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Fue en las discusiones de la Primera Internacional cuando se puso en cuestión la capacidad del motor cooperativo como una de las fuerzas transformadoras de la sociedad. En el Congreso de Ginebra (1866) advirtieron de sus limitaciones definiéndolas como formas microscópicas de desarrollo que dejan impotente el motor para transformar por sí misma la sociedad. En el Congreso de Lausana (1867) remarcaron que el cooperativismo se ve tan presionado por la lógica del capital y que hasta aplica sus antiguos principios de la productividad.
Fruto o no de lo que a veces se denomina «amnesia de clase», a día de hoy los discursos institucionales hablan de «un modelo público-comunitario» que lidere la transformación social y fomente un nuevo modelo de gobernanza. La popularidad de este concepto preside los discursos electorales de los diferentes partidos políticos nacionalistas. La responsabilidad pública, el impulso comunitario y la gestión cooperativa serán la alternativa de la gestión público-privada. Estos han sido –y siguen siendo– términos muy repetidos en los discursos hegemónicos en Euskal Herria, desde el sector de la educación y los cuidados hasta la producción de energía y la gestión de tierras.
En un momento en que se plantean acuerdos público-privados en los sectores de desarrollo industrial o verde y en el plano social se apela a un sistema sin ánimo de lucro, todavía quedan muchas preguntas en el aire.
En un momento en que se plantean acuerdos público-privados en los sectores de desarrollo industrial o verde y en el plano social se apela a un sistema sin ánimo de lucro, todavía quedan muchas preguntas en el aire. ¿Mantendrá este sistema su autonomía sobre los intereses capitalistas? ¿Nos guiará hacia un modelo más justo? O, como discutieron en la Primera Internacional, ¿dará pie a un estado intermedio entre el capitalismo y la numerosa población, racializada y precarizada, excluida de estas asociaciones comunitario-cooperativas? ¿Es fértil la noción de «un modelo público-comunitario» para formar un nuevo modo de gobernanza regional y aislado en un momento de estallido global, con la crisis climática y el giro militarista, reaccionario y patriarcal corrompiendo las democracias liberales?
Pero, ¿cuál es el modelo?
Hay dos respuestas posibles a más de cuatro décadas de neoliberalismo. Una es avanzar hacía una nueva forma de organizar la vida en colectivo, «donde las necesidades básicas de las personas y comunidades se satisfacen desde el propio territorio, con agentes locales que ponen en el centro la necesidad como motor del proyecto», explica Arianne Kareaga, miembro del Instituto de Estudios Cooperativos Lanki en la Universidad de Mondragón. Otra es construir una sociedad «donde se elimine la propiedad privada como eje central en la toma de decisiones o la burocracia estatal como elemento diferenciador», en palabras de Mauro Castro, Doctor en Políticas Públicas y Transformación Social, y cofundador de la Hidra (Institut de Recerca Urbana de Barcelona).
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La primera aborda la posibilidad de otra manera de hacer política desde una perspectiva de alianza entre movimientos sociales, comunidades organizadas con un proyecto político y partidos políticos. Es decir, desde una gobernanza tripartita. Kareaga aclara: «La administración pública, y en particular los ayuntamientos, no pueden abordar todas las necesidades únicamente desde la gestión pública tradicional. Para enfrentar retos más complejos y no dejar su resolución en manos del mercado, es pertinente intentar satisfacer las necesidades locales creando una estructura común entre el tejido asociativo-cooperativo, las personas usuarias (comunidad) y la administración local».
Uno de los objetivos de estas colaboraciones es proveer a la ciudadanía con recursos públicos allá donde no llegue el estado. Por ejemplo, un grupo de personas asume su gestión y define un modelo de gobernanza que les permita gestionar ese recurso. «Es un modelo democrático y de participación colectiva, con órganos de gobierno donde cada agente participante tiene cuotas de representatividad, y donde, en cada proyecto, se deberá trabajar en la gobernanza. Es importante que todos los protagonistas tengan representación, y que la capacidad de decisión, la adhesión y el compromiso económico con el proyecto estén basados en la equidad, no en la cuota de propiedad. La propiedad debe ser común e irrepartible o pública para garantizar el bien común», explica Kareaga desde Mondragón.
Sin embargo, para Mauro Castro, de la Hidra, hay grados y niveles de desarrollo en la intercooperación entre lo público y lo cooperativo-comunitario. Son categorías que no son puras y no existe un tipo de modelo generalizable a todas las esferas. Ejemplos de este tipo de iniciativas incluyen proyectos de soberanía alimentaria, comunidades energéticas, cooperativas de vivienda en cesión de uso, de cuidados, de propietarios de bosques donde los ayuntamientos son socios colaboradores, cooperativas culturales y populares que ofrecen múltiples servicios en pueblos, ciudades o barrios especialmente en zonas con carencia de servicios, pero con un tejido comunitario arraigado. «No hay un modelo ideal, depende de cada marco, de cada sector y de la correlación de fuerzas y posibilidades». También hay propuestas contradictorias sobre varios planos de este modelo. Arianne Kareaga reconoce que se habla y comenta mucho sobre el concepto público-comunitario, pero «en la práctica no siempre hay un alineamiento claro en su comprensión».
Jaron Rowan: «¿Cómo hacer para que el trabajo comunitario no conlleve una precarización del trabajo o que formas de trabajo remunerado se transformen en trabajo gratuito sin otro tipo de recompensas es un reto importante?»
Ciertamente no se trata de una noción muy definida y se ha utilizado para abarcar una amplia gama de iniciativas, como el ejemplo de los gazteleku, espacios en propiedad de los ayuntamientos pero con vocación «comunitaria» y «participativa». Este también es el caso de proyectos que conllevan la ocupación del territorio de las comunidades, como el plan que en 2022 se presentó ante la población de Azpeitia para construir un parque eólico de la firma multinacional pública noruega Statkraft. Presumían de su carácter público y su ambición participativa y comunitaria. La población ha disentido y presentado alegaciones en contra.
Ilusión de participación democrática, fantasía comunitaria
Entre moldes difusos e inacabados, hay columnas que quedan sin definir ni concretar. Sin embargo, la organización del trabajo, la autonomía de las decisiones, la pluralidad de las voces, incluso el papel de la fiscalidad y la administración son raíces que sujetan cualquier sistema de gobernanza alternativo. Para empezar, plantear modelos laborales y económicos adecuados es tan importante como pensar en contenidos o enfoques políticos, según Jaron Rowan, investigador cultural y autor del libro Cultura libre de Estado (Traficantes de Sueños, 2016). «¿Cómo hacer para que el trabajo comunitario no conlleve una precarización del trabajo o que formas de trabajo remunerado se transformen en trabajo gratuito sin otro tipo de recompensas es un reto importante?», se pregunta.
Editorial
Editorial El espejismo del horizonte público-comunitario
Queda en el aire, también, la extensión y dimensión participativa de las comunidades. Las comunidades no son neutras ni están libres de contradicciones, explica Rowan. Muchas veces se cae en la fetichización de la comunidad como una entidad puramente horizontal libre de conflictos y formas de desigualdad. Sin embargo, en la composición público-comunitario-cooperativa supone un gran reto garantizar la pluralidad de voces «teniendo en cuenta que muchas no van a poder dedicar todo su tiempo a la participación puesto que tienen cargas laborales, de cuidados, o de vida que no tendrán personas de clases sociales o contextos más influyentes».
Asimismo, los defensores del modelo apelan al sujeto público como garantía del carácter universal, equitativo y democrático. Un sector que, por un lado, no debería tener injerencias administrativas y controles externos basados en la desconfianza o el miedo a perder el control institucional. Por ejemplo, los ya mencionados gaztelekus son una alternativa a los gaztetxes pero manteniéndolos bajo los ojos del ayuntamiento, no concebidos entonces como espacios de autoorganización, sino más bien como formas de anulación del movimiento antagonista.
Como observa Jaron Rowan, a veces «las decisiones de la comunidad o un movimiento autónomo pueden poner en crisis la propia institución o los ideales burgueses que siguen promoviendo muchas instituciones». Puede ser instrumentalizada. «La gestión público-comunitaria no debería ser parte de una estrategia de abaratamiento de gastos públicos o una estrategia de des-responsabilización estatal sobre lo público», recomienda el investigador.
Mauro Castro señala que ha habido antecedentes que han abierto la puerta a que entre una falsa comunidad –o empresa que se viste de la comunidad– para gestionar un servicio bajo este paraguas.
Por su lado, Mauro Castro señala que ha habido antecedentes que han abierto la puerta a que entre una falsa comunidad –o empresa que se viste de la comunidad– para gestionar un servicio bajo este paraguas. La lógica del mercado tensiona contínuamente. «Son procesos cargados de todas las buenas intenciones que queramos, pero no dejan de ser una reedición –en su versión más radical– del viejo sueño socialdemócrata del norte de Europa de generar sistemas de co-gestión del capitalismo», afirma Pablo Carmona, investigador, activista y autor de Democracia de propietarios. Fondos de inversión, rentismo popular y la lucha por la vivienda (Traficantes de Sueños, 2022).
Esto produce que la visión que tienen las capas migrantes y más proletarizadas de estos supuestos mecanismos universales – que dan por hecho el acceso generalizado y el trato igual a todos y todas – sean bien distintas de las que se tiene en otros grupos sociales de mayor nivel de renta. También que «la educación pública o los servicios sociales funcionan con mecanismos de segregación y de inclusión diferencial, cuando no directamente de exclusión», afirma Carmona, «donde se cumplen claros criterios de clase».
De planes energéticos e ikastolas concertadas
Rebeka Gonzalez de Alaiza, militante en defensa del territorio y miembro de un concejo (asamblea que gestiona el territorio del pueblo y sus montes) de Araba, indica desde su experiencia que lo comunitario se ha «vaciado en su contenido transformador» tras encontrarse con los límites que impone el proceso capitalista, desde la institucionalización de las protestas sociales hasta la necesidad de desarrollar políticas industriales o climáticas que bloquean economías alternativas.
De hecho, los concejos se han posicionado en contra de los planes energéticos de sus comarcas y la diputación está usurpando su derecho de gestión y el poder comunal para dejarlo en manos de empresarios. En Arrazua Ubarrundia (Araba) las empresas han intentado comprar estos bienes comunales a los pueblos de la zona para construir centrales fotovoltaicas. «La estructura estatal está favoreciendo que se den estas prácticas, mediante leyes que han firmado todos los partidos según las conveniencias de estas empresas energéticas y haciendo una exposición mediática y propagandística con su mismo discurso», argumenta Gonzalez de Alaiza.
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Es difícil imaginarse un escenario en el que una diputación o ayuntamiento colabore con una iniciativa comunitaria. Por ejemplo, con los vecinos de Gorbeialdea, cuando a principios de septiembre fueron amenazados con una sanción económica a no ser que retiraran las pancartas que colgaban de sus casas pidiendo la expulsión de la empresa Solaria de los campos del territorio. Muchos de los concejos de Araba también se han posicionado en contra de los planes energéticos que la diputación pretende imponer en las tierras comunales bajo tópicos como «emprendimiento» e «innovación» porque precisamente invalida una organización comunitaria de los bienes naturales.
Cuando la gestión económica de una administración pública obliga a confiar en empresas privadas la producción de un territorio, lo comunitario, según Pablo Carmona, reproduce dicho esquema de clases en el resto de actividades supuestamente sociales.
Cuando la gestión económica de una administración pública obliga a confiar en empresas privadas la producción de un territorio, lo comunitario, según el investigador Carmona, reproduce dicho esquema de clases en el resto de actividades supuestamente sociales. «No serviría más que como una ficción melancólica, de recuerdo o evocación de comunidades indígenas, obreras o barriales del pasado para no analizar la realidad de quienes están realmente detrás de este tipo de propuestas».
En esencia, indica Carmona, se impulsan los tejidos cooperativos y empresariales de las clases medias progresistas en sus formas más diversas. «Sin dudar de que los objetivos son muy loables, la clave está en entender que la colaboración público-comunitaria es un subtema más dentro del modelo de colaboración público-privada, este sería el centro de la crítica y del debate». Se refiere al tipo de experiencias que no tratan de fortalecer tejidos comunitarios, sino que su desarrollo hace escalar al tercer sector; cooperativas, empresas de la economía social y militantes de estos sectores, una «sociedad civil progresista en una suerte de nueva empresarialidad de izquierdas».
Algo similar puede verse en la nueva Ley de Educación, que apela a «un modelo de gobernanza con un clima colaborativo» entre las comunidades y el sector público. Esto conlleva una mayor desviación de dinero público a las ikastolas concertadas y, al mismo tiempo, evitar adoptar las condiciones necesarias para incluir en dicha «comunidad», casi nunca entendida como de gestión pública, a los habitantes de las clases más desprotegidas.
Las escuelas autoconstituidas, diseñadas para que las concertadas se aúnen al valor público y las escuelas públicas desarrollen su autonomía, es otra muestra del control ejercido por los ayuntamientos sobre los centros educativos – factor público como regulador de lo privado – y la muestra de que un mayor impulso cooperativo funciona como garante de la reproducción de las clases privilegiadas.
Respecto a las alternativas, según Jaron Rowan, «si hay un buen contexto político fuera de las instituciones públicas se pueden tensionar los conceptos». De lo contrario, estos terminan integrándose y convirtiéndose en meras herramientas retóricas. La política institucional, señala, necesita constantemente nuevas ideas y marcos para dar la impresión de que se renueva y «lamentablemente somos testigos de cómo muchas veces, éstos son usos instrumentales o estéticos de conceptos o categorías políticas».
Mientras tanto, la tarea de los movimientos autónomos debería ser justo esa, «mantener en jaque lo que empuja la fuerza estructuradora del capital, no meternos en la institución», concluía la matemática, filósofa, socióloga y activista Raquel Gutierrez en una entrevista realizada por Mauro Castro en 2022. «Es un asunto teórico central atender sistemáticamente al problema de la expropiación de las capacidades de lucha anidadas en las tramas comunitarias y populares», concluía.
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Da gusto leer analisis como éste sobre temas tan importantes pero que no aparecen en los medios habituales, con profundidad y rigor periodístico, mi enhorabuena a la autoria.
La cooperación público comunitaria es esencial, especialmente hablando de la gestión y protección de los servicios básicos, para así alejarlos de manos privadas capitalistas.
Eso sí, la cogestión obrera, entendida tal y como se aplico en la Chile Allendista, con una prioridad pública de las industrias productivas, pero una gestión y participación obrera neta, en la que las asambleas obreras defendían todos los aspectos de la propia fábrica, eso sí que es poder popular a su máxima escala.