Manifestación  Palestina Sol 231129 - 10

Análisis
Un periodismo en resistencia contra la banalización del genocidio

A veces parece que las palabras no bastan ante la maquinaria de la propaganda y de la muerte. Que todo lo que se pueda escribir es insuficiente. Insurjamos juntas contra una narrativa que busca avalar un camino que solo lleva al abismo.
Sarah Babiker
2 dic 2023 11:44

“Son genocidas”, explicaba el pasado 24 de noviembre Benjamín Netanyahu ante la cámara, después de que Pedro Sánchez le dijese que el número de niños y niñas muertas en Gaza es insoportable. “Tienen una ideología que es una locura. En el siglo XXI, después de la Ilustración, después de la Revolución Científica, después del avance de los derechos humanos y la democracia, esto es una auténtica locura”, proseguía el primer ministro israelí en su descripción del enemigo.

Netanyahu desarrollaba así en pocos minutos todo el argumentario que justificaría el último episodio del genocidio palestino, no faltó nada. Criticó el “relativismo moral”: no es lo mismo Occidente frente a las “cosas horribles” que esa gente hace a las mujeres y a los “seres humanos”, dijo sereno. “Ese es su sistema de valores. Ese no es su sistema de valores. Es algo contra lo que hay que luchar”. Así el marco de la disputa deja de ser colonial y apunta a lo moral: los seres humanos contra quienes les hacen cosas horribles (que como ya dejó claro el ministro de defensa israelí, solo llegan a “animales humanos”).

En su arenga supremacista camuflada de discurso antiterrorista, Netanyahu hablaba de un “nosotros” que incluía a “nuestros países avanzados” que buscan “la paz, la prosperidad y el progreso”, frente a los “bárbaros”, que no se quedan quietos, “y si no estamos dispuestos a luchar contra los bárbaros, ellos ganarán”. Esos “bárbaros” lo son tanto, que obligan al ejército israelí a bombardear “hospitales, escuelas, zonas residenciales, instalaciones de la ONU”, pues les atacan desde ahí. “¡No hay simetría aquí! Esta gente ataca directamente nuestras ciudades todo el tiempo. Miles y miles y miles de cohetes. Caen en Barcelona, caen en Madrid, caen en Bruselas, caen en Amberes. O en cualquiera de las ciudades europeas”.

Y así es como Netanyahu conjuga los actores del genocidio: en la narrativa israelí, los genocidas son los otros, un relato que conecta con el genocidio originario del pueblo judío, el perpetrado por una Alemania que hoy está dispuesta a dar carta blanca al genocidio palestino, como si sufrir un Holocausto habilitara para perpetrar otro, en una interpretación perversa de la reparación histórica. Los “bárbaros”, en el discurso del gobierno israelí, son los nuevos nazis.

El mantra de los bárbaros contra la civilización no es nada original, pero es absolutamente eficaz: es muy fácil de entender para una derecha identitaria que lleva décadas en ascenso, nutriéndose del racismo y del miedo

Tan a pecho se toma Israel ese paralelismo histórico que, mientras acusa de nazis al pueblo palestino, lucha en todo el mundo por criminalizar que se comparen las políticas israelíes con las de la Alemania nazi. Y cuando habla de los otros, de los bárbaros, Netanyahu y sus ministros son deliberadamente imprecisos: nunca se sabe si hablan de Hamás, de los gazatíes, de todos los palestinos, o de todas las personas árabes o musulmanas del mundo.

Pero Israel, en esta ocasión a través del discurso de Netanyahu, también dibuja un nosotros: esta guerra no es de los israelíes, es de todo el mundo civilizado, el mundo de los derechos humanos y la democracia que hay que defender. Los bárbaros amenazan nuestras ciudades, que no son solo Tel Aviv o Sederot: incluyen Madrid o Bruselas.

El mantra de los bárbaros contra la civilización no es nada original, pero es absolutamente eficaz: es muy fácil de entender para una derecha identitaria que lleva décadas en ascenso, nutriéndose del racismo y del miedo, y es tremendamente funcional a una economía de la guerra y la vigilancia, un sistema que al devenir columna vertebral de la economía, no puede interrumpirse sin que poderosas industrias e intereses empresariales se desmoronen.

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Existen distintos grados en los que Occidente compra este discurso: como decíamos, la ultraderecha no solo lo compra, hace de él fuente de inspiración y se pone detrás de Israel para lo que haga falta, pues es este país el que marca el camino que muchos querrían seguir. Además, el marco lógico es clarísimo: toda violencia israelí es autodefensa, incluso más, también te defiende a ti, en Madrid o en Bruselas. Toda violencia palestina es terrorismo. Toda crítica a Israel es apoyo al terrorismo.

Pero también se puede reproducir el marco israelí de maneras más discretas pero más insidiosas, lo hacen muchos medios todo el tiempo, incluir lo que dice Israel como la única versión válida. Un caso que se estudiará —esperemos— en las facultades de periodismo es este: “Hamás mata a diez rehenes más tras los bombardeos israelíes: cuatro son extranjeros”, decía un titular del digital 20 minutos, pocos días después del 7 de octubre. En el cuerpo explicaba que Hamás afirmaba que los cautivos habían muerto como resultado de las bombas israelíes. “¿Pero tú a quién vas a creer? ¿a los seres humanos o a los bárbaros?”. En 20 minutos y gran parte de los medios occidentales lo tienen claro. Sobre todo tras los primeros días de la ofensiva de Hamás.

Por último, entre personas de bien y medios de comunicación neutrales, nos encontramos muchas veces con deseos de paz profundamente deshumanizantes. Desear paz sin exigir primero justicia es una forma de pedir rendición, resignación ante un régimen de apartheid, ante la humillación y la violencia cotidianas. Ningún ser humano va a aceptar vivir en semejante statu quo sin rebelarse. Pensar que los palestinos y palestinas deben aceptar su destino sin conflicto es enajenarles de su humanidad.

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Israel tiene razón, hay algo que le une profundamente a Occidente, y es el colonialismo. Comparte con él las mismas premisas: el discurso colonial crea sus mitologías de países deshabitados, inexistentes, sin un sistema político digno de tal nombre. Donde hay, como mucho, algunos indígenas primitivos, incivilizados, y ahí llega la potencia colonial para hacer de este territorio salvaje un lugar moderno, de progreso tecnológico, social y moral.

No se sentían los europeos menos pueblo elegido para extender su dominio por el mundo de lo que se sienten los sionistas para ocupar las tierras de Palestina. Lo que pasa es que la narrativa colonialista sin más ya no se lleva. Es más, conviene mantenerla bien escondida. Y es fácil, en estos años 20 en los que la ultraderecha se expande por el mundo, hay un recurso mucho mejor: el de la lucha de civilizaciones.

El marco quedó sedimentado en los 90, cuando el mundo árabe tomó el relevo al bloque soviético en el imaginario del “otro”. Las bases ya estaban puestas, como afirmaba el antropólogo Talal Asad: la indentidad europea se construye en parte en oposición al otro árabe y musulmán. Una narrativa que impregnó en los años 2000 la lucha global contra el terrorismo.

Terroristas pasan a ser solo los árabes o los musulmanes, hasta el punto de que cualquier acto violento que realicen se califica como terrorismo, hasta el punto de que su sola existencia albergue la posibilidad de terrorismo

La lucha contra el islamismo sustituía a la lucha contra el comunismo, después de todo creaba más adeptos, la islamofobia o al menos el “islamoalarmismo”, iba a ser un pilar identitario para un Occidente que no quería mirar sus propias ruinas, también un motor económico insustituible, pues la maquinaria de la guerra y la vigilancia no pueden parar.

En algún momento, el terrorismo ya no está en la acción —el imaginario se vacía del terrorismo europeo con la paulatina desaparición de ETA, o el IRA—  sino en el sujeto. Terroristas pasan a ser solo los árabes o los musulmanes, hasta el punto de que cualquier acto violento que realicen se califica como terrorismo, hasta el punto de que su sola existencia alberga la posibilidad de terrorismo en el discurso supremacista.

Pero Israel siempre va un paso más adelante: no solo lidera la cruzada islamófoba, sino que usa el racismo para explotar el capital político de la víctima, secuestrando para ello a todas las personas judías del mundo. Al imponer el discurso de que las críticas contra Israel son antisemitismo, lastra la lucha contra el antijudaísmo mismo, que por supuesto existe. Pero, ¿cómo dimensionarlo si se mezcla el racismo anti-judío con las críticas a un estado genocida?

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Conectando con la extrema derecha

Pero el mundo ha cambiado, ya no solo el marco colonialista quedó atrás. Ahora los “bárbaros” también están entre ese “nosotros” al que interpela Netanyahu. Los bárbaros son ciudadanos en occidente, tienen voz, ocupan un espacio, aunque sea pequeño, en los parlamentos, son periodistas o escritores, tienen cuentas de Twitter con miles de seguidores, su discurso llega a mucha gente. Los bárbaros no compran esa interpelación a “nuestros valores”, no es fácil  hacerles cómplices del colonialismo que sufrieron sus antepasados, tienen una concepción del ser humano mucho más amplia que la que Israel y sus compinches defienden.

Por otro lado, semanas después del 7 de octubre, el discurso de Israel, centrado en la brutalidad y el salvajismo de Hamás, debe confrontar con una realidad que cuestiona ese “nosotros civilizado”: no es necesario enumerar aquí los datos objetivos que impugnan esa pretendida superioridad moral. También la presentación de Hamás como bárbaros irracionales contrasta con el hecho de que los cautivos hayan sido liberados en buenas condiciones, mientras que los prisioneros palestinos, mujeres y adolescentes en su mayoría, hayan explicado la tortura y mal trato a los que eran sometidos, y que llevan siendo documentados desde hace tiempo.

En la era de la posverdad la realidad se moldea al gusto del consumidor, e Israel no tiene por qué convencer a todo el mundo. Esto lo sabe y por eso recaba su apoyo entre quienes son más sensibles a sus tesis: la extrema derecha mundial

Pero en la era de la posverdad la realidad se moldea al gusto del consumidor, e Israel no tiene por qué convencer a todo el mundo. Esto lo sabe y por eso recaba su apoyo entre quienes son más sensibles a sus tesis: la extrema derecha mundial. Una internacional de líderes —y sus seguidores— que libran su propia gesta contra los bárbaros en sus países: los que en Reino Unido quieren deportar a los refugiados a Ruanda o encerrarlos en cárceles en el mar, los que en Francia señalan a árabes y musulmanes como fuente de todos los problemas, los que en Estados Unidos viven bajo la amenaza de las personas racializadas y la cultura woke, los que en Italia votan a políticos cuya principal promesa es preservar las fronteras, caiga quien caiga.

Y por eso asumen exactamente su mismo discurso: cargan contra las feministas por no creer a las mujeres israelíes cuando denuncian violencia sexual. Una campaña con vídeos ficcionalizados se extendía por las redes en torno al día internacional contra violencia hacia las mujeres. Mientras se investiga si hubo violaciones sistemáticas el 7 de octubre —en esos días un informe realizado por una ONG israelí apuntaba a indicios en este sentido— con el hashtag #believeisraeliwoman, Israel acusaba a las feministas y las Naciones Unidas de no creer los testimonios de las mujeres israelíes, del mismo modo que la ultraderecha en Occidente usa las violaciones presuntamente perpetradas por migrantes como arma arrojadiza contra las feministas.

Así, junto a los bárbaros, se amplían las filas de enemigos: la izquierda que apoya el terrorismo, los wokes —traidores culturales que abren paso al enemigo desde un buenismo idiota—, los antirracistas —que no se identifican con el discurso del choque de civilizaciones y que tienen el marco colonial bien presente— son todos antisemitas. Su impugnación al sionismo es una traición a los valores de occidente. Ese es el marco que promueve la narrativa israelí. Y puede permitírselo porque la radicalización de Israel va de la mano de la radicalización ultraderechista en el mundo.

Cómo impugnar este relato

Ante esta ofensiva narrativa que opera como una especie de escudo que busca preservar a un actor criminal de toda crítica, a veces parece que las palabras no bastan, que todo lo que se pueda escribir es insuficiente, ridículo, ante el imparable ascenso del número de personas muertas y desplazadas.

En este pulso, y ahora hablo como periodista de un medio que quiere aportar algo diferente, que quiere transformar este mundo cada vez más de mierda, tenemos debates y reflexiones. Y es sano que así sea. Como es sano que por encima prevalezcan principios claros e indiscutibles: que lo que estamos presenciando no es autodefensa sino un genocidio. Que la resistencia contra el colonialismo no es terrorismo. Que esto no empezó el 7 de octubre.

Si no visibilizamos que hay dos partes en este conflicto, ¿no estamos negando la agencia del pueblo ocupado?  ¿no estamos negando su lugar como actores a los palestinos, su capacidad de tomar decisiones, resistir pacífica o violentamente a la ocupación?

Pero a la hora de transmitir esto, también hay dudas y contradicciones. Por ejemplo, ¿debemos aceptar palabras como tregua, guerra o conflicto?. Es algo que escuchamos en las manifestaciones, que nosotras mismas coreamos: “¡no es una guerra, es un genocidio!”. Usar estos términos, argumentamos, puede connotar equidistancia en un marco totalmente asimétrico, en el que tenemos una gran potencia ocupante híperarmada frente a un pueblo sin ejército ocupado, asediado y constantemente agredido. Pero por otro lado, si no visibilizamos que hay dos partes en este conflicto, ¿no estamos negando la agencia del pueblo ocupado?  ¿no estamos negando su lugar como actores a los palestinos, su capacidad de tomar decisiones, resistir pacífica o violentamente a la ocupación? Son preguntas abiertas de un debate que va más allá de la elección de las palabras que usamos.

Esto no niega que el lenguaje sea importante: cuando nos preguntamos cuántos niños y niñas tiene que morir para que esto pare, hacemos algo muy humano, asociar la idea de inocencia y el instinto de protección con la infancia. Pero separar niños y niñas —y a veces también mujeres— de la suma de vidas perdidas, ¿no es avalar el marco de que hay muertes más justificadas que otras? ¿La idea de que bombardear a hombres palestinos puede ser menos insoportable, pues al fin y al cabo, todos ellos son potenciales terroristas?

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Se impone sobre todo liberarse del marco que Israel busca imponer todo el tiempo: no discutir si hubo o no hubo actos brutales y violaciones el 7 de octubre, sino impugnar que eso pueda justificar un genocidio. No debatir sobre si Hamás es más o menos islamista, sino denunciar que nada puede justificar 75 años de colonialismo. No dejar que el debate quede capturado en demostrar si hay armas o no en un hospital, sino dejar bien claro que eso nunca puede justificar arrasarlo.

Sabemos que Israel miente la mayoría de las veces, pero eso no es lo más importante. La trampa más difícil de sortear es su manera de imponer los términos del debate: porque si el marco es ese, demostrar que hubo violencia sexual, que en Hamás son muy religiosos, o que milicianos se escondieron en un hospital, justifica su razonamiento, nos encierra en su marco. Y hay que salir de ese marco: y eso solo se puede hacer con un periodismo antirracista, que ponga en el centro las voces palestinas, que enfoque su mirada en las resistencias y las alianzas, que investigue a quién beneficia el régimen de guerra, y que señale las bases estructurales e históricas del genocidio que estamos presenciando. 

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