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Feminismos
Un nuevo paradigma civilizatorio
Tanto por los avances científico-tecnológicos como por la situación de deterioro ambiental del planeta, la Humanidad se encuentra en el umbral de una nueva era: antropoceno. El autor señala la importancia de las cuestiones de género en este nuevo escenario
La Humanidad se ha venido debatiendo siempre entre dos fuertes pulsiones: la de conquista y la de conservación, procurando un equilibrio entre ambas. Pero en los últimos tiempos parece claro que ese equilibrio se está descomponiendo.
Es evidente que somos una especie exitosa. Casi no hay resquicio terrestre por conquistar ni especie por someter. Lo vamos ocupando todo pero, a la vez, vamos dejando el planeta hecho unos zorros. Estamos descuidando las más elementales tareas de conservación de la casa en donde vivimos, eliminando las condiciones materiales que permiten nuestra propia existencia sobre el planeta. Muy inteligente no parece.
A estas alturas del siglo XXI se precisa un cambio de paradigma civilizatorio. Los criterios, las maneras, las capacidades, el sentido común, la sensatez... de la mitad históricamente relegada de la Humanidad deben adquirir mucho más protagonismo. Algo se va avanzando, pero las mujeres deben tener mucha más presencia aún en la esfera pública. Dicho lo cual, tal vez tampoco estaría mal que los varones se ocuparan algo más de la esfera privada.
Propongo una prueba: imaginemos a un señor cualquiera, de mediana edad, puede que con bigote, de rodillas, limpiando con estropajo el interior de la taza de váter de su casa. ¿A que no?, ¿a que cuesta? Es una imagen extraña, que nuestra imaginación tiene problemas para concebir; para nuestro cerebro no se encuentra dentro de la esfera de lo posible porque es una escena que nunca ha contemplado ni en fotos, ni en el cine, ni en toda la historia del arte ni, por supuesto, de manera presencial. Y quien dice esto, dice un padre con los hijos en el pediatra o bien un hijo cuidando de sus ancianos padres.
Hace tiempo, en un pueblecito de la sierra, de labios de una señora mayor que precisaba ya cierta asistencia, oí esta frase: “Vale más hija puta que hijo cura”
Hace tiempo, en un pueblecito de la sierra, de labios de una señora mayor que precisaba ya cierta asistencia, oí esta frase: “Vale más hija puta que hijo cura”
Si bien en un principio me resultó un tanto ordinaria la expresión, enseguida me di cuenta de las cantidades industriales de sabiduría que contenía. Y es verdad que parece como que las mujeres, en materia de vínculos y cuidados, supieran lo que hay que hacer cuando hay que hacerlo, mientras que los varones son especialistas en escurrir el bulto, como si tuvieran algunas capacidades afectivas atrofiadas.
No se trata de dilucidar quién es peor o mejor ni de reproducir debates jacarandosos sobre luchas de sexos. Se trata únicamente de restablecer equilibrios. Se trata tan solo de un nuevo paradigma civilizatorio.
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Del libro ‘La pasión de la mente occidental’ (The Passion of the Western Mind), de Richard Tarnas:
INTEGRAR LOS OPUESTOS
Podrían hacerse muchas generalizaciones acerca de la historia del pensamiento occidental pero, hoy por hoy, tal vez lo que se presenta con evidencia más inmediata sea que, desde el principio hasta el final, se ha tratado de un fenómeno abrumadoramente masculino: Sócrates, Platón, Aristóteles, Pablo, Agustín, Tomás de Aquino, Lutero, Copérnico, Galileo, Bacon, Descartes, Newton, Locke, Hume, Kant, Darwin, Marx, Nietzsche, Freud ... La tradición intelectual de Occidente ha sido producida y canonizada casi íntegramente por hombres y se ha inspirado predominantemente en perspectivas masculinas. Está claro que este predominio masculino en la historia intelectual de Occidente no se debe a que las mujeres sean menos inteligentes que los hombres, pero ¿se puede atribuir exclusivamente a las restricciones sociales? Yo pienso que no. Creo que hay en ello algo más profundo: algo arquetípico. La masculinidad de la mentalidad occidental lo ha invadido todo, ha sido fundamental, tanto en hombres como en mujeres, ha afectado todos los aspectos del pensamiento occidental y ha determinado su concepción básica del ser humano y el papel humano en el mundo. Las principales lenguas en que se desarrolló la tradición occidental, desde el griego y el latín, tendieron sin excepción a personificar la especie humana con palabras de género masculino: anthropos, homo, l'homme, man, l'uomo, chelovek, der Mensch, el hombre. Como ha quedado fielmente reflejado en el relato histórico de este libro, siempre ha sido «el hombre» esto y «el hombre» lo otro: «el ascenso del hombre», «la dignidad del hombre», «la relación del hombre con Dios», «el lugar del hombre en el cosmos», «la lucha del hombre con la naturaleza», «la gran conquista del hombre moderno», y así sucesivamente. El «hombre» de la tradición occidental fue un héroe masculino inquisitivo, un rebelde prometeico biológico y metafísico que ha buscado sin cesar la libertad y el progreso, y que se ha esforzado permanentemente por diferenciarse de la matriz de la cual emergió y controlarla. Esta predisposición masculina en la evolución de la mentalidad occidental, aunque en gran medida inconsciente, no sólo ha sido característica de dicha evolución, sino que ha sido, también, esencial a ella.
En efecto, la evolución de la mentalidad occidental ha sido siempre impelida por un impulso heroico a forjar una identidad humana racional y autónoma, separándola de su unidad primordial con la naturaleza. Todas las perspectivas religiosas, científicas y filosóficas fundamentales de la cultura occidental se han visto afectadas por esta decisiva masculinidad, que empezó hace cuatro milenios con las grandes conquistas patriarcales nómadas en Grecia y Oriente Medio a expensas de antiguas culturas matriarcales, y se manifestó en la religión patriarcal de Occidente a partir del judaísmo, en su filosofía racionalista a partir de Grecia yen su ciencia objetivista a partir de la Europa moderna. Todo esto ha servido a la causa de la evolución de la voluntad y el intelecto humanos autónomos: el yo trascendente, el yo individual independiente, el ser humano que se autodetermina en su originalidad, en su separación y en su libertad. Pero para lograr esto, la mentalidad masculina reprimió a la femenina. Esto puede verse en el sojuzgamiento y revisión de las mitologías matrifocales prehelénicas que tuvo lugar en la Grecia antigua, o bien en la negación judeocristiana de la Gran Diosa Madre, o bien en la exaltación que hizo la Ilustración del frío yo racional, consciente de sí y escindido de una naturaleza exterior desencantada. En cualquier caso, la evolución de la mentalidad occidental se ha fundado en la represión de lo femenino, en la represión de la conciencia unitaria indiferenciada, de la participation mystique con la naturaleza, esto es, una progresiva negación del anima mundi, del alma del mundo, de la comunidad del ser, de lo omnipresente, del misterio y la ambigüedad, de la imaginación, la emoción, el instinto, el cuerpo, la naturaleza, la mujer.
Pero esta separación entraña, necesariamente, un anhelo de reunión con lo que se ha perdido, sobre todo después de que la heroica búsqueda masculina ha sido llevada a su extremo unilateral en la conciencia tardomoderna, que en su aislamiento absoluto se ha apropiado de toda la inteligencia consciente del universo (el hombre es un ser consciente e inteligente, el cosmos es ciego y mecanicista, Dios ha muerto). El hombre se enfrenta a la crisis existencial derivada de su condición de ser un yo consciente solitario y mortal arrojado a un universo que, en última instancia, carece de sentido y es incognoscible. Y se enfrenta a la crisis psicológica y biológica derivada de vivir en un mundo modelado de tal manera que corresponde a su cosmovisión; esto es, en un medio artificial de fabricación humana y cada vez más mecanicista, atomizado, sin alma y autodestructivo. La crisis del hombre moderno es esencialmente una crisis masculina, y creo que su resolución ya empieza a advertirse con el tremendo surgimiento de lo femenino en nuestra cultura. Pero este surgimiento no se manifiesta únicamente en el auge del feminismo, en el creciente poder de las mujeres y en la amplia apertura a los valores femeninos por parte tanto de hombres como de mujeres, o en el auge de los estudios y las perspectivas sensibles al género en prácticamente todas las disciplinas intelectuales, sino también en el sentido creciente de unidad con el planeta y con todas las formas de la naturaleza, en la creciente conciencia ecológica y en la reacción cada vez mayor contra las estrategias políticas y corporativas que mantienen la dominación y la explotación del medio, en la solidaridad creciente con el conjunto de la comunidad humana, en el colapso acelerado de antiguas barreras políticas e ideológicas que separan a los pueblos del mundo, en el reconocimiento cada vez más profundo del valor y la necesidad de colaboración, de pluralismo y de conjugación de muchas perspectivas. También se manifiesta en la urgencia por volver a tomar contacto con el cuerpo, las emociones, el inconsciente, la imaginación y la intuición, en el nuevo interés por el misterio del parto y la dignidad de lo maternal, en el creciente reconocimiento de una inteligencia inmanente en la naturaleza, en la popularidad de la teoría Gaia. Se manifiesta en la apreciación cada vez mayor de las perspectivas culturales indígenas y arcaicas, tales como las de los nativos de América o África y los europeos antiguos, en la nueva conciencia de las perspectivas femeninas de lo divino, en la recuperación arqueológica de la tradición de la Diosa y el resurgimiento contemporáneo del culto a la Diosa, en el ascenso de la teología judeocristiana de orientación sofiánica y en la declaración papal de la Assumptio Mariae, en la brusca y espontánea aparición, ampliamente observada, de fenómenos arquetípicos femeninos en sueños individuales y en la psicoterapia. Y también es evidente en la gran oleada de interés en la perspectiva mitológica, en las disciplinas esotéricas, en el misticismo oriental, el chamanismo, la psicología arquetipal y transpersonal, la hermenéutica y otras epistemologías no objetivistas, en teorías científicas del universo holonómico, campos morfogéneticos, estructuras disipativas, teoría del caos, ecología de la mente, universo participativo y un largo etc. Como profetizó Jung, en la psique contemporánea se está produciendo un cambio histórico, una reconciliación entre las dos grandes polaridades, una unión de opuestos: un hieros gamos (matrimonio sagrado) entre lo masculino, dominante durante mucho tiempo, pero ahora alienado, y lo femenino, reprimido durante mucho tiempo, pero ahora en ascenso.
Este dramático desarrollo no es meramente una compensación, un simple retorno de lo reprimido, ya que, a mi entender, fue siempre la meta subyacente a la evolución intelectual y espiritual de Occidente. Pues la pasión más profunda de la mentalidad occidental ha sido la de reunirse con el fundamento de su propio ser. El impulso conductor de la conciencia masculina de Occidente fue su indagación dialéctica no sólo én busca de autorrealización, sino también, en último término, para recuperar su conexión con el todo, para armonizarse con el gran principio femenino de la existencia: diferenciarse de lo femenino, pero luego redescubrirlo y reunirse con él, con el misterio de la vida, la naturaleza y el alma. Esta reunión puede darse ahora en un nivel nuevo y profundamente distinto del de la unidad inconsciente primordial, pues la larga evolución de la conciencia humana ha puesto por fin a ésta en condiciones de abrazar libre y conscientemente el fundamento y la matriz de su propio ser. El telas, la dirección y la meta inherentes al espíritu occidental, ha consistido en volver a conectar con el cosmos en una participation mystique madura, en entregarse a sí mismo, libre y conscientemente, a una unidad mayor que preserva la autonomía humana a la vez que trasciende la alienación humana.
Pero para lograr esta reintegración de lo femenino reprimido, lo masculino debe pasar por un sacrificio, por una muerte del yo. La mente occidental debe tener la voluntad de abrirse a una realidad cuya naturaleza podría hacer añicos sus creencias mejor establecidas acerca de sí misma y del mundo. Éste es precisamente el acto de heroísmo que ha de tener lugar. Ahora es necesario cruzar un umbral que exige un valeroso acto de fe, de imaginación, de confianza en una realidad más amplia y compleja; umbral que, además, exige un acto de auto exploración sin flaqueza alguna. He aquí el gran desafío de nuestra época, el imperativo evolutivo de que lo masculino vea más allá de su hubris y su unilateralidad, que tome conciencia de su sombra inconsciente, que elija entrar en una relación fundamentalmente nueva de mutualidad con lo femenino en todas sus formas. Lo femenino, pues, deja de ser lo que se debe controlar, negar y explotar, para convertirse en lo que se debe plenamente• reconocer y respetar, y a lo que se debe dar la palabra; deja de ser lo que no se reconoce como «otro» objetivado, para convertirse en fuente, meta y presencia inmanente.
Éste es el gran reto, aunque creo que se trata de un reto para el cual la mente occidental se ha venido preparando lentamente durante toda su existencia. Creo que el incansable desarrollo interior de Occidente y el incesante ordenamiento masculino de la realidad ha ido llevando poco a poco, en un movimiento dialéctico de inmensa longitud, hacia un matrimonio profundo y en muchos niveles de lo masculino y lo femenino, una reunión triunfal y restauradora. Y a mí me parece que gran parte del conflicto y la confusión de nuestro tiempo es reflejo del hecho de que este drama evolutivo se está aproximando a sus fases culminantes. Nuestra época está produciendo algo fundamentalmente nuevo en la historia humana: somos testigos y protagonistas del trabajo de parto de una nueva realidad, una nueva forma de existencia humana, un «hijo» que es fruto de este gran matrimonio arquetípico y que lleva en su seno todos sus antecedentes, pero en una nueva forma. Por tanto, reafirmaría los ideales que han expresado las perspectivas contraculturales feministas, ecologistas, arcaicas y otras. Pero también quisiera dar mi apoyo a quienes han valorado y sostenido la tradición central de Occidente, pues creo que esta tradición (toda la trayectoria desde los poetas épicos griegos y los profetas hebreos, la larga lucha intelectual y espiritual desde Sócrates y Platón, Pablo y Agustín, a Galileo y Descartes y a Kant y Freud), todo este estupendo proyecto occidental debería considerarse una parte necesaria y noble de una gran dialéctica, y no ser rechazado simplemente como una confabulación imperialista-chauvinista. No sólo esta tradición ha preparado arduamente el camino para su autotrascendencia, sino que posee recursos, dejados y atrás y olvidados por su propio avance prometeico que apenas hemos comenzado a integrar (paradójicamente, sólo la apertura a lo femenino nos permitirá integrarlos). Cada perspectiva, masculina y femenina, es aquí afirmada a la vez que trascendida, . reconocida como parte de un todo que la abarca; cada polaridad requiere a la otra para su plena realización. Y su síntesis lleva más allá, pues ofrece una inesperada apertura a una rea lidad más amplia que no se puede aprehender antes de tiempo, porque esta nueva realidad es, ella misma, un acto creador.
¿Por qué la omnipresente masculinidad de la tradición intelectual y espiritual de Occidente se nos ha hecho de pronto evidente, tras haber permanecido invisible para casi todas las generaciones anteriores? Creo que eso sólo ocurre hoy porque, como sugirió Hegel, una civilización no puede tomar conciencia de sí misma, no puede reconocer su propio significado, hasta que no ha madurado lo suficiente como para aproximarse a su muerte.
Hoy en día estamos viviendo algo que se asemeja mucho a la muerte del hombre moderno, que se asemeja mucho, en verdad, a la muerte del hombre occidental. Tal vez el final del «hombre» esté al alcance de la mano. Pero el hombre no es una meta. El hombre es algo que debe ser superado ... y completado, en el abrazo con lo femenino.