Opinión
¿Es posible una transición energética sin tierra?
Sequías que endurecen, riadas que ahogan, extractivismo que no cesa. Las temperaturas son extremas, el agronegocio envenena y el desnutricidio duele. Violencias sobre los cuerpos, las tierras y los comunes. La organización ecosistémica dominante ha irrumpido y las desigualdades generadas por un modelo biocida nos imponen dilemas que ya no podemos obviar. A estos dilemas hay quienes responden sembrando derechos colectivos, políticas de redistribución y ecointerdependencia. También hay quienes contesten mediante el cierre de las fronteras, guerras y genocidios. Generan escasez y luego nos hacen creer que sobra gente.
En ambos casos somos conscientes de que el escenario al que nos aboca el paradigma heteropatriarcal, colonialista y capitalista de control de la vida es complejo. Un momento de certezas relacionales que no admite posturas ni puras, ni puristas. Un periodo en que las coordinadas de la transición ecosocial no solo se discuten entre activistas feministas y ecologistas, sino se deciden mediante (necro)políticas verde oliva dibujadas por el poder corporativo que ve su estabilidad geopolítica amenazada en un planeta de bases materiales finitas.
La privatización de la tierra, la dependencia, la expulsión forzosa de las poblaciones campesinas, el no derecho a la autodeterminación y la recolonización son fenómenos que observamos en el sur global y en la Europa amurallada
En este claroscuro de la doctrina del shock, las instituciones europeas -con el aval de gran parte de los gobiernos de nuestras naciones sin estado- impulsan políticas millonarias de transición ecosocial que no son ni ecológicas, ni sociales. El objetivo de estas políticas es claro: crear un relato propio sobre la transición ecosocial capaz de mantener intacto el crecimiento económico basado en el espolio de tierras del sur global y en el trabajo no remunerado de las mujeres. Y centrar el debate en una transición energética que produzca más y más energía, sin considerar el acceso universal a la tierra que la garantiza, es un error de abordaje que incentivan interesadamente.
Al final, ¿cuánto de estos fondos internacionales destinados a mega-proyectos energéticos se dirige a espacios de recuperación y gestión colectiva de la tierra? ¿Es casualidad que en los calurosos y polarizados debates sobre “energía verde” el derecho a la tierra nunca aparezca? Nancy Fraser ya explicaba que la expropiación de tierras, lejos de ser un fenómeno restricto a la etapa originaria del capitalismo, constituye un proceso confiscatorio continuo. La privatización de la tierra, la dependencia, la expulsión forzosa de las poblaciones campesinas, el no derecho a la autodeterminación y la recolonización son fenómenos que observamos diariamente no solo en el sur global, sino también desde esta Europa amurallada. Sin embargo, curiosamente, estas dinámicas de acaparamiento no figuran entre los indicadores de las políticas de transición energética que se están implementando desde arriba. ¿A quién interesa mantener la tierra bajo el cautiverio de los grandes terratenientes de la historia?
Es evidente que necesitamos un profundo cambio en el modelo energético capaz, entre otros factores, de reducir la emisión de gases de efecto invernadero y garantizar el acceso popular a la energía mediante la gestión pública y el control ciudadano. Sin embargo, parte significativa de las políticas de transición energética se está implementando para mantener los estándares de producción y consumo del norte global y de la mano de empresas transnacionales que hasta ayer comercializaban combustibles fósiles sin ningún pudor. Políticas propias de la Economía Verde que, utilizando institutos jurídicos coloniales como la “tierra nullius”, se apropian de lo que consideran “tierras de nadie” para convertir las energías renovables en un nuevo nicho para la acumulación y expansión de capital.
No nos olvidemos de que el último censo agrario de la Comunidad Autónoma Vasca publicado en 2020 revela que, entre las más de 225 mil hectáreas de tierras agrarias, solo el 8% son de uso comunal exclusivo. Además, más del 74% de la gestión y control de las tierras está en manos masculinas y tan solo el 2% del total de tierras produce ecológicos. Mientras tanto, utilizando alegalidades funcionales y malabarismos jurídicos varios, las instalaciones energéticas ocupan parcelas cada vez más grandes del territorio. A título de ejemplo, en mayo de este año Ekienea (sociedad constituida en un 75% por el grupo Iberdrola) ha obtenido la autorización ambiental para construir el mayor parque fotovoltaico de la Comunidad Autónoma Vasca, que ocupará un total de 200 hectáreas. Si los datos de EUSTAT hicieran públicos la totalidad del territorio agrario destinado a los parques fotovoltaicos y consideraran entre sus indicadores a cuántas hectáreas de tierra tienen acceso las personas jóvenes y migradas que viven y trabajan en Hego Euskal Herria, seguramente, esta fotografía sería aún más desoladora.
La transición energética es urgente, pero, como alerta Yayo Herrero, no pude estar desconectada de la protección de los territorios, de la biodiversidad, de la soberanía alimentaria y de un tejido rural vivo y con derechos
No cabe dudas de que la transición energética es urgente, pero, como alerta Yayo Herrero, no pude ser tratada de manera sectorial. Tampoco puede estar desconectada de la protección de los territorios, de la biodiversidad, de la soberanía alimentaria y de un tejido rural vivo y con derechos. Si no liberamos nuestras tierras del trabajo precario, de los agrotóxicos y de la especulación de los mercados, no será posible cosechar energías verdaderamente sostenibles. Si no aceptamos que la condición primera para democratizar el acceso a la energía es recuperar la tierra que nos han robado a las mujeres y a los pueblos, la transición energética no será mas qué un planteamiento etnocéntrico para endulzar el monólogo de la razón occidental.
El ecofeminismo nos enseña que no basta con ecologizar el modelo existente. Hay que corregir las desigualdades de poder y acceso a los bienes comunes para que toda la producción de buen-vivir tenga como fin último el sostenimiento de vidas dignas y en armonía con los límites de la naturaleza. La lucha por la tierra, por tanto, no es una reivindicación obsoleta, ni una bandera alejada del territorio vasco. Es la base del derecho a la alimentación, a la salud, a la vivienda, a la energía y a la soberanía nacional. Es un cambio radical de paradigma. Es reparar deudas históricas. Es pensar desde donde nuestros pies pisan.
Opinión
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Ecologismo
Yayo Herrero
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