Distopías
A mordiscos: nueva carne, clase media y distopía zombi

La distopía ha pasado de género crítico a género disciplinario, cuya función sería irnos maleando frente al colapso por venir
Un trozo de carne
Un trozo de carne Ione Arzoz

Comer carne es un alarde de poder (…) La carne es la metáfora perfecta de la desigualdad. Si la ecología es la más igualitaria de las amenazas —y por eso ha concitado tanto apoyo—, el hambre es lo contrario: la más clasista de las amenazas.

El Hambre. Martín Caparrós

Por ahora, las historias que tratan sobre el calentamiento global aún ofrecen un placer escapista, aunque este adopte a menudo la forma del horror. Pero cuando ya no podamos fingir que el sufrimiento climático es algo remoto —en el tiempo y en el espacio— dejaremos de crear ficciones en torno a él y pasaremos a hacerlo en su seno.

El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento. David Wallace-Wells

Morder el buñuelo surrealista del colapso

Un grupo de amigos burgueses intenta disfrutar de una agradable cena pero una y otra vez diversos imponderables absurdos —una cita fallida, un funeral en el restaurante— se lo impiden... Cuando finalmente consiguen compartir un suculento asado, una banda de terroristas armados irrumpe en el chalet y ametralla a los comensales. El único superviviente —embajador de la ficticia República de Miranda, encarnado por Fernando Rey— se esconde bajo la mesa y, cuando alarga la mano por el faldón para coger un tajada del asado, es descubierto escondido masticando un pedazo de carne, pero todo ha sido una pesadilla del embajador, que se despierta con hambre canina y acaba devorando ansiosamente un asado frío que encuentra en el frigorífico. El grupo de amigos burgueses camina desorientado por una carretera rural...

Esta es la secuencia final de la película de Luis Buñuel, El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie) que en 1974 ganó, entre otros premios, el Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa. Un retrato tan trufado de irónica ligereza como insospechadamente profundo de la clase burguesa, en cuyo inconsciente se halla el deseo, cuasierótico o panerótico, de la carne. Buñuel, obviamente, no es un analista político ni un sociólogo, pero su transgresora mirada surrealista supo retratar con perspicacia tanto a los desheredados como a los burgueses de su tiempo, en películas magistrales como El ángel exterminador, en la que los convidados a una suaré no conseguían salir del salón, o Viridiana, en la que una pandilla de mendigos organiza una sacrílega última cena. Parafraseando uno de sus títulos, ese oscuro objeto del deseo, como privilegio y como ritual, es la carne, como sexo, pero también como alimento.

La reciente publicación de El Tercer Reich de los sueños, el pionero estudio de la periodista Charlotte Beradt sobre los sueños de los alemanes durante el ascenso del nazismo, nos demuestra que el inconsciente nos alerta a través de relatos oníricos, a menudo elaborados artísticamente, de nuestras nuestros miedos cotidianos o epocales. Lo que Buñuel reveló en su premonitoria película es el temor de la burguesía a que le arrebataran la atávica sustancia de su clase: el acceso la carne ancestral, el sabor de la grasa, la fuerza de las proteínas. En los años 70 fue el ascenso de los movimientos revolucionarios, y en el 2021 la amenaza del colapso climático... pero, ¿dónde encontrar hoy la cualidad premonitoria que el surrealismo buñueliano mordió con su película?

La irrupción de la distopía triunfante

Para entender lo que está pasando al respecto en el imaginario contemporáneo hemos de hablar de la caída de la utopía y el ascenso de la distopía. El colapso anunciado y, gracias al calentamiento global, ya no en potencia sino en acto, ha conseguido que la deriva hacia la distopía que se apuntaba en la tendencia del Near future en la ciencia-ficción y con la irrupción ciberpunk, se haya convertido en dominante, hasta el punto que cualquier utopía nos parezca en la actualidad absurda e, incluso, impensable.

El género imaginario por excelencia de nuestro tiempo es ya la distopía. El fiasco del prometeísmo tecnocapitalista, que nos prometía el paraíso en la Tierra, paradójicamente solo nos aboca al infierno del apocalipsis. Es posible que no estemos frente al fin del antropoceno, pero quizá sí del capitaloceno. Y nuestro imaginario inconsciente, a través de ficciones artísticas, ha generado la distopía absoluta, aquella que, en sus versiones más radicales, ya no tiene remedio. El cine y sobre todo las plataformas digitales, espoleadas por delirantes algoritmos, se han visto inundadas de películas y series distópicas que nos llenan la retina de alienígenas invasores, plagas espantosas o sequías devastadoras. Solo la inercia humanista y sentimental de la marca Hollywood proporciona la salvación in extremis, merced a algún deus ex machina poco convincente. Cuando el futuro finalmente nos alcanzó, la progresión del tiempo utópico fue cancelada, y empezamos a mirar, con espanto, al pasado como último refugio. De ahí que el subgénero más exitoso de la distopía, en plataformas como Netflix, sea el Folk Horror. En él se nos describe el surgimiento de comunas primitivistas y neopaganas donde la supervivencia está asociada al horror, y el eco-terror, con una Gaia herida que se revuelve contra los seres humanos a través de la acción punitiva de vegetales o animales.

El fiasco del prometeísmo tecnocapitalista, que nos prometía el paraíso en la Tierra, paradójicamente solo nos aboca al infierno del apocalipsis.
Industria aeroespacial
Distopías para masas y utopías para élites

Los pinchazos de la carrera espacial de los visionarios de Silicon Valley no restan gravedad al pensamiento detrás de esos proyectos de conquista privada del espacio.

La distopía zombi

Una de las distopías recurrentes de los últimos tiempos, si bien de corte fantástico, es la zombi. En general, la lógica del resto de distopías tiene una hipotética salida, a excepción de la distopía zombi. De ser un subgénero fantástico asociado a un vampirismo exótico, a partir de los años 60 y La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, pasó a convertirse en género por derecho propio, el del Zombi Caníbal Apocalíptico (John Cussans), con numerosas películas, remakes y series: el único mito creado por la sociedad de consumo. Desde comienzo de siglo XXI, cuando el colapso medioambiental se hace tangible, la irrupción del zombi como furioso caníbal se ha vuelto significativamente omnipresente. Y, justamente, el hecho de que sea una figura enteramente fantástica, le dota de mayor desarrollo simbólico. Pero, ¿qué representa? El zombi encarnó sucesivamente al esclavo negro rebelde, al vietcong comunista, al contaminado radiactivo o a la víctima de una plaga vírica. En todos los casos, su significado es (bio)político y al tiempo económico: al sin clase o desclasado, al paria que, hambriento, en una situación de escasez radical, busca alimentarse desesperadamente de otros seres humanos. No obstante, su proliferación invasiva, en esta coyuntura colapsista, le ha devuelto su esencialidad primordial. Frente a la figura del vampiro como aristócrata chupasangres, el zombi ha quedado identificado como el pobre desdentado, ya sea proletario, migrante, desempleado o precario... el consumidor sin recursos, convertido en prosumidor. Es aquí donde la ficción zombi revela su lectura de clase. Es la pesadilla de la clase media frente a la degradación distópica del mundo: el temor a que la clase baja o proletaria se rebele y asalte sus privilegios, hasta devorar sus propios cuerpos en un vengativo festín. El acceso a la carne, en definitiva, el privilegio ancestral, vuelve al centro de la lucha de clases simbólica. Un regreso en toda regla al “reino caníbal” azteca, pero invertido, porque ahora la masa furiosa sacrifica a los reyes y sacerdotes del turbocapitalismo, y sin perspectiva de saciarse.

Frente a la figura del vampiro como aristócrata chupasangres, el zombi ha quedado identificado como el pobre desdentado, ya sea proletario, migrante, desempleado o precario...

El temor de la clase media carnívora

En el género distópico se han proyectado los temores de la clase media en una serie de clásicos escenarios temáticos: la urbanización, el centro comercial, el automóvil y hasta el resort de vacaciones. Y todos ellos se sintetizan en el temor a ser devorado y convertido en el el otro, de clase inferior. Las ficciones norteamericanas de zombis nos muestran verdaderas batallas campales donde los zombis asaltan las urbanizaciones y se convierten en okupas de los chalets como en Black Summer, se cuelan en centros comerciales y supermercados y convierten a los consumidores en la última oferta, como en El amanecer de los muertos, persiguen automóviles en fuga para arrastrar a sus ocupantes, o interrumpen vacaciones en lugares exóticos para contagiar a los turistas. La debacle de la clase media se muestra como la cancelación de privilegios y una igualación brutal hacia la clase baja. Y el pecado de la carne en su centro simbólico. La lucha de clases como una Guerra Mundial Z.

Obviamente el temor simbólico de la clase media no comienza con las películas de zombis, ni los zombis tienen su exclusiva. Su exploración e interpretación serían dignas de un tratado o tratados, en la línea de Michael Taussing, pero podemos señalar algunos hitos simbólicos en algunos ciclos narrativos o en significativas escenas cinematográficas. El gran visionario de su debacle fue J.G. Ballard quien, después de mostrar diversos tipos de distopías planetarias se centró, en su etapa final, en novelas como Super-Cannes o Milenio negro, mostrando las revueltas proto-zombis de las urbanizaciones de la clase media, entre el hartazgo y la paranoia.

Este ciclo sobre la degradación de las urbanizaciones de clase media desemboca en una jugosa retahíla de series tan diversas como repletas de desesperados psicópatas: Mujeres desesperadas, Los Soprano, Breaking Bad o St. Clarita's Diet, en la que una pizpireta Drew Barrymore se convierte en ama de casa zombi. El supermercado buñueliano de La niebla, los sensuales automóviles de Crash a Titane, las desastrosas vacaciones de Old a The White Lotus, nos muestran que la clase media es una clase implosiva, que ya no cree en si misma, pero que venderá caro su pellejo. Nuestra escena favorita para explicar este momento de transición es aquella de American Beauty, en la que Kevin Spacey, expulsado de su empresa, sorprende a su mujer y a su amante besuqueándose mientras trabaja en la ventanilla de una cadena de hamburguesas. O cuando convertirse en precario currante del Fast Food era la única opción, antes de mutar directamente en zombi...

Este ciclo sobre la degradación de las urbanizaciones de clase media desemboca en una jugosa retahíla de series tan diversas como repletas de desesperados psicópatas: Mujeres desesperadas, Los Soprano, Breaking Bad o St. Clarita's Diet

El pecado de la carne

La clase media actual es la heredera imperfecta y evolucionada de la burguesía, aquella que Marx ya caracterizaba como compuesta por “lobos” y “caníbales”. Las mutaciones sociales y económicas han ido convirtiendo a aquella burguesía, detentadora de los medios de producción, en la ampliada clase media actual, con sus subdivisiones y contradicciones: la Ryanair Society, una sociedad masificada de rentas medias y bajas. Y justo cuando se consolidaba como la gran clase del capitalismo, al menos en el Primer Mundo, ocurre la catástrofe: la amenaza del colapso desbarata los sueños de progreso trasmutándolos en pesadilla. La clase media poco a poco se degrada y se convierte en precariado, sin acceso a los privilegios de la generación anterior —vivienda, consumo, automóvil, vacaciones—, es decir, se desafilia (Robert Castel), se proletariza sin remedio y, en este sentido, diríamos, se zombifica. Se convierte en una clase media baja en caída libre, una clase muerta, no viva, incapaz incluso de rebelarse, obnubilada por las estrategias de placer y seducción del capitalismo que señala Byung Chul-Han, y cuyo último refugio es ya el consuelo de una ambigua ficción, tan atemorizada como vengativa, de una guerra entre pobres hambrientos: el deseo de ser zombi, de zombificar el mundo o de que surja la comunidad redentora que los proteja.

La juventud sin futuro, o con un futuro zombi, es la protagonista de este irremediable proceso de zombificación. La Primavera Árabe, Occupy Wall Street y el 15M fueron los últimos estertores generacionales de una nueva clase media emergente que finalmente resultó fallida. Y es allí donde rebrota el deseo, a medias simbólico y a medias real, de redistribuir el acceso a la carne, tras el deseo zombi de la revuelta: carne para todos o para nadie.

Constatado el fracaso de la revuelta zombi, la complejidad de la situación es representada por la película El hoyo, uno de los éxitos de Netflix. En ella, una torre atravesada por un hueco de ascensor es recorrida por una mesa repleta de comida que va bajando de nivel, dejando a los habitantes de los niveles inferiores sumidos en el hambre y la locura. El intento por superar la lucha de clases repartiendo con espíritu comunista la comida entre todos los niveles fracasa y, al final, solo queda el sueño de una niña salvífica que se eleva con la ofrenda de una tierna panacota hacia los dioses del ascensor social. Hemos renunciado a la carne, ya ni siquiera esperamos obtener nuestra ración de grasa, nos conformamos con poder alimentarnos el próximo día con humildes carbohidratos, gracias a un sometimiento religioso...

La paradoja de la nueva carne

No vamos a intentar descubrir a estas alturas las razones del colapso medioambiental ni del colapso de la clase media, pero sí a advertir que se hallan estrechamente interconectados con la debacle carnívora. Ya nos lo advertía la premonitoria ciencia-ficción de la ecologista Naves misteriosas o Soylent Green en 1973 cuando, en una era de escasez extrema, los abuelos se convertían en el ingrediente principal de nutritivas galletitas. Han sido los economistas críticos los que han señalado al crecimiento de la clase media como una de las causas principales del calentamiento global.

El planeta Tierra no puede soportar los niveles de consumo contaminante de una monstruosa clase media en los países mal llamados en vías de desarrollo, con China a la cabeza (que, superando a marchas forzadas su genética intolerancia a la lactosa, espera triplicar el consumo de leche para 2050, haciendo aumentar en torno al 35% las emisiones de gases de efecto invernadero). La paradoja surge cuando, justamente, uno de los niveles de consumo más significativos es la ingesta de carne. Este es el salto evolutivo que según Marvin Harris condiciona el devenir de la humanidad, en un sentido u otro, a través de religiones y tabúes cárnicos, tal y como advirtió Engels en El origen de la familia —y que ejemplifica la historia del boxeador hambriento de Un buen bistec, del socialista Jack London—... salto que ahora han dado millones de personas en todo el mundo. La nueva clase media ampliada desea consumir carne, y solo tiene acceso a la carne barata de la ganadería industrial. Su icono, por encima de las carnes blancas y de otros productos ultraprocesados, es, junto a los lácteos, la hamburguesa, esa hamburguesa de carne de vacuno, cuyas reses —fábricas andantes de peligroso metano— contribuyen a generar el 14,5 % de gases del efecto invernadero que provoca el calentamiento global y cuya crianza requiere cantidades insostenibles de agua (se necesitan siete litros de agua para producir medio kilo de ternera, y ocho kilos de cereal para uno de carne picada), que impulsan el avance de la desertificación. Se cierra el círculo perverso —la vaca que se muerde la cola—, y la ampliación de la clase media, a través de ese oscuro objeto de deseo de la carne en forma de hamburguesa o del recuerdo de esa “leche caníbal” materna de la que habla Mónica Ojeda (en cierta forma, la misma celaniana “negra leche del alba la bebemos por la tarde, la bebemos al mediodía, y en la mañana, la bebemos de noche, bebemos y bebemos”) contribuye al colapso medioambiental y de su propia continuidad en un horizonte de prosperidad. La carne o la vida.

Ante esta situación, y tras la ola del capitalismo verde, surge la idea de una carne otra, que ya había anticipado el concepto de nueva carne del cine bizarro de David Cronenberg y otros directores fantásticos o del bioarte de vanguardia. La nueva carne mutante de seres transgénicos, híbridos o alienígenas, en términos de consumo, se traduce en la la llamada hamburguesa posmoderna, ya sea cultivada en una placa de Petri o impresa en 3D. En realidad, una falsa carne experimental, un espectro de carne de proteínas vegetales —contra cuya denominación, como tal, Vox ha presentado su ley anti-albóndigas veganas— a la que de momento solo tiene acceso la clase media alta. La síntesis imaginaria de esta situación la representa aquella escena de The Matrix (1999) en la que un traidor a la causa humana opta por la pastilla azul que le ofrece una falsa vida virtual para poder disfrutar de un jugoso bistec de bits. El pecado ya no es la manzana de Eva sino la carne de Matrix.

Si esta nueva clase media ampliada quiere sobrevivir ha de renunciar al privilegio de la carne real, y al ritual de la sidrería o de la barbacoa (la barbricrot o parrilla de ramas de los caníbales caribeños) y, mientras se abarata la producción de la nueva carne experimental, hamburguesas de tofu o insectos prensados, puede consumir programas de cocina en la televisión o tutoriales de recetas en internet. O salivar viendo la última secuela de The Walking Dead. O, peor aún, sin necesidad de zombis: legalizar el canibalismo como opción ante el fin del vacuno, como en Cadáver Exquisito, la distopía argentina de Agustina Bazterrica en la que la clase media cría cabezas de ganado humano. Terribles fantasías, con su parte de verdad, por lo que no creemos que la vía de la moderación, que propuso nuestro ministro de consumo, el Sr. Garzón, tenga mucho predicamento, frente al castizo realismo clase media realmente existente del “chuletón al punto insuperable” del presidente Sánchez. Así que, como proclamó Max Renn, aquel personaje de Videodrome, antes de suicidarse: “¡Larga vida a la nueva carne!”.

La nueva clase media ampliada desea consumir carne, y solo tiene acceso a la carne barata de la ganadería industrial.

La distopía disciplinaria y sus límites

No pretendemos concluir a estas alturas con ningún mensaje que contribuya a salvar el mundo del colapso que nos ha tocado vivir, tan solo exponer algunos mecanismos simbólicos e imaginarios que están funcionando en el cine reciente, perfectamente integrado en los engranajes del capitalismo. La distopía ha pasado de género crítico a género disciplinario, cuya función sería irnos maleando frente al colapso por venir, ya sea el escenario del ecofascismo, de ese “Mao climático” cuando China se caiga del caballo (o de la vaca), o de la tiranía con dos únicas clases, una reducida clase media alta dirigida por corporaciones de megaricos y la marea de zombis hambrientos.

Pero, ¿puede el arte salvarnos? Obviamente, no, solo puede generar imaginarios críticos, pero y ¿revolucionarios? El acorazado Potemkin (1925), la película que relata el motín de Odessa, cuando los marineros rusos se negaron a consumir carne podrida, no generó una revolución en 1905, sino posteriormente. La consecuencia de la revolución soviética, ya en 1917, gracias a la épica Potemkin (tan falsa como las aldeas Potemkin), fue el horror del gulag y la hambruna roja, el estratégico Holomodor ucranio provocado por Stalin, con varios millones de víctimas, como relata exhaustivamente Anne Applebaum, trufada de episodios de canibalismo.

Ni capitalismo verde ni comunismo aceleracionista, no hay tiempo para la utopía, nada ni nadie nos va a librar ya de la larga agonía colapsista, aunque es probable que sí podamos escapar de su versión más catastrófica, tanto como de su amenaza/esperanza zombi. Las pandemia del Covid-19 y el Brexit, con su extraña ansiedad por los productos cárnicos, y su consiguiente desabastecimiento en los supermercados, es solo un síntoma y un aviso, primero de nuestro perverso síndrome carnívoro y, en segunda instancia, de las hambrunas por venir.

A la nueva clase media solo le quedan dos opciones: suicidarse en la bacanal carnívora o convertirse rápidamente en clase (r)evolucionaria, esto es, en clase vegetariana (o vegana, insectívora, etc.). En 1973, el año anterior al estreno del filme de Luis Buñuel, Marco Ferreri dirigió La Grande Bouffe, donde una cuadrilla de amigotes burgueses comía, literalmente, hasta reventar. En la secuela de El silencio de los corderos, Hannibal (2001), un refinado caníbal Anthony Hopkins preparaba una perfecta cena burguesa, donde le daba a Ray Liotta a probar una brocheta de su propio cerebro. En Bajo la piel, una seductora alienígena atrapa humanos para ser devorados en otra dimensión. En Crudo (2016), una estudiante vegetariana se aficiona al canibalismo, comenzando un tour de force caníbal de insospechadas consecuencias... Premoniciones y vislumbres del último carnaval imaginero de la clase media tardía. Eso, o acabar con la propia clase media y su mitología carnívora/lactívora, descolonizando nuestro imaginario y regulando de manera acelerada, hasta su eliminación, la ganadería industrial —la de las bombas de metano de Noviercas o Caparroso—, hacia una dieta vegetarianizante o veganizante, todo lo flexitariana o reducetariana posible (Marta Zaraska).

Eso, o acabar con la propia clase media y su mitología carnívora/lactívora, descolonizando nuestro imaginario y regulando de manera acelerada, hasta su eliminación, la ganadería industrial

“Comer es un acto político” (manger est un acte citoyen), afirmó el chef francés Alain Ducasse, y criar ganado, de una forma u otra —de una forma más que de otra—, lo es también, quizá uno de los últimos actos políticos del final del capitaloceno, caracterizado por su pulsión suicida glocal. Arrasando el territorio circundante, al contaminarlo con riadas de químicos y purines, que ni Hércules en el establo de los Augías, y bombeando metano a la capa de ozono, que no hay COP 26 ni 27 que lo remedie. El hombre ha dejado de ser, bajo contrato con el Leviatán, el hobessiano lobo para el hombre: el hombre es ya solo un zombi para el hombre. La próxima batalla de la lucha de clases se disputará a mordiscos.

“Cada uno puede elegir su propia alegoría. Lo que no podemos es escoger el planeta, que es el único hogar que cualquiera de nosotros tendremos jamás”, nos señala el periodista ambientalista David Wallace-Wells. La mayoría del ecologismo ha optado por la figura de Gaia —como su creador, el pro-nuclear James Lovelock—: un sistema de sistemas cibernético, autorregulado, disfrazado de diosa griega, ora amorosa, ora vengativa, pero siempre consoladora y catártica. Nosotros preferimos el icono zombi, porque, básicamente, nos obliga a correr... esto es, a ese activismo tan situado como lúcido que se enfrenta a sus propias pesadillas en un presente salvaje pues, como señala el escritor Martín Caparrós: “Cada vez creo más en (...) la desesperanza”. O, quizá, después de este ejercicio de futilidad interpretativa surrealista sobre nuestro atroz imaginario, como dice el Nobel de Economía, Paul Krugman: “Aun así, me siento cautelosamente optimista. ¿Habrá sido algo que he comido?”.

*Artículo perteneciente al proyecto El discreto encanto de la distopía.

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