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Andalucía, 1904. Un chivatazo anónimo señala a los familiares de un hombre desaparecido: deben buscarle en un huerto ubicado en la localidad de Peñaflor. El dueño del terreno, Juan Aldije, organiza timbas clandestinas en esa propiedad. Los familiares se introducen en el lugar y hallan dos cadáveres. La Guardia Civil hallará más restos humanos. Aldije y su compañero, José Muñoz Lopera, explicarán su modus operandi: atraer a personas que portasen grandes cantidades de dinero en metálico con el señuelo de una gran partida de cartas, y asesinarlas cuando llegaban a su propiedad. Ambos personajes se señalarían mutuamente como ejecutores materiales de los homicidios.
Setenta años después, en el contexto de expansión de las libertades dentro del audiovisual español, el actor y director Jacinto Molina (más conocido por el nombre artístico de Paul Naschy) protagonizó, coguionizó y dirigió un filme inspirado en los sucesos de Peñaflor: El huerto del francés. El desaparecido intérprete siempre la reivindicó como una obra especial dentro de una trayectoria marcada por sus trabajos en el ámbito del cine fantástico. Aun así, o quizá precisamente por ello, su segundo largometraje como realizador había caído en un cierto olvido.
Finalmente, una edición videográfica en formato Blu-ray publicada por Divisa la acerca a nuevas audiencias y en buenas condiciones. La edición doméstica parte de una restauración a resolución 4K impulsada por Cultural Diversity Films. Más allá de que se pueda echar en falta una apariencia más orgánica, más acorde con el soporte fotoquímico original, el resultado luce bastante por encima de lo habitual en nuestro país.
Sobriedad expositiva con añadidos erotizadores
Dejando al margen los azares de las vidas comerciales de las películas, y de las políticas y expectativas de cada poseedor de derechos, quizá es comprensible que El huerto del francés haya permanecido algo oculta. Al fin y al cabo, resulta esquiva de clasificar . Por una parte, es un drama criminal bastante seco, de estructura y narrativa visual más bien clásicas. A la vez, El huerto del francés incluye pequeñas estridencias estilísticas y no deja de reflejar la inflación de desnudos femeninos en el audiovisual español de la Transición.
Naschy y compañía marcaron las distancias con el cine más sensacionalista, pero no rehuyeron completamente algunas de sus inercias. Quizá cabría hablar de una especie de exploitation de qualité. Dentro de esa tradición, el enfoque empleado podría considerarse sobrio, a pesar de la inclusión de gestos expresionistas puntuales, o de insertos destinados a poner a prueba la mayor tolerancia institucional en lo que respecta a las imágenes de sexo y violencia.
Quizá algunos resortes del fantaterror resultaban adecuados para contar esa especie de spanish gothic de juego ilegal, de crímenes arribistas en ambientes rurales de desigualdad y miseria. La comparación del relato fílmico con la historia real, en todo caso, revela una serie de cambios oportunos para conectar con las entonces emergentes películas de destape (destape de mujeres, casi siempre de mujeres). El lugar donde sucede la acción pasa a ser también un prostíbulo, aspecto que facilita la profusión de desnudos por androcéntricas necesidades del guión. Tampoco faltan las peleas entre mujeres tan propias de aquel cine que fantaseaba con las rivalidades entre reclusas de cárceles femeninas o campos de concentración. En el filme, dos jóvenes amantes compiten por las atenciones del casado Aldije y llegan a pegarse por ello.
La historia es un terreno inestable
En su vertiente de thriller psicológico, los responsables de El huerto del francés rehuyeron los lugares comunes de las historias de asesinos en serie. La narración no ofrece explicaciones abracadabrantes sobre la deriva criminal del protagonista, sino que le emparenta con la criminalidad con motivaciones estrictamente económicas. Naschy no encarna a un depredador librado al supuesto placer de la caza, sino a un hombre con resentimiento de clase que quiere disponer de una gran fortuna con la que ganarse el respeto de su adinerada familia política.
En ‘El huerto del francés’, la España del tremendismo, de ‘La familia de Pascual Duarte’, se entremezcla con ese cine de terror gustoso de explorar los ángulos más oscuros de las pasiones y pulsiones humanas
Los gestos de crueldad que aparecen en El huerto del francés no provienen de este Aldije que es retratado como alguien desapasionado, indiferente, cuyo único objetivo es la ascensión económica. Cuando uno de los personajes cuestiona su salud mental, el protagonista responde: “Eso quisiera yo, estar loco”. El Aldije de Naschy es un ‘loco’ racional porque comparte la comúnmente aceptada fiebre por el dinero. Otros personajes encarnan el gusto por infringir dolor de manera ‘gratuita’. Un señorito andaluz disfruta humillando a una prostituta y marcando su rostro con una espuela. Una partera sonríe satisfecha después de conseguir pinchar un feto con una aguja. La España del tremendismo, de La familia de Pascual Duarte, se entremezcla con ese cine de terror gustoso de explorar los ángulos más oscuros de las pasiones y pulsiones humanas.
‘El huerto del francés’ retrataba unos hechos reales difíciles de digerir por esa España nacional-católica que tendía a autorrepresentarse como un remanso de placidez donde todo mal era una importación foránea
No parece que Molina concibiese su obra con vocación explícitamente política, pero su empeño resultó incómodo. De alguna manera, anticipó la polémica que supondría El crimen de Cuenca. Para empezar, El huerto del francés retrataba unos hechos reales difíciles de digerir por esa España nacional-católica que tendía a autorrepresentarse como un remanso de placidez donde todo mal era una importación foránea. La procedencia francesa del protagonista resultaba conveniente, pero el filme terminaba con una escenificación de retorno al orden que no es ni eficaz ni tranquilizadora: el fin de Aldije y Muñoz es más bien triste y se alude a la incompetencia del verdugo que les ejecutó. Molina y su equipo rehuyeron la posibilidad de reflejar la larga agonía real en toda su dimensión, pero sí mostraron lo suficiente como para imposibilitar que la muerte del ‘monstruo’ deviniese un desenlace feliz o cómodo. “Que me vean bien, que recuerden la cara de un hombre cuando le estrangulan”, espetaba el personaje de Naschy.
Un par de años más tarde, Pilar Miró iría más allá con El crimen de Cuenca, una historia de arbitrariedad y horrores institucionales. La realizadora concedería minutos y minutos de metraje a las torturas cometidas por la Guardia Civil tras la desaparición de un pastor castellano en 1910. El protagonismo recaería en dos falsos culpables que deben soportar un via crucis antes de que su inocencia se demuestre por casualidad. En esa ocasión, la polémica fue más allá de los paraísos inventados del franquismo o de la inercia de impunidad con la que operaron sus cuerpos policiales. En un contexto de denuncias de la guerra sucia contra ETA, recuperar ese episodio histórico debió de resultar especialmente inconveniente. Pero esa es otra historia.
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