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Música
Kneecap, Last Tour y el mercado de la protesta

El pasado 11 de junio el macrofestival BBK Live anunció en redes una incorporación de última hora a su line-up: los irlandeses Kneecap. No es un fichaje cualquiera. El trío de hip hop lleva unos años en boca de mucha gente por su decisión de cantar en gaélico, por su compromiso con diversas causas como la liberación de Palestina, por el exitoso biopic estrenado recientemente (Rich Peppiatt, 2024) y por la denuncia que ha recibido uno de sus miembros por enarbolar la bandera de Hezbollah en un concierto celebrado en Londres en noviembre de 2024. La denuncia ha traído una gran ola de solidaridad y repulsa a este ataque a la libertad de expresión.
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En este contexto, las redes sociales del macrofestival que se celebra en Bilbao anunciaron la incorporación del trío de Belfast con el siguiente texto: “En Bilbao BBK Live siempre habrá espacio para las voces que incomodan, que cuestionan y que se niegan a callar”. Presentaba, así, la futura actuación del grupo como “un acto de resistencia cultural, una celebración de la libertad de expresión y de quienes, como ellos, no temen alzar la voz ante la injusticia”.
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Las reacciones críticas no se hicieron esperar, y pronto inundaron los perfiles públicos del festival, en los que se les recordaba la sistemática explotación laboral de sus trabajadores, su escasa consideración hacia los derechos lingüísticos de los euskaldunes, su presencia hegemónica en la vida cultural de la ciudad y la gran cantidad de dinero público que se embolsa. Así como aparecieron las críticas, apareció la censura, y desde el macrofestival procedieron a borrar los comentarios críticos que les eran dirigidos, en otro acto de “resistencia cultural” y de “celebración de la libertad de expresión”, suponemos.
A pesar de las contradicciones aparentes, la actuación de Kneecap se enmarca dentro de las lógicas y prácticas de Last Tour, la empresa promotora del festival. El capitalismo utiliza el ruido en contra para su propio beneficio, ya que el anticapitalismo también ha sido fagocitado por el sistema. Es otro nicho de mercado, otro target de potenciales clientes. Es esa razón, y no la lucha por las libertades del pueblo palestino o la supervivencia del idioma irlandés, lo que ha llevado al BBK Live a contratar a Kneecap para su cartel y presentarlo como una decisión política. Es otra acción más dentro de la lógica extractiva llevada a cabo por Last Tour, en la que busca acaparar el mayor número de expresiones culturales para sacar rédito económico y acceder a más públicos, es decir, diversificar el perfil de sus consumidores. Lo hemos visto en el caso de Chill Mafia, cuando exprimieron hasta la saciedad el producto, hasta que no daba más de sí, siendo Last Tour los grandes beneficiados de este fenómeno, muy por encima de los integrantes del colectivo navarro.
La demanda política queda vaciada de contenido e instrumentalizada
Pero la contratación de Kneecap no se puede leer solo desde parámetros monetarios; implica también una legitimación del propio macrofestival. Con esta apuesta, el BBK Live busca posicionarse respecto a otros festivales, sobre todo frente a los que han sido señalados los últimos meses por pertenecer al fondo de inversión proisraelí KKR. De esta manera, Last Tour busca alejarse de la estela de críticas que ha perseguido a los otros macrofestivales y dar una imagen de solidaridad respecto al genocidio que está ocurriendo en Gaza. La demanda política —la exigencia del fin del genocidio— queda entonces vaciada de contenido e instrumentalizada por el festival como parte de su estrategia de diferenciación.
Esto nos lleva a otra cuestión. Cuando estalló el revuelo producido por la noticia publicada en El Salto, en la que se relacionaba a numerosos festivales con el citado fondo de inversiones, numerosos artistas corrieron a posicionarse en contra, a situarse en el lado correcto que se exigía en ese momento. Muchos rechazaron ir, o volver, a actuar en dichos festivales, y hubo quienes suspendieron sus actuaciones ya programadas en los mismos. Pero, ¿por qué no habían dicho antes que no? Llevamos unos años en los que el señalamiento a estos eventos de ocio, no necesariamente culturales, muestra las vergüenzas, las malas prácticas y las consecuencias perjudiciales para el ecosistema cultural. ¿Acaso no había motivos suficientes para decir no a los macrofestivales?
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En este sentido, algunas críticas no han dudado en señalar directamente al trío Kneecap acusándolos de usar la “protesta como forma de espectáculo” o de traicionar una supuesta posición contracultural al participar en el festival. Pero esto va más allá de Kneecap o de unos artistas concretos. Es innegable que, en una época en la que los grandes artistas no tienden a posicionarse políticamente, en la que se mantienen al margen de cuestiones trascendentales para ellos y para quienes les siguen, es positiva la oleada de rechazo contra KKR. El problema es cuando se queda solo en eso: un señalamiento de aquellos artistas que no cumplen con nuestros criterios morales y un aplauso a aquellos pocos que deciden tomar posición, aunque solo sea en un gesto puntual más vinculado a la presión mediática que a un compromiso sostenido.
Acostumbrados al activismo en redes, estos momentos puntuales de denuncia y aparente boicot nos dan la falsa sensación de estar generando un impacto real. Sin embargo, los ritmos marcados por el imperativo algorítmico no nos llevarán a la revolución: las lógicas de la viralización suelen terminar jugando a favor de aquel que es señalado. Da igual si el juicio es positivo o negativo, lo que cuenta es ser viral, ya que el capitalismo también se alimenta del ruido en contra. Y el Sónar, sin duda, ha salido bien parado de este mal trago pasajero. En ese sentido, los datos hablan por sí solos: en la reciente edición del festival, con participación del fondo israelí y uno de los que más críticas y cancelaciones ha recibido, han acudido 161.000 asistentes, 7.000 más que en la anterior edición; lo que supone un récord histórico para el festival. Asimismo, las frases de algunos usuarios de esta edición del Sónar terminan convertidas en divertidos memes que, lejos de desgastar al festival, siguen alimentando su maquinaria promocional.
Las lógicas de la viralización suelen terminar jugando a favor de aquel que es señalado
Urge una crítica más profunda al modelo de los macrofestivales, que vaya más allá de asumir una posición de consumo disfrazada de conciencia política —ya sea optando por el festival “menos nocivo” ideológicamente o, en el extremo opuesto, decidiendo no acudir como supuesto acto subversivo—. Estas son, en el fondo, las formas de activismo edulcorado e individualista que el propio sistema capitalista permite: si un producto no convence, basta con no consumirlo —o no participar de él— y señalar a quien sí lo hace. Basta con elegir otro, como si esta fuese una guerra de bandos donde enarbolar la bandera de una u otra marca comercial, ya que, a fin de cuentas, el capitalismo siempre encontrará nuevas formas de redirigir ese deseo “desviado” hacia otros nichos de mercado.
Lo cierto es que el público general seguirá acudiendo en masa a los macrofestivales mientras estos sigan siendo la única vía de canalizar el deseo; mientras sean el evento en el que “hay que estar”. Sin la consolidación de formaciones y modelos culturales alternativos capaces de disputar parte de ese deseo y proponer otro horizonte futuro posible, el modelo del macrofestival seguirá gozando de buena salud —ya sea bajo la marca del Sónar, del BBK o de cualquier otro formato adaptable a los deseos de los públicos-consumidores.