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Nos topamos sin aviso y preguntamos
“¿Qué tal tú, la familia, el amor, el bolsillo?”
Así florecen gloriosos los abrazos, olores,
imágenes de niños en charquitos enormes
como mares y árboles que fueron nubes
o montañas, todas aventuras vividas
y como prueba está el recuerdo.
Íbamos tras Sepúlveda, Salgari, Homero,
Cervantes y embriagados por Sherezade,
para naufragar en el Mar de los Algoritmos
y hoy, succionados por una pantalla,
al cruzarnos en la calle no nos vemos.
Al viejo Universo ya no lo abarcan Borges,
Einstein, Asimov y Bradbury. Por eso llega,
insaciable en su sed de control, dólares
y datos, el invento que arrulla
nuestros huesos en la cuna de la muerte,
pero despiertos,
con su infalible ¡Metaverso!
¡Falsedades!
En lugar de lamer la miel
ofrecida por amor, o por el simple placer
de pelar un cuerpo que estalla al morderlo,
nos ahogamos en la metadata universal.
¡Si solo nos falta apedrear vidrieras
metavirtuales!
Patentemos a nombre de todos el eyaculador
de hedores del gozo cuando estemos alegres
o de perfume a tristeza cuando el Metaedén
nos chupe la vida, esa que danza sin ataduras
por huertos, mares y cirrostratos, al grito de
¡Meta versos! ¡Meta músicas! ¡Meta pinturas!
¡Meta amores por bosques y praderas!
¡No acabemos como El Dormilón Woody Allen!
(Ahora dime, aquí entre nosotros,
¿podrá un infeliz manejar por dinero tus latidos,
ansiedades y deseos en un falso vergel
de Mierdaverso?)
Ramón Haniotis