Fútbol
Dónde juegan quienes juegan

De mi infancia, casi recuerdo pasar más tiempo en las pistas de “futbito” del barrio que en el salón de mi casa. Hoy, pervive el mismo suelo con menos color, con sus líneas casi borradas, aros caídos y con mucha menos gente.
Pista de fútbol barriada
Pista de fútbol en una barriada. Iván Herrero Bermejo

@Ivan_H_Bermejo

27 mar 2024 09:28

Reconozco que es tramposo comparar nuestro recuerdo de felicidad del tiempo pasado desde la adultez actual; admito que olvidar lo que nos frustraba engaña a la hora de juzgar los llantos de hoy o sus circunstancias. No pretendo, por tanto, idealizar lo que fuimos, la belleza de nuestra inocencia y de los buenos momentos vividos. No es nostalgia ni un atisbo de que cualquier tiempo pasado fuera mejor, aunque recuerde con anhelo poder caminar por las calles de Miralvalle, bajar al Rosal de Ayala y pasar horas en el parque o en las pistas hasta que empezara a anochecer. Pero es que no olvido lo otro.

En la Plaza de Santo Domingo, hoy traquetean ruedas de maletas que se dirigen al Parador, pero en mi cabeza resuenan esos habituales gritos de cuidado cuando saltábamos de banco en banco agudizados si amenazábamos con escalar a la que llamábamos “Fuente de las Jeringuillas”. Tampoco se me borran de la memoria los delgados brazos llenos de pinchazos de hombres semiescondidos, aprovechando la penumbra que dan los Arcos al, casi siempre en desuso, parque de tráfico.

No olvido aquellos tiempos de tabús, de palabras prohibidas, ni a mi madre acelerando el paso temiendo mi pregunta ante aquella pintada de “España, mañana, será republicana”. Nos acostumbramos a escuchar las burlas homófobas a las que “Arturito” respondía con cabeza alta e ironía. No sé cuántas palizas escondió con su maquillaje.

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No, el mundo antes no era más seguro ni más libre rimando marica con polvos pica pica. Pero sí, ha habido retrocesos o motivos para vivir con más temores. Mi calle, más que una calle, era una plazoleta con su tienda de barrio, la de la señora Visi; otra tienda, creo que textil, bajo mi balcón; el local donde reparar el vídeo y un bar con no más de 6 mesas en la terraza donde ver por ferias las victorias de Arancha Sánchez Vicario. En aquel suelo gris y áspero que rompió pantalones y rodilleras, jodía frecuentemente, sobre todo en las tardes de verano sin río ni piscina, jodía frecuentemente la siesta a mis vecinos. Hombres y mujeres que siseaban desde su ventana a cada golpe en la chapa de la cochera.

Hoy es imposible. A medida que se pudo aparcar en el medio, no hicieron falta voces ni carteles con un balón tachado. Esa plaza hoy es un aparcamiento colapsado en el que pasear es una quimera y jugar sólo un recuerdo ¡Cuánto molestaba el bote del balón y cuán poco el humo y el ruido de motores que sustituyen al “gol” y al “bote botero”!

El centro se llena de coches y se vacía de gente (y de servicios). Como todo buen español de carrera y máster, de SUV y convencida clase media, hemos huido de lo que oliera a barrio. No sé si voluntariamente o libremente forzados, salimos a las afueras de la ciudad, que no al extrarradio. Ocupamos urbanizaciones tan modernas y sofisticadas como aburridas y solitarias, poco iluminadas. Otro día hablamos de la perspectiva de género en esta concepción de ciudad…

El centro se llena de coches y se vacía de gente (y de servicios). Como todo buen español de carrera y máster, de SUV y convencida clase media, hemos huido de lo que oliera a barrio

Nos fuimos aislando, alejándonos de la gente, de los vecinos y vecinas, de su cercanía. Ya no merendamos en su casa. Si acaso, reconocemos en la calle al repartidor de SEUR, cuya cara dura en la memoria lo mismo que su contrato de trabajo. Pedimos comida a domicilio, nos abonamos a Netflix (a Filmin, que somos de izquierdas), la story de nuestra playlist dibuja cómo preparamos nuestra próxima carrera popular y reducimos las horas callejeras por las de centro comercial, con amplios aparcamientos y hamburgueserías, kebabs o restaurantes italianos a la puerta. Este fin de semana, si no tenemos planes, cogemos el coche y nos vamos al centro a tomar algo mientras condenamos el tiempo que nuestros menores pasan delante de una pantalla que les regalamos para que se callaran.

No sé en tu urbanización (privada y exclusiva, claro) con pista de pádel y piscina, pero en mi barrio ya no hay una triste canasta ni portería. Pocas pistas callejeras quedan y, las que quedan, están semiabandonadas. Los nuevos barrios han crecido sin canastas, sin campos… Y cuando los hay, lucen verdes y artificiales, como nuestras fotos de perfil, y vallados y solitarios la mayor parte del día. Y cerrados los festivos.

No sé en tu urbanización (privada y exclusiva, claro) con pista de pádel y piscina, pero en mi barrio ya no hay una triste canasta ni portería. Pocas pistas callejeras quedan y, las que quedan, están semiabandonada

El campo de fútbol 7 ahora son pistas de pádel a las que entrar previa reserva y pago. No pasar. El campo grande en el que nos embarramos hoy luce con un césped que pisar cuando toca y con quien toca. No pasar. Allí, tras esa verja, jugábamos la liga del barrio. No pasar. Ese pabellón cerrado fue la pista en la que gané mi única copa. No pasar. Las instalaciones mejoran, pero también vetan. Oh, mira, en esa portería en medio del descampado fallé el gol de mi vida.

Con el candado echado en pabellones y colegios; con lo que está abierto, alejado, maltratado y viejo, hoy me parece impensable que mi hija o mis hijos cojan un balón y se bajen a la calle, piquen el timbre de quien sea o simplemente salgan por la puerta a ver quién hay, porque siempre había alguien.

Paseo y veo vacía aquella hoy desgastada pista en la que viví mi adolescencia, y no es por falta de afición. Sólo hay que levantar la cabeza del iPhone para admirar a un niño en el patio dándole patadas a una piedra; para ver por la acera a una niña driblando con una lata; para observar en ese parque en el que no se puede montar en bici ni jugar a la pelota, a un niño pateando el envoltorio del bocadillo, soñando con ser Messi, quizá Athenea, Vinicius o Jenni Hermoso.

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Pero es que, en mis días de mayor melancolía, hasta creo que ni tan siquiera hay plazas en las que colocar dos mochilas; ni puertas con las que joder las siestas que no nos echamos. Habrá, probablemente, coches en la calzada y una terraza en la acera con vistas a un pequeño parque infantil.

Se reduce el espacio público, de recreo y de deporte a la misma velocidad que se erosiona la seguridad vial. Ante esa imposibilidad de movernos en la cercanía, de no necesitar medias horas ni coches para hacer deporte, de no salir con miedo al numeroso tráfico que atraviesa la calzada, hemos perdido también tiempo de aventuras. La espontaneidad se ha enredado en ciudades desesperadamente estiradas, desordenadas pero compartimentadas. Y nuestros tiempos, o nuestras prisas, también.

La espontaneidad se ha enredado en ciudades desesperadamente estiradas, desordenadas pero compartimentadas. Y nuestros tiempos, o nuestras prisas, también

Que conste, aunque la nostalgia haga de edulcorante, no cambiaría a mis hijos sus condiciones por las mías. El deporte se ha profesionalizado y se nota en educación, respeto y prevención. También se nota en un precio que no paga lo que vale pero que sí aleja y discrimina. 38 euros de aquí, 35 por allá, cuota anual en cómodos plazos, ropa, viajes… Quédate a comer que ya es tarde…

Maldigo y me pregunto: ¿Cuánto más lejos está una carrera deportiva según tu clase social y estabilidad laboral? ¿Cuál era la región con el salario más bajo del país?

Maldigo y me pregunto: ¿Cuánto más lejos está una carrera deportiva según tu clase social y estabilidad laboral? ¿Cuál era la región con el salario más bajo del país?

La precariedad laboral no solo es falta de dinero, también es ausencia de tiempo. Tiempo para pasar la tarde en el coche y recorrer la ciudad en busca del gimnasio, del pabellón, de la academia de inglés, de la escuela de música o lo que sea que elegimos para que pasen la tarde mientras trabajamos… Tiempo para sentarte en su escritorio a ayudar con sus estudios. Sin dinero ni conciliación crece la exclusión.

¿Volvemos a hablar de meritocracia y clases? Y si casi no existen las escuelas municipales; si el deporte escolar es una edad y no un origen; si no hay un autobús que te lleve a falta de coche; si las calles son intransitables; si las pistas del barrio se han olvidado y no puedes jugar entre las mesas de una plazoleta; si no lo puedo pagar ¿dónde jugamos?

Dame, pues, el móvil, la tablet o cualquier pantalla que voy a poner un tweet maldiciendo a toda esa juventud que ya no sabe jugar en la calle.

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