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Culturas
Sueño de la vaca que muge o breve historieta sobre las artes vacunas
Soy la vaca vasca, una vaca universal y antirracista, pues, como dice el refrán, no es de donde nace sino de donde pace: una rubia pirenaica, una betizu peluda, una peleona karrikiri o una lechera frisona blanquinegra... Y, como voy de viaje, tengo tiempo de rumiar mi condición, recorriendo algunos de mis hitos en las artes humanas.
Cierto, no soy un animal prestigioso, digno de escudo heráldico y, quizá, como soy la versión femenina de mi especie, tampoco tengo las ínfulas de mi pareja, el toro, ni siquiera del castrado pero poderoso buey. Pero mi historia artística dentro de la cultura táurica de los humanos es larga, ancestral, repleta de singularidades.
A pesar de mi origen mítico no se han escrito grandes gestas sobre mi figura, como sobre el león, el oso, el caballo o el águila, ni los seres humanos se adornan con mis rasgos, excepto los vikingos de las películas antiguas, bajo un ridículo casco astado. Gracias a mi natural apacible habitualmente solo soy protagonista de fábulas cómicas y maternales. Es mi sino, lo acepto y hasta lo disfruto, pues me deja tiempo para cultivarme.
A pesar de mi origen mítico no se han escrito grandes gestas sobre mi figura
En Egipto desciendo de Hathor, la vaca celeste, y en Mesopotamia de Astarté o Istar, la diosa de la fertilidad, que rescató a su hijo y amante, el toro Tammuz, de los infiernos. En Grecia, vivo en los establos de Helios y Augías, que el forzudo Hércules hubo de limpiar como mozo de cuadra. Los romanos que adoraban a Mitra, el asesino del toro solar, se bañaban en sangre de toro en el taurobolio, como en la Villa de las Musas de Arellano, vaya, pero no dejaban participar a las mujeres, que por el contrario eran las toreras-sacerdotisas, de estilo vascolandés, en Creta. Hasta a los judíos, tan castos ellos, les dio por adorar a mi hijo, el Becerro de oro, con funestas consecuencias, ya que despertaron la ira de Yahvé. Sin embargo, en India, el paraíso de mis hermanas, me consideran sagrada, y por allí ando a mi aire sin miedo de toparme con el cuchillo del matarife. Al decir del antropólogo materialista Marvin Harris, gracias a mis virtudes como proveedora de leche, estiércol y tracción para carros y arados. Solo los parias intocables, pobrecilllos, están autorizados a comer mis despojos y aprovechar mi cuero. Y, en fin, en estos rústicos pagos es Mari, la diosa suprema, la que gusta aparecerse por Anboto como una misteriosa vaca roja...
La humilde literatura popular de los pueblos del norte de Europa y de África, como los masai con su Ramat, la vaca parlanchina, está repleta de fábulas y cuentecillos y ha consolidado mi buena fama, dando lugar a una extensa literatura infantil, y hasta algunas pequeñas obras maestras. Mi favorita es La vaca, el relato del vanguardista ruso Andrei Platonov, la sencilla historia de un niño que ama a su vaca y llora cuando la atropella el tren. Terrible, conmovedora.
Entre los autores modernos, también hay algunos que me han brindado sentidos homenajes, siembre trufados de humor. David Safier me dedicó ¡Muuu!, novelita en la que me convertía en una suerte de Moisés vacuno, guiando al rebaño a India. Y Bernardo Atxaga, nuestro insigne literato euskaldun, Behi euskaldun baten memoriak, en la que Mo, vaca negra del caserío Balanzategi, vive curiosas aventuras iniciáticas durante la postguerra, como valiente vaca del maquis.
Hasta el cine me ha dedicado su atención, más allá de dibujo animados y muñequitos de plastilina. Aunque hay que reconocer que las películas del oeste está llenas de mis hermanas cuernilargas —quizá no lo sepan, de origen canario—, pero solo como figurantes que apenas cobramos protagonismo cuando nos roban malvados cuatreros o nos espolean para una estampida. La verdad es que esos molestos héroes ecuestres no nos tratan demasiado bien. Otra cosa es la consideración que tienen los 'pieles rojas' con nuestros primos bóvidos, los bisontes, que ya aparecían en la cueva de Altamira, pues aunque nos cazan con arco y flechas —sin ánimo de exterminarnos como ese presumido de Buffalo Bill y compañía— adoran al bisonte blanco. Solo en la reciente First cow se cuenta la historia de la primera vaca lechera en aquellas agrestes tierras, capaz de proporcionar mi preciada leche para elaborar deliciosos buñuelos para los rudos tramperos.
En el cine vasco de la primera hornada Julio Medem filmó Vacas, la telúrica historia de caseríos enfrentados, vista a través del enigmático ojo de una vaca. Si me lo permiten: de lo mejor de este director. Sin embargo, la astracanada berlangiana en plena guerra civil de La vaquilla, que en realidad era un novillo, finalmente toreado y sacrificado, no me hizo mucha gracia, mientras que el filme iraní, La vaca, sobre una especie de quijote campesino que se creía vaca, me produjo inmensa tristeza. En el cine reciente me ha gustado de la película Cow, la vida en una vaquería protagonizada por las propias vacas, ¡recién estrenada nada menos en el Festival de Cannes!, y me han angustiado las cuitas del joven ganadero de Un héroe singular para sobrevivir. Realmente, cada vez lo tienen (lo tenemos) más difícil: que si el precio de la leche, que si la fiebre hemorrágica, o esa epidemia que nos vuelve locas... ¡Vade retro! Pero me he reído con la simpática comedia La vache, sobre las peripecias de un vaquero argelino y su vaca Jacqueline que se hacen famosos camino de una feria agrícola en Francia.
Pero no piensen que solo soy motivo de bromas o preocupaciones domésticas, también he dado mi guerra, y no solo en la plaza tras los encierros de Sanfermines, ¡mis carnes son disputadas! La última masacre india, acaecida en 1911 en Kelley Creek, allí por la pastoril Nevada, fue relatada por el vascoamericano Frank Bergon en Shoshone Mike; unas vacas sacrificadas por una hambrienta tribu nómada provocaron la muerte de los tres pastores vascos que las cuidaban, y esta a su vez trajo la consiguiente represalia de los rancheros, que dejó ocho muertos y cuatro niños huérfanos, ¡exhibidos en jaulas! En fin, una pena que vascos y vacas, dos especies tan parecidas, se vieran envueltas en semejante despropósito. Sin embargo, el Tributo de las tres vacas, que cada año celebran roncaleses y baretoneses junto a la Piedra de San Martín, que sella una genuina paz vacuna —el tratado de paz más antiguo de Europa—, todavía espera a su novelista...
En fin, una pena que vascos y vacas, dos especies tan parecidas, se vieran envueltas en semejante despropósito.
Las artes plásticas no han sido muy aficionadas a los retratos vacunos aunque, eso sí, abundan los cuadros del prepotente Zeus como toro blanco raptando a Europa o del Minotauro haciendo de las suyas (lastima de un MeToo en el Olimpo). Sin embargo, del siglo XIX a comienzos del XX, la pintura ha sido pródiga en cuadros costumbristas, de vacas azuzadas por zagales al ocaso, como aquel tan amoroso de Aurelio Arteta, Compatriota con vaca y ternera. Hasta el arte moderno tiene algún vislumbre de mi figura, como la alegremente fauvista Vaca amarilla de Frank Marc, soltando una coz espectacular, y la vaca verde del bilbotarra Alfonso Gortazar, toda una artista blandiendo una brocha con el morro. Hasta en el Gernika de Picasso, afirma Mariate Cobaleda, aparece como contrafigura de ese toro, que representa “la brutalidad y la oscuridad”: madre-vaca sufriente, que muge ante el hijo muerto. Sin embargo, me espantan los cuadros de Alexis Rockman, como The farm, donde luzco un gigantesco cuerpo cúbico, fruto de la ingeniería genética...
Lamentablemente, en los últimos tiempos las cosas se están poniendo más que feas, poco aptas para finales felices e idílicas estampas. El escritor John Berger, en su colección de relatos Puerca tierra, crónica fundamental sobre el fin del mundo campesino, cuenta la historia de las últimas vacas de la Alpes franceses, cuando teníamos nombre y formábamos parte de la familia... Campesinos y vacas, al basurero de la historia, ante el imperio de la ganadería industrial. Ya nadie nos ordeña a mano, ni acaricia el lomo; nos enchufan las pezoneras de silicona o nos sacrifican en masa para hamburguesas, cuya deficiente alimentación denuncian documentales como Super Size Me o Fast Food Nation. La literatura entonces se vuelve siniestra, como en la novela De ganados y hombres, de la brasileña Ana Paula Maia, que relata el misterioso suicido de las reses ante el matadero; ni qué decir de aquella infame Vacas, de Matthew Stoke, sobre matarifes perversos y enloquecidos, vamos, parientes del Leatherface de La matanza de Texas, aquel psicópata que cuando se queda sin empleo, agarra la sierra mecánica... ¡Todavía se me estremecen las ubres!
Campesinos y vacas, al basurero de la historia, ante el imperio de la ganadería industrial
Hablando de desastres globales, aunque en el Apocalipsis de San Juan se habla de una enigmática “bestia que tenía dos cuernos pero hablaba como un dragón”, cuya estatua parlante tiene grabado en su frente 666, ¡es evidente que no soy yo! No me van las conspiranoias y, en todo caso, solo sería una pobre víctima más del apocalipsis nuclear, como en aquella clásica distopía soviética The end of august at the hotel Ozone, en la que una aguerrida banda de amazonas supervivientes mata a patadas a una hermana mía para zampársela sin contemplaciones. En cuanto a vacas radioactivas, soy más de aquellas “vascas de la esperanza” que pintaba el artista Pablo de Soto como vaca material-semiótica, y que protegen algunos granjeros japoneses de Fukushima, como Masami Yoshizaba, como recoge el documental Containment, al grito: “Soy un hombre de las vacas, soy la resistencia”. ¡Eso es un amigo!
Y para rematar la faena, mis amistades ecologistas me acusan ahora de provocar el cambio climático, ¡a fuerza de ventosidades! Y lo malo es que debe ser cierto, pues el metano que expelemos cerdos y, sobre todo, las de mi especie, estropea la capa de ozono, haciendo a la postre insostenible la vida tanto humana como vacuna en la Tierra. En fin, antes que nos pongan esas horribles mochilas de biogás conectadas al estómago, si su denuncia sirviera para acabar con esas instalaciones fabriles, esos gulags vacunos, ¡bendita sea!, acaso podríamos volver a los apacibles pastos y establos de antaño... Pero también podéis intentar beber menos leche y volveros un poco más vegetarianos, la verdad, os lo recomiendo. Ya sentenció el filósofo Gregory Bateson: “Los hombres son mortales, la hierba es mortal, los hombres son hierba”. ¡Cuanta sabiduría rumiante!
Agroecología
Macrogranjas Una pesadilla de leche y mierda
No, como comprenderéis, ya no puedo ser por más tiempo esa tontorrona vaca roja que ríe, La vache qui rit de la marca francesa de quesitos, pero tampoco la vaca que llora a la sombra de ese machirulo toro de Osborne en la España vaciada, pues se me rebela una ancestral bravura maverick que tenía olvidada. Ahora soy la vaca roja que muge, y que se traduzca bien mi mugido, el de millones en este gran prado de Gaia, henchido de sororidad multiespecies: ¡Rebelión en la macrogranja! ¡Vacas y campesinas, uníos!
En fin, espero haberos entretenido con mi erudito y un tanto errático resumen de las artes vacunas. Ahí lo dejo para vuestra ilustración sobre la dignidad de mi especie, pues ya llegamos a nuestro destino, el último refugio de las vacas: el Valle de Odieta, repleto de fresca hierba y agua pura, aunque me extraña este paisaje de secarral y este desvío... ¿he leído Caparroso?