferencia de recursos públicos desde el campo de los derechos sociales al complejo militar-industrial, con consecuencias devastadoras para los sectores populares. Como advierte Maurizio Lazzarato, “los miles de millones necesarios para pagar a los mercados financieros no estarán disponibles para sostener los diversos Estados del bienestar”. Pero no sólo eso. La política militar europea quedará subordinada, de facto, a una nueva disciplina en la que los Estados más frágiles perderán toda capacidad para definir su estrategia de defensa y estarán obligados a alinearse con los intereses de los Estados centrales. O, por decirlo más claramente, no se trata sólo de desviar recursos públicos hacia la industria de guerra, sino también, y acaso fundamentalmente, de transferir las últimas reservas de soberanía de los países periféricos hacia el núcleo dirigente de la UE, especialmente Alemania.

Un protectorado militar norteamericano

El discurso oficial sobre el rearme europeo insiste en presentarlo como un paso hacia la “autonomía estratégica” y la “independencia geopolítica” de una Europa capaz de actuar sin tutela externa en el escenario internacional. Esta retórica ha sido adoptada por importantes líderes europeos y por figuras intelectuales como Jürgen Habermas, quien recientemente ha defendido la necesidad de dotar a la UE de capacidades militares propias para no quedar relegada en un mundo en transición. Se trata de una ilusión construida mediáticamente que no resiste un análisis riguroso sobre la posición internacional de Europa. Lejos de significar una ruptura con el orden existente, el rearme tiende a reforzar el dispositivo atlantista y a consolidar la subordinación estructural del continente europeo al poder norteamericano. Una subordinación —conviene insistir en ello— aceptada y asumida de manera acrítica por las élites europeas, que siempre han preferido la protección del paraguas estadounidense a asumir una estrategia propia y verdaderamente autónoma.

Hagamos un poco de historia. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la arquitectura de seguridad europea ha estado determinada por la presencia dominante de EEUU a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), fundada en 1949. En efecto, Washington ha mantenido durante décadas un control efectivo sobre la estrategia de defensa de Europa Occidental, que de facto sigue siendo un protectorado norteamericano. Hoy en día, cerca de 300 bases militares estadounidenses permanecen activas en suelo europeo, con contingentes permanentes que superan los 80.000 soldados, sin contar con los despliegues rotativos y el armamento nuclear almacenado en países como Alemania, Bélgica o Italia. Esta infraestructura, por sí sola, desmiente cualquier pretensión de constituir un polo autónomo de decisión geopolítica y convierte al continente en una plataforma de proyección del poder militar de EEUU. El debate real sobre la autonomía estratégica de Europa debe partir de esta base ineludible, so pena de convertirse en una ficción retórica que sólo sirve para encubrir la continuidad de la dependencia atlántica.

Desde esta perspectiva, puede afirmarse que los sucesivos intentos europeos de articular una política exterior y de defensa autónoma han sido sistemáticamente contenidos y neutralizados por los EEUU. Desde el fracaso del proyecto de Comunidad Europea de Defensa en los años cincuenta, pasando por la subordinación operativa durante las guerras de los Balcanes, hasta la cancelación de iniciativas más recientes como el Cuerpo Europeo de Reacción Rápida o la creación de un Consejo de Seguridad Europeo, la constante ha sido la misma: Washington ejerce su derecho de veto para frustrar cualquier conato de autonomía efectiva, inmediatamente percibido como una amenaza a la estructura de poder transatlántica. Las presiones políticas, diplomáticas y económicas se despliegan oportunamente para garantizar la adhesión a la OTAN como marco único y excluyente, sin descartar el recurso a la guerra en caso de ser necesario. Augusto Zamora ha afirmado con razón que el verdadero objetivo de la guerra contra Yugoslavia (1999) era la política de autonomía iniciada por la UE en esos años, haciendo de la OTAN “el instrumento esencial para mantener y extender la influencia de EEUU en Europa”.

Análisis
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En los años 80 tanto el movimiento pacifista como el reformismo soviético propusieron hacer del viejo continente un espacio político libre de armas nucleares y que contribuyera a la cooperación entre Este y Oeste. Las tensiones en Ucrania ponen otra vez de actualidad el concepto acuñado por Mijail Gorbachov en el final de la Guerra Fría.


El hecho es que la posición internacional de la UE sigue estando condicionada por su adhesión a los compromisos atlantistas, la alineación automática con las directrices del Pentágono y la dependencia tecnológica de la industria armamentística estadounidense. La guerra en Ucrania ha intensificado este proceso, llevándolo a cotas que hubieran sido impensables hace unos pocos años. La respuesta europea al conflicto ha estado marcada por un seguidismo acrítico de las posiciones de Washington, hasta el punto de que todas las decisiones clave sobre apoyo militar y sanciones económicas se han tomado al dictado de EEUU, ignorando o despreciando los intereses y necesidades de los pueblos europeos. Aunque posteriormente hemos de volver sobre ello, anotemos ahora que la dependencia energética respecto al gas natural licuado norteamericano, surgida tras la ruptura con Rusia, ha afianzado esta tendencia, consolidando el papel subalterno de Europa en un orden geoestratégico hegemonizado por Washington.

En este contexto, el proyecto de rearme representa una funcionalización de los Estados europeos dentro del dispositivo de contención global de EEUU. La multiplicación de fondos destinados a defensa, la adquisición de tecnología militar en gran parte estadounidense y la dirección operativa de la OTAN perpetúan una lógica de dependencia que convierte a Europa en brazo ejecutor de una agenda completamente ajena a sus intereses estratégicos. La industria armamentística estadounidense se beneficia directamente de esta dinámica, mientras las capacidades europeas se orientan a satisfacer necesidades y objetivos definidos más allá de sus fronteras. El rearme no fortalece a la UE, la militariza sin emanciparla y paraliza cualquier posibilidad de actuación como sujeto político autónomo. El resultado es una Europa cada vez más dependiente y convertida en una periferia armada incapaz de pensar y actuar por sí misma en el nuevo orden multipolar.

Esta dinámica no sólo tiene profundos efectos en el plano militar, sino también en el político-cultural. La progresiva internalización de los marcos discursivos estadounidenses sobre seguridad, democracia y amenazas exteriores produce una homogeneización del debate público que ha debilitado seriamente la pluralidad europea. La falsa idea de que EEUU es el garante de la paz y la estabilidad en nuestro continente impide explorar modelos alternativos basados en la neutralidad, el multilateralismo o la seguridad compartida. Los grandes medios de comunicación desempeñan un papel clave en este proceso, reproduciendo sin fisuras la narrativa hegemónica de Washington, hasta convertirla en un sentido común dominante que no hace más que replicar las lógicas de confrontación que caracterizan la estrategia norteamericana. Lleva mucha razón John Mearsheimer cuando afirma que Europa ha delegado su seguridad en EEUU durante tanto tiempo, que ha perdido la capacidad de pensar en términos de interés propio autónomo.

Mientras se multiplican los discursos sobre la defensa de la legalidad internacional y los derechos humanos en Ucrania, Europa mantiene un silencio atronador ante la destrucción sistemática de Gaza

Hoy mas que nunca resulta indispensable efectuar una crítica fundamentada a la subordinación atlántica. La “autonomía estratégica” no puede ser una excusa para abrazar sin reservas el lenguaje de la guerra. Implica apostar por un orden multipolar, por una Europa que deje de ser satélite y se reconozca como sujeto en un mundo nuevo que emerge por todas partes. La multipolaridad no es una abstracción, ni tampoco una fantasía utópica, sino una realidad en construcción impulsada por países que rechazan el criterio unipolar de Washington y basan sus relaciones en la cooperación y el respeto a la soberanía nacional.

El surgimiento de nuevos polos de poder —como China, India, Rusia, Sudáfrica o Brasil— está redefiniendo el equilibrio internacional, y Europa debe decidir si se convierte en un actor relevante o si permanece atada a una hegemonía en decadencia. Así entendida, la “autonomía estratégica” es una condición para preservar la democracia y defender los intereses europeos desde el respeto a la soberanía de los Estados, contribuyendo a un orden internacional más justo y equilibrado y, por tanto, menos sometido a lógicas imperiales.

Las verdaderas razones del rearme europeo

Rusia es sólo una excusa. El relato que presenta la amenaza rusa como un imperativo de seguridad absoluto y repentino pierde fuerza si se examina el marco histórico en el que se inscribe el conflicto. Hoy sabemos que el ataque a Ucrania solo fue el último eslabón de una cadena cuyo origen se remonta a la expansión de la OTAN hacia el este, tras la disolución de la URSS. A pesar de las promesas realizadas a Gorbachov en 1990, la Alianza Atlántica no sólo no se disolvió, sino que avanzó en sucesivas oleadas de ampliación hacia la frontera rusa, culminando con la inclusión de Ucrania en la agenda estratégica de la OTAN a través de diversos acuerdos de asociación y cooperación militar. La guerra, por tanto, no fue el punto de partida, sino una consecuencia trágica de una lógica de cerco que alimentó la tensión hasta límites insoportables. O, para ser más precisos, el último capítulo de una escalada inducida por un despliegue político-militar que acabó desbordando los cauces diplomáticos para resolver pacíficamente el conflicto. Este acontecimiento no puede analizarse de forma aislada ni descontextualizada, so pena de incurrir en un enfoque reduccionista que oscurezca sus causas profundas y sus implicaciones geopolíticas.

Del mismo modo, la apelación constante a los “valores europeos” para justificar el rearme resulta particularmente cínica si se considera la postura de la UE frente al genocidio perpetrado contra el pueblo palestino. Mientras se multiplican los discursos sobre la defensa de la legalidad internacional y los derechos humanos en Ucrania, Europa mantiene un silencio atronador ante la destrucción sistemática de Gaza por parte del Estado de Israel. Como nos recuerda Ilan Pappé, EEUU y Europa “siempre han desoído el sufrimiento y los derechos de los palestinos y han levantado un escudo que permite a Israel seguir con la ocupación y la colonización”. Un escudo tejido con acuerdos comerciales, complicidad diplomática y suministro de armas, mientras se ignoran las masacres selectivas, se normaliza el régimen de apartheid y se consiente el castigo colectivo de los palestinos. Esta hipocresía desacredita la pretendida autoridad moral de la UE y evidencia la subordinación real de su política exterior a intereses estratégicos que nada tienen que ver con la ética o los derechos humanos.

La verdad es que el rearme no responde a una amenaza exterior concreta, y mucho menos a la defensa de unos supuestos “valores europeos”. Lo que ocurre es muy distinto y tiene que ver con la derrota estratégica que Occidente, y particularmente la UE, ha sufrido en Ucrania. En efecto, Europa no acepta el resultado de la guerra porque implica un cambio estructural en términos de encarecimiento energético y pérdida de competitividad que está golpeando de lleno al corazón industrial europeo. Uno de los efectos más graves y duraderos del conflicto ucraniano ha sido la ruptura del vínculo energético entre Europa y Rusia, especialmente en lo que atañe al suministro de gas natural. Recordemos que hasta el año 2021, Alemania y otros países europeos dependían del gas ruso, cuya abundancia y precio permitían mantener costes industriales bajos y una fuerte posición exportadora. La ruptura de esa relación, provocada por las sanciones contra Rusia y el sabotaje de los gasoductos Nord Stream, ha obligado a estos países a recurrir al gas natural licuado estadounidense, sensiblemente más caro y más costoso de transportar y de almacenar.

Las consecuencias son estructurales y todavía es pronto para calibrar plenamente su alcance, pero ya se perciben señales inequívocas de debilitamiento económico en los países más dependientes de la industria exportadora. El precio de la energía ha aumentado de forma sostenida, erosionando la competitividad de sectores clave como la química, la metalurgia, el papel, la cerámica y, especialmente, la automoción. Alemania, considerada hasta hace poco la locomotora industrial de Europa, es el país más afectado por esta nueva realidad. En 2024, la producción industrial cayó un 4,5% respecto al año anterior, con descensos especialmente acusados en sectores estratégicos como el automóvil (-7,2%) y la ingeniería mecánica (-8,1%). El paro ha empezado a subir y la amenaza de deslocalización de empresas planea sobre la economía alemana. Jacques Sapir no tiene dudas cuando afirma que los grandes países europeos como Alemania, Italia o Francia, no podrán resistir la política comercial de Trump sin reanudar las compras de gas y petróleo rusos: “de lo contrario, verán cómo sus grandes empresas abandonan Europa —donde la energía es carísima— para instalarse en EEUU”.

La guerra se convertirá en el nuevo núcleo de legitimación del orden europeo, alumbrando un neoliberalismo belicista y autoritario que se asienta sobre el miedo al enemigo

En definitiva, todo indica que Europa ha entrado en un período prolongado de encarecimiento energético, sin alternativa clara a la vista. En este contexto, el rearme aparece como una respuesta desesperada para reactivar el aparato productivo bajo nuevas premisas, reorganizando el espacio europeo en torno a una economía de guerra. Es un hecho que la victoria de Rusia ha erosionado las bases materiales del modelo neoliberal europeo, y se trata ahora de blindar el orden existente transfiriendo a las mayorías sociales los costes del nuevo escenario.

Podríamos decir que las élites europeas han optado por una huida hacia adelante, que consiste en militarizar la economía y prolongar el conflicto como forma de escapar a una derrota estratégica que implica un cambio estructural en la economía europea. Estas y no otras son las auténticas razones que explican la deriva militarista que estamos viviendo: gestionar una crisis histórica sin cuestionar los fundamentos del poder económico y preservar un orden internacional basado en la supremacía política, económica y militar del Atlántico Norte.

¿Hacia un suicidio colectivo?

La guerra de Ucrania se encamina hacia una fase decisiva. El avance ruso parece irreversible y es muy probable que en los próximos meses se produzca una intensificación dramática de las hostilidades, poniendo en primer plano la cuestión de la guerra y su lugar en el debate público europeo. Los preparativos del rearme se acelerarán entre advertencias cada vez más apremiantes sobre la necesidad de hacer “sacrificios” para afrontar la “amenaza rusa” en nombre de los “valores europeos”. Digámoslo claramente: lo que ha empezado es una operación psicosocial a gran escala para construir un consenso artificial en torno al rearme. Los medios de comunicación difundirán sin tregua los discursos de guerra, invisibilizando cualquier voz crítica. El nuevo consenso atravesará transversalmente el sistema político, abarcando tanto a la derecha como a la izquierda (con honrosas excepciones). Incluso los sindicatos, que un día defendieron la paz y la justicia social, se verán arrastrados a esta lógica, ya sea por convicción, por inercia o por simple subordinación al relato dominante. La guerra se convertirá en el nuevo núcleo de legitimación del orden europeo, alumbrando un neoliberalismo belicista y autoritario que se asienta sobre el miedo al enemigo.

¿Pero quién es el enemigo? El aumento del gasto militar y el desarrollo de la industria de defensa tienen como telón de fondo la posibilidad de un conflicto con Rusia, que es —conviene no olvidarlo— la primera potencia nuclear del mundo. Este dato simple y contundente es sistemáticamente silenciado en el debate público sobre el rearme, pero constituye el núcleo ineludible del problema. En efecto, Rusia dispone en la actualidad del mayor arsenal nuclear del planeta, con aproximadamente 6.000 ojivas, de las cuales más de 1.700 están desplegadas y listas para su uso inmediato. Además, en los últimos años ha completado un proceso de modernización profunda de sus capacidades militares, incluyendo misiles balísticos intercontinentales, submarinos nucleares y aviación estratégica. El despliegue de sistemas como el misil RS-28 Sarmat, capaz de portar múltiples ojivas hipersónicas, o la nueva generación de submarinos de la clase Borei-A, evidencian la superioridad técnica y disuasoria de su aparato nuclear.

Pues bien, la doctrina militar rusa, públicamente conocida, prevé el uso de armas nucleares en caso de que su integridad territorial o sus infraestructuras estratégicas se vean amenazadas por un conflicto convencional de alta intensidad. Esto significa que cualquier avance militar que comprometa de forma significativa la posición rusa puede desencadenar una escalada con consecuencias catastróficas para Europa. Por cierto, la doctrina nuclear no es una simple declaración de intenciones, sino un marco operativo que determina automáticamente la respuesta militar ante escenarios críticos. Implica, por tanto, un sistema automatizado de reacción que se vuelve inexorable cuando se cruzan ciertos umbrales. Ignorar esta realidad, como sistemáticamente están haciendo las élites europeas, equivale a desplazar el conflicto a una dimensión estratégica donde la guerra se convierte en un riesgo existencial para Europa. El rearme no sólo es una apuesta ruinosa que exigirá enormes sacrificios sociales; también es una apuesta suicida en términos políticos y militares.

En este contexto, las decisiones adoptadas por los países europeos adquieren un cariz profundamente irresponsable y están generando un creciente rechazo en el escenario internacional, incluso entre antiguos aliados. Aunque traten de ocultarlo por todos los medios, la verdad es que el aislamiento actual de Europa no tiene precedentes en la historia. Nunca antes habíamos estado tan solos en el panorama internacional. Los países del Sur Global, agrupados en foros como los BRICS, rechazan abiertamente la estrategia de escalada contra Rusia y abogan por un orden internacional basado en el multilateralismo, la negociación y el respeto a la soberanía. También en el seno de Occidente empiezan a aparecer disensos importantes. El cambio de clima en Washington es significativo, y cada vez más voces en las élites norteamericanas señalan que son Europa y Zelensky quienes se niegan a negociar, llevando el conflicto a un punto de no retorno que puede acabar en una derrota política y militar de grandes dimensiones.

El proyecto de la UE subvierte las prioridades del Estado y entierra el constitucionalismo social de posguerra, consolidando un nuevo bloque histórico en torno al capital bélico-industrial

Lo que se presenta como una defensa de los “valores europeos” frente a la “amenaza rusa” es, en realidad, una apuesta desesperada por mantener el statu quo y conservar el poder de clase, aunque para ello sea necesario militarizar la vida civil, destruir el Estado social y asumir el riesgo de una guerra nuclear. La UE está encerrando a sus poblaciones en un laberinto sin salida en el que las únicas puertas abiertas conducen a la ruina económica o al suicidio colectivo. Y cuenta para ello con la complicidad activa de los gobiernos europeos, incluyendo el Gobierno de España, que actúan como ejecutores de una agenda dictada por intereses espurios, asumida sin debate público y legitimada mediante el miedo. Una agenda, en suma, que podría poner en cuestión la viabilidad política de la UE tal como la conocemos. La primera condición para detener esta locura es romper el silencio, desenmascarar la retórica belicista y reconstruir un horizonte político que devuelva la palabra a los pueblos de Europa.

Salvar a Europa de la Unión Europea

Lo dijimos al principio y ahora insistimos en ello: el rearme europeo es un proyecto de gran calado que redefine el papel del Estado, reconfigura la economía y clausura espacios fundamentales de soberanía. Su análisis exige categorías profundas, capaces de captar las transformaciones en curso más allá de los discursos oficiales y de los procedimientos formales. Podría decirse que el rearme implica una alteración de la constitución material en el sentido que Constantino Mortati daba a esta expresión: la estructura real de poder, la disposición efectiva de fuerzas sociales que configuran un determinado régimen político.

Tal y como hemos expuesto, el proyecto de la UE subvierte las prioridades del Estado y entierra el constitucionalismo social de posguerra, consolidando un nuevo bloque histórico en torno al capital bélico-industrial. Un dispositivo hegemónico que reorganiza la relación entre Estado y sociedad desplazando el eje de legitimación desde los derechos sociales hacia la seguridad militar.

El proceso de desposesión ha empezado de nuevo y golpeará especialmente a las mayorías sociales, subordinando sus necesidades —educación, salud, cuidados, salarios— a las exigencias de una economía de guerra. El margen de maniobra del Estado ante las clases será cada vez más estrecho y estará condicionado por imperativos geoestratégicos definidos en instancias completamente ajenas a la voluntad popular. En este contexto, se producirá una separación cada vez mayor entre el país legal —las instituciones formales— y el país real —las mayorías desposeídas—, erosionando la legitimidad del orden vigente. Una nueva conciencia surgirá entre el océano de mentiras que sostiene la propaganda de guerra. Todavía es difusa, fragmentaria, incluso contradictoria. Pero existe y se alimenta del hartazgo, del deterioro de las condiciones de vida y de una memoria que todavía guarda el eco de otras resistencias. Esa conciencia no se expresará de inmediato en formas organizadas ni con los viejos lenguajes. Será un proceso lento, desigual y lleno de tensiones. Pero abrirá una grieta, y por esa grieta puede entrar la historia.

Toda crisis encierra la posibilidad de un nuevo comienzo. La fractura de la constitución material puede abrir un ciclo político de largo aliento orientado hacia la redefinición democrática del poder. Bajo la superficie, como un viejo topo que horada sin descanso, está surgiendo una conciencia crítica que podría impulsar un proceso constituyente fundado en la soberanía popular, la defensa de la paz y la justicia social. A nuestro juicio, esta apuesta no exige una ruptura con Europa como espacio político e histórico, sino precisamente lo contrario: la reconstrucción de Europa sobre nuevas bases.

Es necesario articular una Europa confederal capaz de superar el diseño tecnocrático y postnacional de la actual UE. Una Europa que parta del reconocimiento del Estado nacional como espacio indispensable para la democracia, y lo integre en un marco de cooperación supranacional basado en el respeto mutuo y en la existencia de instituciones comunes. No se trata de volver a los viejos nacionalismos excluyentes, sino de asumir que no puede haber democracia sin demos, y que solo en el marco de una comunidad política organizada —con capacidad de deliberación, decisión y autogobierno— puede expresarse la voluntad general.

Una Europa confederal exige repensar el continente como una comunidad plural y solidaria, construida desde abajo, en la que la paz, el derecho internacional y la igualdad entre los Estados miembros sean principios rectores. No hablamos de disquisiciones teóricas ni de formulaciones abstractas. Si Europa aspira a tener voz propia en el contexto internacional y a dejar de ser un apéndice de Washington, hay al menos tres puntos críticos que deben tenerse en cuenta para delinear una vía alternativa: en primer lugar, ampliar el espacio político de los Estados para que puedan gestionar las economías nacionales de acuerdo con sus intereses específicos; en segundo lugar, proponer un tratado de amistad y cooperación con Rusia que exprese una voluntad de entendimiento mutuo y colaboración estratégica, abandonando la lógica de la confrontación; y, en tercer lugar, apostar por la integración activa en un mundo multipolar más equilibrado y abierto a la pluralidad de modelos políticos, económicos y culturales. Abordaremos por separado cada uno de estos aspectos que, considerados en conjunto, configuran la idea de una Europa confederal como proyecto superador del entramado neoliberal que estructura la UE.

El primer punto es decisivo: el federalismo neoliberal y tecnocrático que se ha impuesto en las últimas décadas ha derivado en un régimen oligárquico que restringe los derechos de los trabajadores, debilita los pilares del Estado social y erosiona los fundamentos mismos de la democracia. Es urgente reorientar el proyecto europeo sobre nuevas bases: construir una Europa confederal que limite el alcance de los mercados y garantice a cada Estado un espacio político soberano donde la voluntad popular pueda expresarse, organizarse y transformarse en poder. No puede haber democracia sin un espacio en el que los ciudadanos puedan deliberar, decidir y someter a escrutinio las cuestiones económicas fundamentales. Reconstruir Europa exige precisamente eso: instituciones comunes, competencias bien delimitadas y mecanismos de cooperación monetaria que protejan frente a la especulación y favorezcan unas relaciones comerciales equilibradas. Solo así será posible comprometer a las poblaciones en un proyecto económico, político y social avanzado, que responda a sus necesidades y recupere la centralidad de la soberanía popular.

El segundo punto es también ineludible: no puede haber seguridad europea sin un tratado de amistad y cooperación con Rusia. Una Europa confederal debe mirar hacia el este no como frontera de confrontación, sino como espacio de cooperación, ejerciendo su autonomía estratégica de forma concreta y más allá de afirmaciones retóricas frente a la política de contención dictada por Washington. Este enfoque permitiría la desescalada militar y abriría la puerta a una alianza estructurada en torno a intereses comunes como la energía, el comercio, el transporte, la investigación o la tecnología, por mencionar sólo algunos. Lo que se necesita es un acuerdo europeo que ponga fin a la lógica de bloques y abra un nuevo ciclo de entendimiento continental, rompiendo con el atlantismo que ha condicionado durante décadas la política exterior europea. No hablamos de una iniciativa marginal o utópica, sino de una vía realista para estabilizar la región y acabar con la hostilidad heredada de la Guerra Fría. Normalizar las relaciones con Moscú sobre la base del respeto mutuo y la cooperación económica es la condición previa de cualquier intento de refundación del proyecto europeo.

En tercer lugar, la construcción de una Europa confederal debe enmarcarse en una apuesta estratégica por un orden multipolar en el que el poder no esté monopolizado por una única superpotencia, sino distribuido entre diversos polos que interactúan y cooperan en condiciones de igualdad y respeto mutuo. Este nuevo mundo ya se está conformando ante nuestros ojos: el auge de China, el peso económico y demográfico de India, el papel central de Rusia, el fortalecimiento del Sur Global a través de los BRICS+, la Organización de Cooperación de Shanghái o la Unión Africana, están alumbrando una arquitectura internacional post-occidental mucho más cooperativa, plural y arraigada en la soberanía de los pueblos. Finalmente, Europa tiene que elegir si quiere seguir siendo un actor subalterno, alineado incondicionalmente con los intereses de EEUU, o si está dispuesta a participar en la construcción un mundo nuevo, más equilibrado, donde los pueblos tengan voz, protagonismo y reconocimiento. La pregunta es inevitable y la respuesta la dará la historia.

Europa debe tomar partido, romper con la subordinación al atlantismo y alzarse como parte activa de un mundo en transición que ya no gira en torno a Washington, ni mucho menos a Bruselas. Recuperar, si se nos permite, el espíritu de Bandung, la Conferencia que en 1955 reunió a los países afroasiáticos recién independizados para proclamar el derecho de los pueblos a decidir su destino en un marco internacional basado en la soberanía, la paz y la cooperación entre iguales. Aquel encuentro histórico significó la irrupción de un sujeto colectivo en la escena mundial, el anuncio de una geopolítica desde abajo que reivindicaba la dignidad de los pueblos liberados del colonialismo. Más de medio siglo después, Europa tiene la responsabilidad histórica de recoger ese legado y definir su lugar en el mundo. Volver a Bandung significa construir una relación distinta con el Sur Global; reconocer como interlocutores a los pueblos que, desde América Latina hasta África o Asia, están reclamando un nuevo orden internacional basado en la igualdad, la sostenibilidad y la justicia social; en definitiva, participar activamente en el proceso de transformación del mundo que es la gran tarea de nuestro tiempo.

Volver a Bandung no es nostalgia del pasado, sino una apuesta por el porvenir.

Nota de los autores
Las personas firmantes de este texto expresamos nuestra voluntad de dar continuidad a las ideas aquí expuestas y contribuir, desde la reflexión crítica y el compromiso activo, a la construcción de un amplio movimiento social contra el rearme y a favor de la refundación democrática del proyecto europeo. Aspiramos a aportar, con humildad y rigor, un análisis fundado que alimente el debate público y abra horizontes de esperanza en un momento especialmente difícil para nuestros pueblos. Estamos dispuestos a defender estas tesis en cualquier foro y ante cualquier interlocutor, con independencia de su posición política, ideológica o institucional. Lo haremos desde el respeto, la apertura al diálogo y la convicción de que la razón crítica, el conocimiento histórico y el análisis riguroso son herramientas indispensables para afrontar los grandes desafíos de nuestro tiempo. La historia no está escrita, está abierta y en disputa. Y exige de quienes creemos en la democracia, la paz y la justicia social un compromiso activo con la transformación del presente.

Sabemos que el camino será largo y difícil. Pero también sabemos que las sociedades, incluso en sus momentos más oscuros, conservan una reserva de dignidad que puede activarse de forma inesperada; que hay una juventud generosa e insumisa que se niega a resignarse, que no acepta la guerra como destino y que comienza a abrirse paso en medio de tanto ruido. Por ella y con ella, seguimos adelante. Porque seguimos creyendo en la dignidad como principio político.
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P&R
29/6/2025 12:39

Bienvenido sea.Todo un programa para dotar de razón y de acción al bloque histórico político y social alternativo al militarismo y a la guerra, que si no revertimos nos va a despellejar vivos. Ánimo y adelante.

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jramosp57
29/6/2025 10:59

Magnifico artículo

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