Brexit
El Brexit y el “fin” de la globalización

Que nadie se engañe por retóricas vacías: no hay ninguna proyección antineoliberal en estos proyectos políticos pretendidamente proteccionistas o de supuesta recuperación de la soberanía nacional.

Trump y Johnson Biarritz
Trump y Johnson en Biarritz durante el G7. Foto: The White House

No sin dejar de sorprendernos, asistimos desde hace meses al clima de parálisis parlamentaria en el que parece haber entrado Reino Unido. Un vodevil que ha tenido en el intento de Boris Johnson por cerrar el parlamento uno de sus episodios más destacados. ¿Qué ha pasado para que uno de los sistemas políticos pretendidamente más estables del mundo parezca haber saltado por los aires? El culpable no es otro que el terremoto electoral conocido como Brexit.

La votación del Brexit y la victoria de Donald Trump quedarán vinculadas en la historia para siempre como dos seísmos políticos que los analistas no supieron o no quisieron ver aquel 2016. Dos eventos apenas distanciados por unos pocos meses y un océano de por medio, pero protagonizados por un electorado similar. Así lo reconocía antes de un mitin de apoyo a Trump, el propio Nigel Farage, uno de los líderes de la campaña del Brexit: “Le diré a la gente de este país que las circunstancias, las similitudes, los paralelismos entre la gente que votó Brexit y la gente que puede derrotar a Clinton en pocas semanas son sorprendentes”.

Pero, sobre todo, ambas votaciones fueron revueltas políticas contradictorias contra la globalización financiera o, más bien, contra el llamado neoliberalismo progresista. Fenómenos electorales que expresan lo que el politólogo italiano Marco Reville define como una “rebelión de los incluidos” que se quedaron marginados con la llegada de la globalización neoliberal.

Sin ir más lejos, el editor económico de The Guardian indicó tras el referéndum que el Brexit había sido un “rechazo a la globalización”: “Esto fue más que una protesta en contra de las oportunidades laborales que nunca llegaron o las viviendas que no fueron construidas. Fue una protesta en contra del modelo económico que ha prevalecido en las últimas tres décadas”. Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia, fue más lejos al afirmar que el Brexit había acabado con la globalización tal y como la conocíamos.

Pero es fundamental entender que el Brexit no es el comienzo de una crisis, sino más bien otro síntoma mórbido de varias crisis más profundas y de largo aliento, entre ellas la del proceso de integración europea. Un fenómeno que tiene sus inicios en la extensión a escala continental de la revolución conservadora y el thatcherismo que favoreció la mutación neoliberal de la UE. Un proceso que tiene un correlato casi constitucional en el tratado de Maastricht, donde se establecieron las bases del sabotaje definitivo al propio proyecto europeo (al menos a los supuestos ideales que lo inspiraron). Desde entonces la UE se ha ido configurando en uno de los aparatos políticos y económicos más depurados de la globalización neoliberal.

Y precisamente ahí radican dos de los elementos centrales que explican la actual situación de crisis del sistema político británico: por un lado, el voto por el Brexit, esto es por la salida de la UE, es concebido como una manera de romper con esa globalización feliz que ya no lo es para esos sectores excluidos y enfadados. Pero, por otro lado, esa salida de la UE no es tan fácil como se prometió. Entre otras cosas porque interesa que no sea nada fácil.

Mientras que son de sobra conocidos los requisitos de adhesión a la UE, los mecanismos de salida, más allá de la activación formal del famoso artículo 50 del Tratado de Lisboa… no lo son tanto. De hecho, más de dos años de negociaciones después, con dos prórrogas solicitada in extremis, la última a punto de cumplirse, todavía no se ha podido acordar ni tan siquiera los términos de una ruptura pactada. Aunque lo realmente difícil vendrá después, con la negociación de las futuras relaciones entre Reino Unido y la Unión Europea.

La campaña del Brexit fue un magnífico ejemplo de cómo la polarización política se puede expresar de forma contradictoria en una revuelta antiestablishment donde se combina el nacionalismo excluyente, la demagogia antiinmigración y el hartazgo ante la desigualdad social y las políticas de austeridad

El principal elemento de la discordia en la negociación de salida parece residir en la frontera entre Irlanda e Irlanda del Norte. Entre otras consecuencias, dividir de nuevo la isla con una frontera dura haría peligrar los acuerdos de paz del Viernes Santo. La propuesta de la UE es la cláusula del backstop que establece que si Reino Unido y Bruselas no llegasen a un acuerdo, Reino Unido permanecería dentro de la Unión Aduanera, lo que evitaría el reforzamiento de la frontera irlandesa pero, en la práctica, también limitaría la salida de Londres del bloque comunitario. Y es precisamente ahí donde reside la principal traba del teatro que estamos viendo desde que en 2018 se alcanzara un principio de acuerdo entre el Gobierno británico y la UE para gestionar el Brexit. Un acuerdo que llevó al propio Boris Johnson a dimitir del gobierno de Theresa May afirmando que convertiría a la UE en “nuestro amo colonial”, preparando de paso su asalto a Downing Street un año después.

La campaña del Brexit tuvo como lema principal Take back control, inspirada en la consigna de Nigel Farage We want our country back que buscaba responder a la queja difusa de un electorado que relacionaba los déficits democráticos de la pertenencia a la UE con la paulatina pérdida de soberanía de su país y el empeoramiento de la situación social. Una idea que se resumió en la fórmula “cuanto más hace la UE, menos margen queda para tomar decisiones a nivel nacional”.

Obviamente, el sentimiento ciudadano de que las decisiones se toman desde centros cada vez más distantes a sus intereses y a su control desborda fronteras y no tiene a la UE como única diana. Pero en la campaña del Brexit Bruselas se convirtió sin duda en el chivo expiatorio propicio. El propio Boris Johnson, durante sus años como corresponsal de The Daily Telegraph en la capital belga, contribuyó a construir la imagen de una UE asimilada a un laberinto de reductos burocráticos en el que acechan intereses oscuros contra las costumbres e intereses británicos.

Ante la incapacidad de la izquierda de conectar con los malestares de las clases populares británicas, la derecha proBrexit consiguió que aquella consigna abstracta de “recuperar el control” se tradujese progresivamente en una recuperación de la soberanía también y sobre todo del control de las fronteras. De esta forma, el rechazo a la migración se convirtió en uno de los elementos más destacados de la campaña del Brexit.

La política, como la naturaleza, aborrece el vacío. Y en ausencia de otras alternativas creíbles, el vacío que generó la desafección por el proyecto europeo lo ocupó el miedo, la xenofobia, el repliegue identitario, el egoísmo estrecho y la búsqueda de cabezas de turco

La inmigración figuraba entre las principales preocupaciones de los británicos durante los meses anteriores al referéndum (cerca del 50% de los ciudadanos así lo afirmaba, mientras que un 30% reconocía que sería un elemento determinante de su voto). Sin embargo, a diferencia de otros movimientos xenófobos europeos, el rechazo a la inmigración en el Reino Unido no tenía tintes islamófobos, sino que se centraba más en atajar la llegada de ciudadanos europeos, que suponían un competidor laboral directo de las clases populares británicas y que encarnaban esa Europa origen de todos los males que afectaban a la isla.

La campaña del Brexit fue un magnífico ejemplo de cómo la polarización política se puede expresar de forma contradictoria en una revuelta antiestablishment donde se combina el nacionalismo excluyente, la demagogia antiinmigración y el hartazgo ante la desigualdad social y las políticas de austeridad.

La política, como la naturaleza, aborrece el vacío. Y en ausencia de otras alternativas creíbles, el vacío que generó la desafección por el proyecto europeo lo ocupó el miedo, la xenofobia, el repliegue identitario, el egoísmo estrecho y la búsqueda de cabezas de turco. Es ese el terreno privilegiado en el que se mueve la nueva derecha autoritaria que representan, cada cual a su manera, dirigentes como Boris Johnson o Donald Trump.

Ambos, antes de llegar al poder pero también a continuación en un ejercicio ininterrumpido de polarización, se dotan de una base social que les permite maniobrar dentro del capitalismo global en la disputa actual entre sectores de las clases dominantes que apuestan por una recomposición en clave nacional frente al proyecto de la UE liderado por Merkel y Macron.

Pero que nadie se engañe por retóricas vacías: no hay ninguna proyección antineoliberal en estos proyectos políticos pretendidamente proteccionistas o de supuesta recuperación de la soberanía nacional. Son solo un frente más en la batalla central por la gestión de una globalización neoliberal en crisis y cuya dirección lleva años en disputa.

Frente al europeísmo neoliberal e incluso el neoliberalismo progresista que algunos pretenden vender, otros sectores de las élites mueven ficha en clave nacionalista, xenófoba y autoritaria con la única intención de mejorar su posición en esa pelea. Y la peor noticia es que la izquierda parece estar ausente de esta batalla central de nuestro tiempo. Otra asignatura tan pendiente como urgente para los tiempos de recomposición que se nos vienen encima.

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