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Sidecar
Khan contra los generales
Durante buena parte de la semana pasada, la casa del exprimer ministro pakistaní Imran Khan en Lahore ha estado rodeada por policías armados, mientras los Rangers, una fuerza represiva compuesta por efectivos de la policía y del ejército, pero bajo mando civil, se hallaban a la espera de los acontecimientos. El presidente del Tribunal Supremo ha dictaminado que Khan no debe ser detenido, pero alberga dudas de que permanezca mucho tiempo en libertad. Toda la dirección de su partido, el Movimiento por la Justicia de Pakistán (Pakistán Tehreek-e-Insaf, PTI) está actualmente entre rejas. La represión estatal está en pleno apogeo.
Se trata de una dramática escalada de la guerra política entre el PTI y el ejército, aliado con sus políticos favoritos y con el gobierno que maniobró para alzar al poder tras apear a Khan de su cargo de primer ministro en abril de 2022. El nuevo gobierno consiste esencialmente en una coalición de partidos dinásticos pakistaníes encabezados por Bilawal Bhutto-Zardari y la familia Sharif. Desde que este gobierno tomó posesión de su cargo, Khan ha acusado repetidamente a Estados Unidos de orquestar el golpe del Congreso contra él, motivado por su negativa a apoyar las intervenciones estadounidenses en Afganistán y en Ucrania. Numerosos manifestantes antiestadounidenses han salido a la calle para exigir su restitución.
Normalmente, los líderes pakistaníes sólo pueden ser destituidos por la fuerza una vez que han perdido cierto grado de apoyo popular. Si no lo han hecho, las opciones son limitadas: el exilio en el extranjero o el asesinato judicial. Zulfikar Ali Bhutto fue ejecutado tras una votación de 4-3 en el Tribunal Supremo en 1979; Nawaz Sharif fue enviado expeditivamente al exilio en Arabia Saudí en 2007; Benazir Bhutto fue asesinada en misteriosas circunstancias al comienzo de una campaña electoral en ese mismo año. ¿Pero Khan? Todos los sondeos de opinión dan por descontado que arrasaría en las próximas elecciones generales. El 8 de mayo la cúpula del ejército, nerviosa, pero en absoluto unida, y el gobierno de Sharif, temeroso ante su posible hundimiento político, tomaron la decisión de detener a Khan enviando una patrulla de Rangers al Tribunal Supremo donde declaraba por un antiguo caso de corrupción. Inmediatamente fue arrastrado a una miserable prisión.
Las críticas de Khan al ejército y a sus constantes injerencias en la política pakistaní (de las que él mismo se aprovechó no hace mucho tiempo) han desencadenado una grave crisis
Poco después, el presidente del Tribunal Supremo ordenó su puesta en libertad y reprendió a quienes habían ordenado la redada. Pero lo que ocurrió el 9 de mayo fue realmente sorprendente. Miles de partidarios del PTI atacaron frontalmente al ejército, invadiendo acantonamientos en Lahore y Rawalpindi y destrozando un avión modelo en Mianwali. La residencia del comandante del cuerpo de Lahore fue atacada con bombas incendiarias. De acuerdo con la policía, la líder del ataque era Khadija Shah, de 34 años: una de las diseñadoras de ropa más de moda de Lahore (hija de un exministro de Finanzas y nieta de Asif Nawaz, exjefe del Estado Mayor del Ejército), que se ha convertido en una especie de icono para las masas de mujeres que participan en las recientes manifestaciones.
En Mardan, una antigua ciudad de la provincia de Pakhtunkhwa, se produjo otro suceso que dejó atónita a la nación. En una gran concentración pública que exigía la liberación inmediata del líder del PTI, un mulá subió a la tribuna y describió a Khan como «paighamber» o «profeta». Fue una blasfemia de primer orden. Todo creyente, independientemente de su secta, acepta al profeta Mahoma como el último Mensajero de Dios. ¿Se dejó llevar el pobre mulá por la emoción o fue una provocación deliberada? Nunca lo sabremos. El micrófono se apagó; la multitud, angustiada, empezó a corear «muerte, muerte, muerte». Los que estaban en la plataforma agarraron al mulá y lo mataron a hachazos. ¿Problema resuelto?
Las críticas de Khan al ejército y a sus constantes injerencias en la política pakistaní (de las que él mismo se aprovechó no hace mucho tiempo) han desencadenado una grave crisis. Los uniformados han sido humillados. Se ha roto el último tabú. Incluso en zonas que antes eran ultraleales, como la provincia de Punyab, los activistas han marchado hacia los cuarteles. El ejército ha respondido con detenciones masivas y ha anunciado que los presos políticos serán juzgados por tribunales militares. Esta medida draconiana cuenta con el respaldo de gran parte del gobierno, que, estúpido y corto de miras como siempre, ha intentado expulsar a los parlamentarios del PTI, decisión revocada por el Tribunal Supremo. Es probable que las penas para los disidentes sean duras: posiblemente algunos ahorcamientos de quienes no tengan conexiones con las elites efectuados con la esperanza de disuadir a futuros infractores.
Independientemente de lo que se piense de él, Khan es el primer líder político pakistaní que ha denunciado públicamente al ejército y ha insultado a sus generales, llegando incluso a señalar al oficial de los Servicios de Inteligencia Interior, que supuestamente organizó el intento de asesinarle. ¿Cómo responderán los militares a este desafío sin precedentes? El general Zia ofreció el exilio a Bhutto, que lo rechazó despectivamente, antes de que los jueces del Tribunal Supremo ordenaran su ahorcamiento. También a Khan se le puede ofrecer el exilio o un juicio militar. La tentación de aceptar lo primero será fuerte (sus dos hijos ya viven en Londres con su madre), pero mucho dependerá de los consejos de su actual esposa, Bushra Bibi, que se hace pasar por una líder espiritual de persuasión sufí, pero es tan hábil como cualquier otro político a la hora de aceptar «regalos» de los multimillonarios.
El más notorio de ellos se semeja al personaje de una novela de Mohsin Hamid: Riaz Malik, un hombre hecho a sí mismo, que ha sobornado a todos los políticos y generales importantes del país, lo cual no es ningún secreto para nadie. Los tratos del propio Khan con él son objeto de un juicio ante el Tribunal Supremo, actualmente suspendido. En el asunto se halla involucrado el Qadir Trust, del que Khan y Bibi son los principales fideicomisarios y que, según se afirma, se creó con dinero blanqueado de Malik: la National Crime Agency británica descubrió millones de libras que fueron devueltas a Pakistán. Según ciertas fuentes, estos fondos acabaron en manos de Malik, que aportó una suma mucho mayor, gran parte de ella destinada a una universidad sufí «espiritual» con sede en Londres y sólo Alá sabe qué más sucedió. ¿Firmó todo el gabinete del PTI este proyecto sin que se permitiera a sus ministros abrir «el sobre sellado» que contenía los detalles? Sinceramente, no lo sé. (¿Cuánto tendremos que esperar para una serie de Netflix?)
En estos momentos, Pakistán depende ineluctablemente del FMI, sufre una inflación galopante y padece un sistema educativo corrupto e inútil
La función de un tribunal militar, mientras tanto, sería proscribir a Khan de la política para siempre. Los jueces probablemente se abstendrían de ejecutarlo; no por razones morales, sino porque se correría el riesgo de desencadenar una especie de guerra civil en Pakistán. Khan sigue siendo popular entre un determinado estrato de oficiales, subalternos y superiores, lo que combinado con su masivo apoyo popular significa que sus oponentes deben andarse con cuidado. A estas alturas, la cúpula militar no puede restablecer el orden recurriendo a las sacralizaciones tradicionales del ejército. Su crisis de legitimidad es demasiado profunda.
A lo largo de este siglo, y durante la mitad del anterior, la vida política de Pakistán ha mostrado todas las características de un organismo permanentemente enfermo. El capitalismo comercial, las dádivas de la ayuda exterior, los monopolios industriales respaldados por el Estado, los acuerdos ilegales de importación y exportación y las tramas de blanqueo de dinero ha provocado, interactuando entre sí, una crisis continua. Los depredadores luchan por el botín del poder y se niegan a aceptar imposiciones burocráticas como el pago de impuestos. La totalidad de los políticos de la corriente predominante se esfuerza por cultivar el arte del clientelismo, reuniendo a su alrededor a grupos de leales dependientes de sus redes clientelares. Ello implica conceder recursos diversos a quienes se hallan en una posición inferior en la escala de poder, lo cual ejecutan habitualmente mediante la sustracción de fondos públicos de los elefantiásicos presupuestos militares. Las comisiones porcentuales siguen siendo muy populares entre la elite gobernante.
La corrupción al viejo estilo es todavía predominante, pero la aparición de Internet ha facilitado mucho las cosas al eliminar las transacciones en papel y permitir a los ricos ocultar su botín. No es que hoy en día se oculten demasiadas cosas. La gente puede ver lo que está ocurriendo y ha perdido la esperanza en los políticos y sus compinches. Khan es la excepción por tres razones. Ya no está en el poder; es lo bastante inconformista en política exterior como para negar a Estados Unidos la subordinación total que este país exige a Pakistán; y ha tenido en cuenta las terribles condiciones económicas del país para fortalecer su posición política. En estos momentos, Pakistán depende ineluctablemente del FMI, sufre una inflación galopante y padece un sistema educativo corrupto e inútil, que convierte la religión en un arma para impedir que los niños y niñas aprendan algo útil (el contrapunto absoluto del Islam medieval, que produjo innumerables eruditos, astrónomos, matemáticos y científicos).
El PTI fue cómplice de todos estos fracasos, pero tiene la ventaja de no estar ya en el poder. En la actualidad, dos de sus facciones se preparan para cuando Khan abandone la primera línea política. Una está liderada por Shah Mehmood Qureshi, que ha formado parte de prácticamente todos los gobiernos de las últimas décadas y sería la apuesta más segura para el ejército; la otra está dirigida por Jehangir Tareen, que en su día fue una figura marginalmente más radical y conserva una fuerte base de poder entre la clase media. La cuestión de si el PTI puede existir sin Khan sigue abierta. El ejército espera que las cosas vuelvan a la normalidad una vez que se hayan ocupado de él. Los partidos gobernantes abrirán sin duda sus puertas a los desertores. Hay que subrayar que ninguno de los grupos políticos de Pakistán, y mucho menos sus militares, aspira siquiera a un modesto cambio en las relaciones sociales. No les preocupa en absoluto crear una nueva sociedad. Cuando la gente sale a la calle para exigirla, su única respuesta es la represión.