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Barrios
Madrid en boca de todos y en el corazón de nadie
Estamos muy solas. Solas cuando caminamos por los barrios confinados y, por un momento, el paso lento de un coche patrulla, nos recuerda que no somos como los demás. Solos cuando leemos en las redes sociales que a Madrid habría que rodearla de un muro. Solos cuando abrimos la carta de denegación del ingreso mínimo vital.
Llevo casi dos semanas mirando coches patrulla de reojo. Suben y bajan las calles de mi barrio, no lo suficiente para evitar que nos desplacemos, pero sí lo bastante para que se nos agite algo adentro. Un reflejo de animal atrapado, un aroma de posible check point atravesado entre las calles que cruzabas como si nada cada día, cuando nos veíamos las sonrisas, y los muros, los controles y las amenazas de las luces azules a la vuelta de la esquina eran de otros.
Mientras vivimos así, a golpe de salvoconducto ad hoc, en lagunas normativas que son ciénagas de incertidumbre que a ratos surfeamos ágiles y otras nos chupan los pies para adentro, afuera se oyen los tambores de una guerra idiota: somos sus rehenes. Es tanto el ruido, que ya ni a nosotras mismas nos escuchamos, ni alcanzamos a dimensionar la profundidad de las heridas que se han abierto en nuestras miradas del mundo, en los horizontes de nuestros hijos, en los cuerpos y almas que habitan la ciudad.
Las batallas que están ganando no están solo en las arenas políticas que solo atinamos a observar desconcertados y comentar como quien comenta una mala serie. Esta guerra se nos está jugando adentro. No estamos bien.
Mucho ruido, y un caos de declaraciones confusas, ruedas de prensa extraterrestres en las que el discurso se aleja de nuestras realidades, necesidades y urgencias como un asteroide. Pero las batallas que están ganando no están en el terreno del afuera, en las arenas políticas que solo atinamos a observar desconcertados y comentar como quien comenta una mala serie. Esta guerra se nos está jugando adentro. No estamos bien.
Somos gente recortada, una oportuna pedagogía de la distancia se está instalando en nuestros instintos: por eso aceptamos que lo peligroso es estar con quienes nos importan. Podemos frecuentar centros comerciales, metros y supermercados con otros ciudadanos anónimos que te mirarán con recelo, pero se insiste en que es encontrándonos en los parques como extenderemos el virus. Podemos pasar una hora sentadas a un metro de un señor random en un restaurante, pero no podremos visitar a nuestros padres si viven en otro municipio. Tuvimos que asumir la muerte de miles de personas mayores, o no tanto, solas, y mientras contabilizamos UCI y el telediario regurgita números, parece que no habrá debate sobre que nunca deberían repetirse todas esas muertes solas. Nuestros muertos, los muertos de cerca, nuestros muertos próximos, adquieren la abstracción numérica que siempre han tenido los muertos de los otros.
Estamos muy solas. Solas cuando caminamos por los barrios confinados y por un momento, el paso lento de un coche patrulla, nos recuerda que no somos como los demás. Solos cuando leemos en las redes sociales que a Madrid habría que rodearla de un muro. Solos cuando abrimos la carta de denegación del ingreso mínimo vital. Cuando hacemos números y vemos que no podremos reabrir nuestro negocio. Cuando el dinero del Erte no da para más y a ver quién coño paga el alquiler el mes que viene. Cuando retuiteamos agotados la última de Ayuso.
Somos un montón de gente sola que por más que se busca en concentraciones y grupos de telegram, en llamadas con las amigas e indignaciones compartidas, presiente un futuro terrorífico, y no sabe a qué frente dedicarle sus últimas fuerzas
Estamos solos cuando nos encontramos mal, y ya ni osamos a contactar al centro de salud, o cuando tras llamar 50 veces al SEPE nadie atiende a nuestros ruegos. Un montón de gente sola que por más que se busca en concentraciones y grupos de telegram, en llamadas con las amigas, e indignaciones compartidas presiente un futuro terrorífico, y no sabe a qué frente dedicarle sus últimas fuerzas. Estamos solas cuando a la noche nos sentamos a fantasear con exilios.
Madrid está en boca de todos y en el corazón de nadie. Nuestro Mordor particular, nuestros cuatro jinetes del apocalipsis, tiene las cosas muy claras. No dedican dos minutos de su tiempo al común, ni aunque sea solo por guardar las apariencias, no ahorrarán en ilegalidades ni argucias. Incumplen los compromisos que salvan, los que nos podrían cuidar, pero son muy fieles, bien fieles, fieles más allá del decoro, de la democracia y de la ley, con los suyos.
No dejan ni un día de otorgar contratos millonarios a dedo, liberalizan nuestro suelo nuestra tierra para sus buitres con alevosía un jueves cualquiera, con todo arrasan, todo lo emponzoñan y nosotros tan vencidos con nuestras barricadas internas solo alcanzamos a suplicar un 155. Por encima del reclamo de rastreadores y médicas, se oye la demanda angustiada de un confinamiento que nos devuelva a un cierto orden. Que nos encierren pedimos a este gobierno central, sin tiempo para reparar en sus propias debilidades y sus torpezas y su medio alma neoliberal, que acecha con mucho más decoro, pero con no mucha menos crudeza que los otros.
No estamos bien. Estamos derrotados. Ojalá pudiéramos sacarnos esta guerra de adentro y mostrarla afuera. No tener que elegir entre salud y libertad. No podremos tener libertad sin salud pública, pero tampoco podremos tener salud sin libertad. Esa palabra que tanto gustan pasear por sus mentiras, a la que prostituyen en sus discursos plagados de venezuelas y chernobiles. Cuando es por ellos que cada vez somos menos libres: no de ir a consumir y mantener arriba la economía, los negocios de sus colegas, el ávido sector turístico.
Sino la libertad de ver a nuestros amigos, de patear el monte, de plantarse ante los desahucios, de acompañar en sus últimos años a los abuelos. La libertad de los parques, y los bancos públicos, de caminar por las calles sin salvoconducto. Y combatir la pedagogía de la distancia, para no estar solos, para no dejar que la libertad sea otra cosa distinta a poder caminar por la calle sin miedo a la policía, a la pobreza, y a las UCI donde se muere en soledad.
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No hay mucho que comentar al texto... Se entiende perfectamente.
Solidaridad y mucha fuerza desde las periferias (más o menos vacías/vaciadas) a la franja de Gaza Madrileña.
Ahora que os confina el gobierno de coalición ya no hay manis...en fin, será que es imposible ser objetivo en la izquierda
Se llama envidia española. La auténtica epidemia. Catolicismo cultural, contra la libertad de conciencia. "Si a mí me encierran en casa, que obliguen al vecino también con la policía". Y todos contentos. En esto se basa el éxito de las medidas draconianas y totalitarias del R78 en España a cuento de esta epidemia leve. Un pueblo temeroso y avejentado, conservador y manejado por los partidos.
Ahora que nos confinan a todos por igual, y no sólo militarizan los barrios de los pobres, ya no hay manis. Qué misterio más subjetivo.
Si es sanidad la que ha dado las pautas de confinamiento es por la inactividad premeditada del gobierno de la comunidad. No les importa un bledo los ciudadanos. La derecha es así. Lo hemos visto con su gestión de las residencias, el acceso a la sanidad, la educación. No les interesa mas que el dedazo, sangrar lo público y si caen pues caen. No sé que mas tienen que hacer para que se le caiga la venda a algun@