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Fotografía
¿Es un libro?, ¿es un álbum de fotos?, ¿una revista? ¡Es un fotolibro!
La iniciativa tenía todas las papeletas para no llegar a buen puerto y reportar más dolores de cabeza que alegrías a sus creadoras. Se trataba de fundar una editorial para publicar, en ediciones cuidadas pero accesibles, fotolibros que cuenten con imágenes historias pequeñas pero grandes, mirando donde no se suele mirar. Pero, de momento, el vaso está medio lleno: Comisura, que así se llama el proyecto, está a punto de cumplir el año de vida y sus responsables comentan con satisfacción que han conseguido cubrir gastos y cumplir moderamente sus objetivos. En estos meses han publicado dos títulos —El infarto del alma y Siempre van solos, los bichos— y dos números monográficos de la revista Esto es un cuerpo, uno dedicado a las manos y el otro al pelo.
“Comisura publica libros híbridos que se componen a partir de fotografías y de palabras. Nos gusta jugar con la mezcla y la diferencia, y creemos que es un camino interesante entre los libros más clásicos y los fotolibros puramente fotográficos. No utilizamos papeles premium ni tapa dura ni grandes tamaños, porque queremos que cualquiera pueda permitírselo”, explica Laura C. Vela, fotógrafa e impulsora de Comisura junto a Carlota Visier y Jesús Cano, dos filólogos para quienes el mundo de los fotolibros era un completo desconocido hasta que cayó en sus manos Como la casa mía, un trabajo de la fotógrafa publicado en 2019.
La hoja de ruta de Comisura es ambiciosa en sus objetivos, según expone Laura C. Vela: “Queremos poner en relación literaturas distintas, medios de expresión distintos, literaturas de una y otra orilla del océano. Indagar en encrucijadas, que suelen ser lugares poco explorados porque cada uno de los elementos que se encuentran piensan que le corresponde al otro ocuparse de ello, de ahí que sean sitios tan fecundos. También intervenir en el diálogo cultural con obras que apuntan a otros lugares y buscan cuestionar las definiciones habituales. Crear obras de nueva factura y también rescatar obras olvidadas —de tiempos recientes— que merezcan la pena. Y, por último, que la hibridación entre disciplinas fomente el diálogo y la unidad, buscando aprender y abrir nuestros mundos”. Otra pretensión es que sus libros de fotografía sean accesibles, “tanto en su precio como en su comprensión y viceversa: acercar la literatura a unas personas muy visuales que consumen imágenes y textos a un ritmo vertiginoso”.
“Lo más difícil es que salgan las cuentas y que no te venza el desánimo o la impaciencia”, dice Laura C. Vela, de la editorial Comisura
El día a día de un proyecto editorial como el de Comisura se encuentra con obstáculos que son moneda común, nunca mejor dicho, en el sector del arte y la cultura: “Lo más difícil es que salgan las cuentas y que no te venza el desánimo o la impaciencia. A veces parece que si tratas con respeto a todas las personas implicadas y remuneras justamente el trabajo, te va peor. El mundo de la cultura se alimenta, en gran medida, del entusiasmo de las personas”.
El primer lanzamiento de Comisura fue la reedición de El infarto del alma, publicado originalmente en Chile en 1994, una obra realizada por la fotógrafa Paz Errázuriz y la escritora Diamela Eltit. Ambas viajaron al hospital psiquiátrico Philippe Pinel, en la ciudad de Putaendo, construido en 1940 como un sanatorio para tuberculosos pero reconvertido desde 1968 en manicomio.
Y el segundo, publicado en febrero, es Siempre van solos, los bichos, un trabajo de Laura C. Vela y el escritor Suso Mourelo localizado en el poblado minero de El Centenillo, en Sierra Morena, donde se cruzan las perspectivas de ambos. Mourelo no tiene vínculos personales y observa el pueblo con ojos nuevos mientras ella, de alguna manera, lo idealiza, pues atesora en él recuerdos de infancia y sus raíces. “Hemos querido hablar de lo frágil y de lo pequeño, contextualizándolo en un antiguo pueblo minero, explotado y ahora vestido en ruinas. Pero la reflexión va más allá de la melancolía: nos interesa celebrar lo raro, lo diferente, y recordar lo fácil que es que todo se desvanezca. Suso Mourelo, que pasaba muchas horas paseando y observando, descubrió en las hazañas de los escarabajos peloteros reminiscencias del trabajo de los mineros. Después, nos encontramos ambos reflejados en esos seres diminutos: bichos un poco olvidados, bichos a veces desorientados, bichos solitarios, pero bichos fuertes y hermosos”, desgrana la fotógrafa.
¿De qué hablamos cuando hablamos de fotolibros?
Se suele destacar como un hito en la historia del fotolibro la obra Infinito, de David Jiménez, publicada en el año 2000. Su narrativa fragmentada a través de imágenes que proponen múltiples lecturas inspiró a numerosos fotógrafos para crear libros que cuentan historias a través de fotografías. Pero es complicado precisar una definición de lo que es un fotolibro o realizar una taxonomía, dada la variedad y amplitud de trabajos a los que se puede adjudicar esa etiqueta. Además, la historia viene de lejos. “El término ‘fotolibro’ lo acuñó László Moholy-Nagy, pero fue Horacio Fernández, en su catálogo Fotografía Pública, quien popularizó su uso en español. Luego se miró atrás y también se asignó este término a libros anteriores a este movimiento, género o disciplina, dependiendo de cómo lo considere cada uno”, recuerda Frédérique Bangerter, editora en Cabeza de Chorlito, donde publican tanto fotografía, como dibujo o libros en risografía.
“El objeto en sí forma parte del discurso que se quiere transmitir, a diferencia de otras publicaciones que se ‘limitan’ a contener fotos, como puede ser un catálogo”, resume Roberto Villalón, director de Clavo Ardiendo
“En un fotolibro, el ‘texto’ son las imágenes, creando una narrativa a través de las fotos y su distribución, pero también es relevante su diseño, su formato, su papel, su tamaño, su encuadernación… El objeto en sí forma parte del discurso que se quiere transmitir, a diferencia de otras publicaciones que se ‘limitan’ a contener fotos, como puede ser un catálogo”, resume Roberto Villalón, fotógrafo, periodista y director de la web especializada en fotografía Clavo Ardiendo.
“La imagen es más ambigua que la palabra y por eso la mayoría de veces, más que decir, los fotolibros sugieren”, añade Laura C. Vela, quien también señala que se pueden encontrar fotolibros “en acordeón, libros-objetos desplegables, con transparencias, con hojas sueltas o simulando todo tipo de embalajes. Las posibilidades expresivas pueden ser infinitas. En la lectura de un fotolibro intervienen varios sentidos: es una experiencia visual pero también táctil, incluso olfativa…”.
La tirada habitual de los fotolibros es reducida y su alcance, limitado. Hay excepciones, apunta Villalón, que rompen las fronteras del circuito habitual como sucede con fotolibros de fotógrafos populares, o de temáticas transversales, como sucedió con Y tú, ¿por qué eres negro?, de Ruben H. Bermúdez, La grieta de Carlos Spottorno o el proyecto Nación Rotonda, pero lo más común son títulos autoeditados que llegan a un público ya interesado previamente. Sin embargo, en los últimos años han despuntado varias editoriales, distribuidoras, puntos de venta y también un festival como Fiebre que han apostado por este tipo de publicaciones, algunos dedicados únicamente a este formato.
Bangerter, desde la primera persona, lamenta que “como no hay muchas editoriales que se dediquen a estos libros, florecen iniciativas individuales. No es tanto una elección personal como la única manera que tiene el autor de publicar su libro. Celebro estas iniciativas, pero tengo que decir que a veces perjudican al gremio. Una editorial tiene que sobrevivir con números reales. Es un proyecto a largo plazo. Al contrario, las autopublicaciones suelen ser puntuales y asumen de antemano la no solvencia del libro dado que el primer interés es que el trabajo vea la luz y no mantener un proyecto editorial”.
“Los fotolibros no suelen estar en las librerías más clásicas o comunes —afirma Laura C. Vela—, las grandes distribuidoras son reacias a coger estos libros tan difíciles de vender y eso hace aún más difícil toda esta bola. También, debido al coste de producción, muchas editoriales de fotolibros no pueden permitirse trabajar con distribuidoras, lo que hace que muchísimos espacios de compra-venta te rechacen”. Asimismo, ella hace una reflexión de más calado acerca de las limitaciones de este formato: “El precio y la falta de educación visual en colegios y en la sociedad en general hacen que el fotolibro sea difícil para el lector común. Acostumbrados a consumir imágenes y no a leerlas, la lectura del fotolibro tiene un recorrido corto, y prefieren narrativa. Ocurre algo parecido con los libros de poesía, que se perciben caros para ‘lo poco que duran’. Por otro lado, las personas no están acostumbradas a pagar 30 o 40 euros por un libro de calidad, y muchas veces no diferencian unos materiales de otros por lo que no saben de dónde viene la diferencia de precio. Si se hacen fotolibros de artista, no se puede luego pretender venderlos en librerías comunes o que, sin una pedagogía previa, se entiendan”.
Preguntado por títulos de fotolibros imprescindibles, Villalón da una respuesta convincente — “ninguno, imprescindible es la sanidad pública”— pero recomienda algunos a los que tiene cariño y que le han acompañado en una reciente mudanza: el citado Y tú, ¿por qué eres negro? de Rubén H. Bermudez, Wannabe de Elisa G. Miralles, Karma de Oscar Monzón, The Tree of Life is Eternally Green de Pascual Martínez y Vincent Sáez, Terminal de Enrique Fraga, The Earth is Only a Little Dust Under Our Feet de Bego Antón, República Bananera de Shinji Nagabe y La gravetat del lloc de Israel Ariño.
Arte o periodismo
El trabajo expuesto en los fotolibros roza en ocasiones la tarea periodística, más informativa que narrativa. Las mismas imágenes que componen un fotolibro pueden tener cabida en prensa, pero el director de Clavo Ardiendo, que ha faenado en ambas orillas, destaca que el fotolibro tiene una intención más artística. “El fotolibro puede ser periodístico, como el cine puede ser documental, pero la mayoría suele explorar otros campos”, razona Villalón, que cita dos ejemplos de fotolibro con importante peso periodístico: Monsanto, del venezolano Mathieu Asselin, y You haven’t seen their faces, de Daniel Mayrit.
Para él, los parámetros en los que se mueve el fotoperiodismo son, en general, diferentes a los que conciernen al fotolibro. “Podríamos preguntarnos si esos parámetros están obsoletos o no, como por ejemplo plantean algunos de los trabajos de Cristina de Middel, pero el fotoperiodismo tiene márgenes más encorsetados”.
Villalón recuerda que ha trabajado durante muchos años como fotoperiodista y, por esa experiencia profesional, ha constatado “hasta qué punto falta reflexión sobre nuestro trabajo, qué fotografiamos, cómo lo hacemos y cómo lo publicamos, sobre los sesgos de la imagen que transmitimos. El control de la técnica, la pericia para ‘cazar’ una imagen impactante que caduca en pocos días, ha primado sobre la reflexión que debemos hacernos sobre cómo contamos el mundo a través de nuestras fotos”.
Un libro de hormigón
En marzo se pone a la venta el volumen Brutalismus, del fotógrafo Carlos Traspaderne, que la editorial Aloha califica como el primer libro de fotografía brutalista en español. Su autor ha trabajado varios años fotografiando viejos edificios por toda Europa y el libro, en una lujosa edición, recoge 294 imágenes y cuatro textos de arquitectos. Traspaderne rechaza que su obra sea un fotolibro o un catálogo y aporta sus razones: “Me siento más cómodo con la acepción clásica de libro de fotografía, o de autor. El concepto de fotolibro tal y como se ha definido en los últimos años, cerrado en sí mismo y ensimismado en su propia complacencia, despreciando el propio medio fotográfico como si la historia empezara con él, es algo que no me interesa. Y desde luego no es un catálogo entendido como mera recopilación de imágenes de una exposición, pues aparte que de momento no se ha hecho ninguna muestra sobre esta serie, creo que tiene una entidad diferenciada respecto a una posible exhibición”.
Su objetivo con este trabajo es documentar el estilo arquitectónico conocido como brutalismo, muy en boga entre los años 50 y 70 pero en horas bajas en la actualidad. “Estamos en un momento crítico —explica el fotógrafo—, unos años en que estos edificios tienen la suficiente solera a sus espaldas como para ser señalados como viejos pero aún a las puertas de ser considerados clásicos, así que muchos se enfrentan a la piqueta mientras otros son reivindicados, por múltiples y variadas razones. De hecho, muchos de los que aparecen en este libro, a pesar de que este proyecto empezó en fecha tan reciente como 2015, han desaparecido en estos años”.
Traspaderne asegura que el propio libro ha querido ser brutalista, “diseñándose bajo sus principios fundamentales: respeto a los materiales tal y como se presentan —las tapas de cartón desnudo—, estructura evidente y clara —el orden de las fotos o el tipo de papel según sean imágenes o textos— y ambición escultural, por el tamaño o el relieve de la portada”. Y revela una idea descartada que hubiera hecho de Brutalismus un libro verdaderamente único: “Ha quedado en el tintero que fuera hecho en hormigón, pero el peso desaconsejaba esa opción”.