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Iván Illich (1926-2002) nació en Viena pero también vivió en América Latina. Fue un sacerdote de ideario cercano al anarquismo. Entremezcló la crítica a la desigualdad social con las preocupaciones ecológicas y se le puede considerar un defensor filosófico del decrecentismo.
Criticó duramente los modelos vigentes de educación, sanidad o transporte mediante libros como La sociedad desescolarizada o Némesis médica. En Otra modernidad es posible, el ensayista Humberto Beck recupera algunos de sus diagnósticos y sus recetas para conseguir una sociedad con más equidad y, a la vez, más autonomía de los individuos.
¿Qué destacarías del pensamiento de Illich?
Que integra muchas preocupaciones sobre el presente cuando indaga en la lógica interna de las instituciones modernas. Analizó la escuela, la sanidad o los sistemas de transporte y descubrió que tienden a convertirse en fines en sí mismos. Crean efectos secundarios no previstos, como daños medioambientales, desigualdad y polarización social... Internamente, en su propio funcionamiento, tienden a producir lo opuesto a lo que debían conseguir.
Illich maneja el concepto de contraproductividad, que mencionas muy a menudo en tu libro. El progreso tecnológico, por ejemplo, produce efectos indeseables cuando supera determinados umbrales. Si vivimos inmersos en sistemas contraproductivos, ¿cómo podemos alcanzar esa otra modernidad a la que haces referencia en el título de tu libro?
El primer paso sería el diagnóstico y la crítica. Ya es un paso bastante radical, porque hay algo en el propio funcionamiento del sistema moderno que oculta sus efectos negativos. Por ejemplo, se supone que la escolarización obligatoria existe para contribuir a la educación y la igualdad social. Pero la escuela organizada, basada en las certificaciones escalonadas y cada vez más altas, facilita que se olvide el conocimiento en favor de la consecución de credenciales y crea una máquina perfecta de discriminación. ¿Qué solución suele plantearse? Hacer más de lo mismo.
Esta lógica recuerda a la reacción al crack financiero y la crisis económica. La solución a los desastres del neoliberalismo es más neoliberalismo.
Sí. Se afirma que los problemas que genera el crecimiento económico solo se pueden solucionar con más crecimiento económico, o que los efectos adversos de la austeridad se resuelven con más austeridad. Es un círculo vicioso. La originalidad de Illich es que escapa de este bucle.
Y también elude estas persecuciones de horizontes inalcanzables, porque no es concebible un mercado sin ningún tipo de regulación ni una modernidad absolutamente moderna. ¿La modernidad que analiza Illich y la desregulación neoliberal son distopías?
Podrían denominarse así, porque no hacen más que crear problemas graves que se acrecientan con su propio funcionamiento. A diferencia de otros autores, tanto marxistas como liberales, Illich opta por poner cercos al crecimiento económico, a las instituciones tecnológicas. Su piedra de toque para construir otra modernidad pasa por establecer unos límites.
El neoliberalismo ha expropiado una cierta retórica de la transgresión, siempre encauzada a un crecimiento económico destinado básicamente a una élite. Frente a eso, trazar unos límites parece una forma verdadera de resistencia
Al pensar el presente o al imaginar el futuro, partimos de nuestra propia experiencia. Y eso genera límites a lo que podemos criticar, incluso a lo que podemos imaginar. Illich afirma que aceptamos dogmas que solo son incuestionables en apariencia, porque no vemos otras maneras posibles de vivir.
Sí, y es un fenómeno curioso porque el planteamiento original de la modernidad era precisamente el cuestionamiento de certezas. Era un disolvente crítico de los estamentos sociales y de los dogmas intelectuales. Illich cree que en algún momento se produjo un desajuste entre los medios y los fines: la propia modernidad se quedó anquilosada en una visión contraproducente de sí misma. Para combatirlo, propone una vuelta a ese espíritu original. Y poner límites nos puede sonar anticuado, pero Illich nos señala que hay una tradición en este sentido: Kant, Hannah Arendt, Albert Camus...
¿Entiendes que algunas de las recetas de Illich se vean con recelo desde parte de las izquierdas? ¿Es una buena idea abolir la escolarización obligatoria?
Creo que algunos recelos parten de malentendidos. Si se interpreta el pensamiento de Illich de forma fragmentaria, se le puede ver como a un protoneoliberal. Él critica el gasto público y privado en medicina o en educación y eso puede provocar una instrumentalización anarcocapitalista de su pensamiento, cuando plantea algo muy diferente a las privatizaciones.
Afirmas que sus planteamientos se basan en la responsabilidad del individuo dentro de un marco colectivo de debate, y eso es algo opuesto a la tendencia antipolítica y antisocial del neoliberalismo.
Los valores cardinales de la obra de Illich son la autonomía y la equidad. Y la equidad implica una dimensión necesariamente social. Además, muchos análisis de Illich se basan en lo colectivo. Como el cálculo del tiempo social dedicado a los transportes.
Nos propone una manera muy diferente de vivir en sociedad. ¿Cómo se puede ejercitar el músculo de lo colectivo?
Mediante el ejercicio de la elección colectiva. Sería saludable comenzar a decidir sobre aspectos que, desde una perspectiva más liberal, se consideran únicamente definibles por técnicos y expertos. Como la organización de las instituciones o los planteamientos económicos.
Esta propuesta puede recordar al municipalismo libertario, y a otras propuestas de raiz anarquista que pueden resultar atractivas para otras escuelas de las izquierdas...
Hay una afinidad clara entre Illich y autores como Murray Bookchin. La colectividad a escala local sería un entorno posible en el que trabajar estas soberanías en lo concreto, que pondrían límites a la técnica y a la economía.
El mismo capitalismo empuja a cada vez más gente hacia esos márgenes donde se sobrevive con fragmentos de la actividad económica oficial
Illich propone este planteamiento muy político, pero veía casi imposible aplicar sus recetas en una sociedad que calificaba como postpolítica.
Cuando Illich escribió las obras en las que centro mi libro, en los setenta, se creía en la posibilidad de conseguir cambios a través del socialismo democrático de Allende, del mayo del 68... Él pensaba que era posible encauzar esa efervescencia política y que se tratasen los límites de los procesos tecnológicos. Después cambió el espíritu de los tiempos, pero creo que ahora se vuelve a abrir el horizonte. No es algo necesariamente positivo, porque pueden darse resultados como la presidencia de Donald Trump.
Ante la dificultad para conseguir cambios macroestructurales, Illich proponía pequeños cambios. Como la recuperación de la bicicleta como medio de transporte masivo.
Sí, porque expande la movilidad del caminante sin generar nuevas esclavitudes.
¿Crees que la población puede asumir esta línea de pensamiento o solo ve renuncias?
El mismo Illich lo veía más o menos posible dependiendo de la época. Primero tenía una cierta ambición revolucionaria de que se transformase toda la sociedad. Después fue orientándose a escalas más pequeñas: los pueblos, los barrios... Lo ideal sería llevar sus ideas sobre la convivencialidad también a la escala transnacional, pero quizá haya que partir de lo más concreto.
Illich hizo su planteamiento sobre una especie de sentido común, de término medio en el uso de la tecnología, al apostar por la bicicleta como medio de transporte cotidiano. ¿Se puede teorizar algo parecido sobre Internet o los dispositivos electrónicos?
Se puede hablar, por ejemplo, sobre la sensación de desinformación que genera la multiplicación de noticias. Sería un caso de contraproductividad: al superar cierto umbral de lo que es asimilable, se crea confusión e ignorancia.
Las herramientas digitales también generan una confusión enorme entre vida laboral y vida personal a causa de la disponibilidad permanente, por no hablar de la invasión de privacidad y la comercialización de datos personales. ¿Illich llegó a tratar estos fenómenos?
No se ocupó de los temas digitales, pero nos ofrece un vocabulario crítico para valorar estas herramientas en términos de contraproductividad, de polarización social y de opresión. Uno de estos términos sería el de trabajo fantasma, el conjunto de actividades no remuneradas que son necesarias para hacer posible ese trabajo asalariado. El transporte del domicilio a una oficina, para empezar. Algunas comunicaciones digitales podrían incluirse en esta categoría. No nos pagan por escribir mensajes en redes sociales, por ejemplo, pero necesitamos participar en ellas para mantener nuestra vida laboral.
Si afirmas que otra modernidad es posible, ¿también lo es otra relación con Internet y la tecnología digital?
Las herramientas digitales tienen usos contraproductivos y generan trabajo fantasma, así que hay que buscar cómo pueden favorecer la autonomía y la equidad. Existen ejemplos defendibles de lo que podríamos llamar comunes digitales, como Wikipedia. Twitter o Facebook permiten a priori el encuentro igualitario entre personas, pero hemos visto que solo se prestan lateralmente a esos intercambios y sobre todo mercantilizan los encuentros. Hay que hacer una crítica de la que deben surgir alternativas.
Según Illich, esas alternativas pasan por la contención, por la idea de que la transgresión no es necesariamente positiva. ¿Este concepto puede descolocar en algunos ámbitos de las izquierdas?
La versión de lo moderno que ha prevalecido, desde Francis Bacon a las vanguardias artísticas de principio del siglo XX, ha sido el ir más allá.
Pero la lógica del capitalismo avanzado también es muy transgresora, con su búsqueda de nuevos mercados, nuevos comunes y nuevos cuerpos que comercializar...
El neoliberalismo ha expropiado una cierta retórica de la transgresión, siempre encauzada a un crecimiento económico destinado básicamente a una élite. Frente a eso, trazar unos límites parece una forma verdadera de resistencia. En El hombre rebelde, de Camus, la rebeldía era decir: basta, no soy infinitamente moldeable, no me puedes tratar como si fuese una cosa.
Esto se puede conectar con algunas ideas del sociólogo Richard Sennett. Afirma que el ser humano no está preparado para adaptarse a una vida laboral que es una fábrica de desarraigo porque exige movilidad, disponibilidad y reinvenciones permanentes.
Esto sería un caso de exacerbación del trabajo fantasma. Toda la vida no laboral de las personas acaba convirtiéndose en trabajo fantasma, porque todo esté en función de la posibilidad de trabajar. Es como una pesadilla pendular en la que solo te mueves entre el trabajo asalariado y el trabajo fantasma.
En algunas situaciones, las relaciones personales pueden acabar formando parte de ello. Por ejemplo, cuando te trasladas centenares de kilómetros para acceder a un empleo y, para que este sea sostenible, creas otro círculo social que sustituya al que dejas atrás.
Sí, en esas circunstancias todo puede acabar supeditado al trabajo asalariado. Pero estas situaciones quizá empiezan a ser menos comunes porque mucha gente solo accede a empleo temporal o une varios trabajos informales. Y ahí no se forma un péndulo tan claro entre trabajo asalariado y fantasma, sino una gran zona gris que combina lo peor de ambas realidades.
En tu libro hablas de los cartoneros como figuras de resistencia contra el mercado formal.
Sí. En el momento en que Illich deja de creer en la posibilidad de transformaciones a gran escala, imagina estos cambios que se dan en las ruinas de la modernidad. Reivindicaba estas pequeñas autonomías porque le parecían las únicas posibles en ese momento. Quizá ahora hay algo del cartonero en cada vez más personas, porque el capitalismo actual ha roto con ese pacto según el cual creaba empleos. El mismo capitalismo empuja a cada vez más gente hacia esos márgenes donde se sobrevive con fragmentos de la actividad económica oficial.
Acabas Otra modernidad es posible hablando de una crítica de la razón fáustica, recomendando activar el freno de emergencia.
Cito al filósofo Walter Benjamin, que era a la vez un futurista utópico y un nostálgico de algunos aspectos del pasado. También hay algo de esta ambivalencia en Illich. Benjamin nos dice que, contrariamente a la identificación habitual de las revoluciones con el avance de una locomotora, quizá lo revolucionario sería activar el freno de emergencia. Es algo muy illichiano: quizá lo liberador no es acelerar, sino detenerse. Y buscar otra lógica del progreso.
En las últimas décadas, han triunfado las revoluciones de las élites. ¿Y ahora?
Ha escrito este ensayo porque creo que se ha producido una especie de cambio. La hegemonia sigue siendo neoliberal pero se ha resquebrajado, tanto a la izquierda como a la derecha. Hemos vivido el 15-M, las primaveras árabes, la precandidatura de un político socialista para las elecciones presidenciales estadounidenses... También ha triunfado Donald Trump y se ha extendido el fundamentalismo islámico. Son síntomas de que el fin de la historia se terminó. Y creo que Illich ofrece coordenadas para que esta pequeña apertura del horizonte de posibilidades se concrete en clave colectiva. Y para que se asuman problemas como el calentamiento global o los límites del crecimiento económico sin caer en nuevas tecnocracias.
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Compañero Ignasi, "La sociedad desescolarizada" y "Némesis médica" son obras de Illich. Saludos