Opinión
Más cansancio es menos democracia

Para no hacernos más daño pensando lo que podría ser y no es, autocensuramos nuestros deseos y a la pregunta de “cómo estás”, respondemos “ahí andamos”, “estoy, que ya es” o “tirando”. Exculpamos al sistema, que el pobrecito es como es.

No es casualidad que la llegada y la consolidación de la extrema derecha se hayan producido en estos últimos años. Sabemos de la erosión de las instituciones, el bramido del machismo temeroso del empuje del movimiento feminista —el único con potencia movilizadora en la última década— o unos medios de comunicación que relatan el mundo como una jungla alimentando así soluciones simplistas e insolidarias. Pero también sabemos, o más bien sentimos, lo cansados que estamos. La expresión “no me da la vida” es ya en un clásico en las conversaciones con nuestro círculo cercano. Las variaciones son no llegar, no dar o hacerlo por los pelos en cualquier caso. Nunca se tachan todos los deberes de la lista. Se cancelan planes de ocio a última hora, nos autorrecetamos “no hacer nada” en vacaciones. Piloto automático. Confundimos el autocuidado con hacernos los muertos en soledad. El tiempo libre, vivido a la defensiva, es el eslabón más débil. La holgura, a la que el diccionario define como desahogo, bienestar y disfrute de recursos suficientes, está solo en los libros de Historia. Tenemos el cuerpo recalentado en un microondas. Desigual cocinado. La cabeza derretida y el corazón por descongelar.

Roma parecía eterna desde el Coliseo y en el momento adecuado bastaron un puñado de vándalos para acabar con ella, dice el eslogan. Pero aquí y ahora hace tiempo que hemos interiorizado un sistema que exprime, agota y enferma. Para no hacernos más daño pensando lo que podría ser y no es, autocensuramos nuestros deseos y a la pregunta de “cómo estás”, respondemos “ahí andamos”, “estoy, que ya es” o “tirando”. Exculpamos al sistema, que el pobrecito es como es. Quizá casi todo el mundo que conoces está trabajando más de lo que realmente puede o menos de lo necesita. El turboproductivismo nos va estrechando las miras y vaciándonos de confianza en los demás. En muchas casas, las salidas de urgencia, egoístas, se convirtieron en las únicas verosímiles. El último contra el más último todavía. ¿Cuántas sensibilidades parafascistas han ayudado la precariedad, las horas extra impagadas y la hiperconexión laboral a crear? Ya casi nadie desea ser piel roja. Más bien, el niño de la piscina de Teruel que equiparaba tranquilidad con ausencia de migrantes.

La obligación de producir roba tiempo, sosiego y sentido a la vez que culpa de ese vacío a distintas tentativas democratizadoras

Pensemos en el término “woke”. Cuánto dice del ultraconservadurismo imperante que la sed de igualdad se lea como estar a la que salta. Esa palabra es una losa intencionada. La obligación de producir roba tiempo, sosiego y sentido a la vez que culpa de ese vacío a distintas tentativas democratizadoras. Presenta cualquier avance en derechos como sinónimo de egoísmo e inmadurez ajenas y molestia injusta en carne propia. Se impone el repliegue cotidiano. Se escucha el “no quiero líos”. El “bastante tengo con lo mío”. El trabajo se usa como argumento para zanjar una conversación sobre un asunto común: “Tengo mucho curro”. Cualquier debate público puede ser percibido como un ataque a la propia estabilidad personal. La democracia convertida en contratiempo. Es ahí hacia donde se ha movido el marco.

Preguntémonos también, al hilo del debate electoral entre presidente y candidato, por qué renta la mentira. En qué sentido ideológico lo inverosímil ha dejado de serlo. Qué sesgo político tienen los bulos. Cómo llega a ser más creíble que te ocupen la casa que el cambio climático. Qué mundo condenado construye eso. Quizá deberíamos mirar a una sociedad ahogada en el cansancio físico y moral. Con cada vez menos tiempo sosegado y una desconfianza creciente en todo lo que se salga de cada pequeño entorno personal. Mucho se habla de burbujas digitales y poco de las analógicas como la aspiración inyectada de ir a vivir a una urbanización rodeado de gente de un mismo estatus y color de piel o el hecho de pasar gran parte de nuestro día en espacios no precisamente democráticos. La verdad exige energía y ánimo. Y una democracia sana pasa en parte por recuperar autonomía en nuestras vidas.

Sabemos que el odio juega siempre con el viento a favor y lo que lleva años construir se destruye en un par de decretos ley

El 23J nos jugamos mucho. El 24 también. Será importante que la menor cantidad posible de gente con buen corazón se vacíe de un día para otro, especialmente si los resultados no son buenos para el bloque progresista. Sabemos que el odio juega siempre con el viento a favor y lo que lleva años construir se destruye en un par de decretos ley. Se necesitará más entereza que nunca, no solo para resistir los envites reaccionarios, sino para ensanchar las libertades ya conquistadas. Y la batalla por el tiempo, ese territorio que es a la vez íntimo y común, será clave. En ella estará en juego el músculo ciudadano. Mientras, concordamos con el dibujante italiano Zerocalcare y hacemos el juramento: este mundo no nos hará malas personas. Y nos reafirmamos en que la esperanza es una deuda adquirida con toda esa gente que no tira la toalla.

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