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Filosofía
Arte político I. El riesgo de la hiperespecialización artística en lo político
¿Es posible acercar alguna idea sobre los riesgos de lo artístico como hiperespecialización en “lo político”, y que tantos ríos de tinta viene derramando desde hace décadas dando lugar a cierta “polución ambiental”?
Seguramente, cada vez que se oye a Lennon cantar aquello de Imagine all the people…, hay alguien que murmura: “I’m sorry John, I can’t imagine all the people”. Partiendo de ahí, de que ninguno de nosotros es omnisciente ni tiene a su alcance imaginar las intenciones de todos, sí creo pertinente abordar algunos temas que resultan sensibles, espinosos, peliagudos... Empiezo preguntando: ¿Es posible acercar alguna idea sobre los riesgos de lo artístico como hiperespecialización en “lo político”, o en eso que llaman arte político, socio-político, etc. y que tantos ríos de tinta viene derramando desde hace décadas dando lugar a cierta “polución ambiental”? El, a mi juicio, importante, por no decir ineludible, tema de la moderna hiperespecialización (estudiada ya en La riqueza de las naciones de Adam Smith en 1776 o en La división del trabajo social, en 1893, por Émile Durkheim), lo aproximé a través de otros autores (Beck, Morin, Sloterdijk, Wittgenstein, Lukács, Castell, etc.) y comentarios en mi anterior entrega en El rumor de las multitudes, bajo el título El tamaño de lo que importa. En ese texto de visión más panorámica, que podría funcionar como una especie de prefacio de este más concreto que aquí traigo, me pregunto por la inconveniencia de dividir nuestros modos de saber mediante la “disciplinada” especialización intelectual en un contexto de pugna que venía produciéndose entre macro y micro-relatos. Y desde el inicio de esta primera entrega sobre el arte político, me pregunto sobre el atolondrado o abiertamente cínico modo de asumir, dócil o de manera entusiasta, la antigua estrategia divide et impera. Un “divide y vencerás” estudiado y aplicado en muchos ámbitos de los estudios bélicos o de la competencia capitalista y que tantos frutos proporciona a los poderes totalizadores que SÍ se ocupan de TODO (financieros, religiosos, políticos, mediáticos, etc.); unos beneficios que son extraídos de aquellos auto-empequeñecidos que asumen disciplinadamente la reducción de su poder y su saber sucumbiendo mansamente a las visiones panorámicas que nos ofrecen con una amplia sonrisa, y cara de salvarnos la vida, esos que juegan a controlar la totalidad de las cosas que nos ocurren.
La palabra ‘disciplina’ etimológicamente parece que proviene de discipulus, y significa el orden necesario para lograr un aprendizaje. Por consiguiente, ‘disciplina’ es aquello que tiene que ver sobre todo con el virtuosismo técnico y/o teórico. Sin embargo, la indisciplina parece tener que ver más con la contingencia, las inevitables tentativas en lo incierto, la voluntad de liberación y la expresa rebeldía que se necesitan para salir de las buenas maneras y los cauces establecidos generando alguna contribución o novedad en el modo de ver las cosas que nos pasan. En arte, y en otras actividades, nos encontramos ambos modos de actuar, disciplinada e indisciplinadamente, en permanente litigio conceptual y técnico. En esa tensión, últimamente, me parece que gana, y con bastante diferencia, el déjà vu de lo disciplinar.
La cuestión que trata de romper la rutina -el criterio establecido, el hábito disciplinario- formulada en los términos “¿Qué pasaría si…?”, se presenta como una serie de pasos en el vacío; y constituye el modo de iniciar los trayectos más experimentales, una suerte de salto al abismo, una jugada de dados que posiblemente termine convirtiéndose en el próximo canon que haya que romper. Como decían Deleuze y Guattari, el artista trata de obtener energías del caos, del azar, para enfrentarse con su obra a la doxa establecida, a la opinión, al canon, al consenso (la más terrible de las plagas que el arte debe sufrir) con el fin de poner cierto orden -no un Orden- en un mundo distinto al que heredó de sus antepasados. Quizás por eso la caracterización que pienso que más le conviene al arte, como herramienta útil a una cierta emancipación, es la de “arte sin disciplinar”, anómico (muy distinto del “todo vale”, que no representa más que caprichoso desorden y simpleza mental), y no la del ejercicio de carcelero sujeto a instrucciones o manifiestos, a órdenes estrictas, a consensos más o menos intelectualizados, a modas compartidas o a consignas “disciplinarias”. El artista sin disciplinar es a mi juicio un advenedizo; salvando las connotaciones negativas que se le suelen atribuir a ese adjetivo, creo que solo como advenedizos se nos ofrecen las diversas caras del mundo. Este tipo de artista que no quiere meter su obra en un solo cajón, que no quiere ser clasificado, se comporta como un forastero que mira con ojos inocentes, no ingenuos, todo aquello que los “expertos” y “resabiados” del lugar vienen sentenciando desde hace tiempo con sus torpes o sofisticados instrumentos de saber y de poder; y una vez oído el cuento percibe que aquello que le están relatando no le sirve. Así, el artista sin disciplinar, el recién llegado, decide que no quiere tratarse con los hábitos y prejuicios de lo especializado, piensa que necesita tener la oportunidad de tensar saberes e ignorancias y atender otras complejidades no determinadas todavía por nada ni por nadie. Probablemente estima necesario quedarse “sin disciplinar”, o sin especializar, porque lo que pretende es atender a la complejidad desde un movimiento de ampliación de la vida que se expanda en todas direcciones. Entonces trata de evitar la reducción hipersimplificada a que nos obligan estos tiempos y modelos apresurados de máxima productividad: marketing y branding –algo de lo que tanto saben los grandes especialistas en el mercado del arte más trivial, inocuo y festivalero.
Mediante la hiperespecialización en lo político, el trabajador del arte, aunque muy satisfecho y aplaudido a causa de su aparente y reconfortante “rol social”, queda enajenado, alienado (apretando el tornillo que le corresponde en sus labores fabriles).
Con esas maneras hiperespecializadas de trabajar, hemos dejado muchos cadáveres por el camino y nos hemos enredado en muchos falsos conflictos. Lo que dimos en llamar Arte Contemporáneo (nombre que en realidad ya no nos dice nada porque ha quedado vaciado de significación), fue enredado en multitud de problemas artificiales y cargado de falacias y opiniones establecidas que fueron recibidas bastante pasivamente y practicadas más por hábito o por actualismo que por convicción. No hace más de unas cuantas décadas abundaban los encendidos debates entre la abstracción y la figuración, una discusión que ahora se nos antoja hasta pueril. ¿Y sobre la desmaterialización del arte? ¿Nos acordamos todavía de esa cantilena, a pesar de que continúan existiendo quienes insisten en sus bondades? Si hoy día vendemos hasta el aire de nuestras acciones y la más mínima de sus reliquias ¿qué queda de aquel debate? ¿Y del apropiacionismo que iba a redimirnos de la capitalización de los originales y de la autoría, qué queda? ¿No se mantienen las consignas de lo relacional, la posproducción, la interactividad, o la recientemente aparecida inmersividad, etc. como un simple soniquete que suena medio bien porque consuela nuestras soledades y argumenta una cierta indiferencia semántica? Y ahora ¿en qué consisten las enésimas discusiones acerca de vanguardias, retaguardias, biopolíticas, colonialismos, etc. que no cesan de encubrir bucles de luchas de poder y falta de imaginación? Pues queda sobre todo la paranoia del archivo: la nada apilada, releída y reinterpretada cabalísticamente hasta la extenuación, o, cabría decir de nuevo con Deleuze: nos queda la Historia como fondo, o negativo, sobre el que esperamos que se produzcan verdaderos acontecimientos que no terminan de suceder, o que, debido a la acumulación de sucesos, nos pasan inadvertidos. Y en esas estamos desde hace ya bastantes años, repitiendo el fondo o trasfondo histórico de manera meramente historicista, con sucesivos y reiterados guiños a este o aquel formato o concepto que en algún momento se produjo como legítima liberación pero que hoy día no supone más que una jaula de hierro (o de oro, según el caso), por mencionar el conocido símil de Max Weber. Formatos o conceptos que suben y bajan en la aburrida pirámide del éxito o ruedan infinitamente en la ruleta de una decadente casa de apuestas en las que solo se juega a ganar dinero y prestigio social y cuyas opciones no salen del rojo o el negro, del par y del impar (aporías que se instalan en el terreno más remoto posible del genuino juego del arte). Expongo a continuación unos mínimos ejemplos de debates o de discursos asumidos con naturalidad que representan especies de campos semánticos arbitrarios (podrían combinarse de otro modo) en los que se han invertido reiteradamente no pocas energías, y a los que la dimensión del uso pomposo y tontorrón de la tecnología solo ha aportado una explosiva y anodina mezcla de estupidez y efectos especiales. Repasemos:
Lo metafísico/lo físico/la producción de lo inmanente/el acontecimiento/la obsolescencia/la permanencia, etc.//lo participativo/lo colaborativo/lo relacional/lo representativo/las poéticas de la individualidad, etc.//autor/productor/no autor/genio/héroe/autoría colectiva, etc.//institución/ no institución/lo alternativo/lo marginal/sistema/antisistema/desde dentro/desde fuera, la sobreidentificación con el sistema, etc.//producción/postproducción/no producción/metaarte/artesanía, etc.// lo político/lo biopolítico/la geopolítica/lo metapolítico/el compromiso/las micropolíticas/el activismo/la protesta/la denuncia, etc.//el feminismo/ lo queer/ lo transhumano/lo local/lo global/la identidad, etc.//lo popular/ la cultura de masas/el norte/el sur/el este/el oeste, etc.//el silencio/la comunicación/el espectáculo/la emboscada/el camuflaje, etc.//lo arbóreo/lo rizomático/lo vertical/lo horizontal/las jerarquías/el entre/las redes, etc.//lo determinado/lo indeterminado/la verdad/las versiones/la ironía/la ficción/el fake, etc.//lo canónico/lo anómico/lo expandido/lo restringido/las tácticas/las estrategias, etc.//el proyecto/el proceso/la metodología/el programa/el espontaneísmo, etc.//lo tecnológico/lo virtual/lo real/lo biotécnico/lo científico/lo artificial/ lo inmersivo/lo interactivo, etc.//la ideología/la antideología/el pragmatismo/el utilitarismo/la responsabilidad/la irresponsabilidad, etc.// la vanguardia/la retaguardia/la postvanguardia, etc.//lo auténtico/lo inauténtico/la copia/el original/lo único/lo múltiple/el simulacro/lo reproductible, etc.//lo sedentario/lo nómada/el viaje/la contemplación/las fronteras/las fugas/lo histórico/lo geográfico, etc.//Y… aún: el contenido/la forma/el concepto/el percepto/el significante/el código/ lo narrativo/el discurso/la obra, etc. y etc., etc., etc.
Parafraseando a Guy Debord: “La [política] se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos en los que todo lo que se vivía directamente se ha ido alejando y se ha convertido en una representación.” Yo diría que estas maneras del arte estrictamente político son espectáculos de la frustración que no saben que lo son.
Después de esta retahíla un tanto genérica sobre la hiperfragmentación del arte, más allá de este paisaje de campos semánticos que a menudo terminan en simples campos de concentración sintácticos, vamos a fijar la atención en uno que está especialmente activo desde hace ya bastante tiempo y que combina algunas características peculiares.
Por supuesto, a estas alturas, resultaría bastante necio situarse en contra de que el arte trate temas políticos o se relacione con lo político; faltaría más, nada es ajeno al arte. Sin embargo, la tarea artística asociada de modo exclusivo a la especialización en lo político, tome la forma que tome (sobreidentificación con el sistema explotador, uso de medios para la provocación, escándalo o espectáculo, señalamiento, análisis pseudopolitológicos, activismo, artivismo, inspección cultural, asistencia social, utilidad, denuncia, protesta, etc.), adquiere la cualidad de una disciplina que absolutiza las tareas y nos retrotrae al riesgo de la homogeneizadora, simplificadora y alienante división del trabajo. Este uso anticuadamente moderno de la segmentación fijada a lo político probablemente impide al arte acercarse a la multidimensionalidad y complejidad de lo humano. Mediante la hiperespecialización en “lo político”, el trabajador del arte, aunque muy satisfecho de su racionalidad instrumental y aplaudido a causa de su aparente y reconfortante “rol social”, queda enajenado, alienado (apretando el tornillo que le corresponde en sus labores fabriles); intencionadamente o no, bloquea o mutila sus insospechados devenires y se impide a sí mismo ocuparse libre y azarosamente de todo lo que al ser humano concierne cuando se le observa desde diferentes perspectivas. Un riesgo que hay que tener en cuenta porque de esos polvos a los lodos de un cierto sectarismo basado en una idea reduccionista del “compromiso” solo resta un paso corto y muy peligroso.
Esta falta de multidimensionalidad, esa hiperespecialización, esas anteojeras de los artistas políticos más estrictos y convencidos de su papel, es una opción que se obstina en gestionar de forma determinista las tareas, el futuro y los objetivos del arte; y además lo llevan a cabo utilizando las mismas herramientas de siempre, las que la Historia les ha proporcionado. Es decir, el sistema de pensamiento es el mismo, pues este tipo de artista no trata de encontrar otros modos salvo los tradicionalmente humanistas o similares, y por eso se reitera en las mismas consignas, o parecidas, a las que intenta barnizar la superficie con diferentes temas, tratamientos o modulaciones tecnológicas. Hablo pues de una ofuscación del arte político de esta clase, cuyos resultados, vistos en profundidad, se sitúan en contra de la emancipación (por definición no teleológica, no determinista) y a favor del sometimiento a un saber ya conocido que “representa” un poder establecido por ciertos cánones asumidos como doctrinas. El artista político, salvo alguna rarísima excepción (al que entonces resulta difícil calificar con ese apellido), se constituye bajo un orden virtuoso y maniqueo de púlpito y sotana, ciertamente reaccionario, que pretende indicar la “dirección correcta” al supuesto ignorante. El trato frecuente con la teoría crítica y con temas políticos parece conferirles a estos artistas políticos un saber revelado; ellos no señalan ni apuntan riesgos sino que parecen saber de qué va esto de la vida y se encuentran en condiciones óptimas de señalar la acertada hoja de ruta o los obstáculos que se deben salvar. Por otra parte, no debemos olvidar que esta postura les sitúa en la posición de privilegio del destacado artista “baliza” que marca el trayecto a recorrer; lo que a su vez les califica como oportuna y consensuadamente reconocidos y etiquetados en su específica “línea de trabajo” –un perfil que funciona entonces a modo de mercantilizada tarjeta de presentación cuando la ocasión (expositiva, política o económica) lo requiera.
Este tipo de obras, recursos y discursos artísticos, producidos en ámbitos formales e informales, de manera directa o indirecta, consciente o no, privada y públicamente, tratan de imponer su “fuerza” política discursiva, sus “poderes” profesionales, sus “legitimidades” sociales, sobre otras opciones del arte (esas otras formas de producción que el arte político parece tratar de arrinconar o calificar como “frívolas” o “no comprometidas”; como si la política, que está inexorablemente vinculada a cualquier actividad humana no formase parte de cualquier producción artística que no se proponga como esencialista, autónoma o como meramente ornamental y burguesa). A estas alturas no vamos a revelar aquí como algo novedoso que la declaración o auto-declaración de apoliticidad es una de las maneras más imbéciles y comercialmente interesadas que se puedan encontrar de significarse políticamente, pero existen otros modos distintos a los que aquí comentamos que no eluden el compromiso vital ni político. Esos otros modos de hacer, de pensar, de componer, etc., habitualmente más lentos y silenciosos, son modos que por su complejidad y densidad semántica y sintáctica no colaboran en la desactivación del arte ni de la política (como sí hacen desde los extremos los autodefinidos artistas ‘políticos’ y ‘apolíticos’). Estas formas menos estridentes, ni ‘políticas’ ni ‘apolíticas’, representan un modo no prepotente de oposición a la mera e inoperante protesta “artística”, a la visibilización de obviedades, o a las artes decorativas o contemplativas.
El arte político como hiperespecialización (y espectacularización) actúa a menudo como coartada, maquillaje o “entretenimiento” balsámico que sirve de desvío de la atención de las posibilidades del propio arte y de la acción política para enfrentar los problemas medulares de nuestras existencias; algo que se sustancia cuando se hiperpolitiza la actividad artística y se estetizan los problemas políticos. Frente a esa acelerada e interesada hipervisibilidad –esas continuas y en ocasiones ridículas llamadas de atención e iluminaciones, que muestran al artista como faro que ilumina el retorno a casa de navegantes a la deriva– hay posiciones artísticas mucho más discretas en las que lo político, como una dimensión fundamental de lo humano, está muy activo y alerta para procurar no caer en la obviedad ni en la propaganda ni en la ilustración de lugares comunes ni en la creación de una imagen de marca de la que obtener grandes réditos simbólicos y pingües beneficios.
Queda, de momento, hacer una comparación sobre este exclusivismo que fomenta y explicita el apellidado genéricamente arte político. Se trata de una parcialidad que resulta un tanto obsoleta e inoperante por el exceso de invectivas no propositivas, no constructivas, que en la crítica artística política se suele manejar. A modo de ejemplo y haciendo una extrapolación de lo que algunos llamaban la nueva izquierda foucaultiana (que merece todos mis respetos como expresión verbal y búsqueda de pensamientos y como realización de acciones benefactoras y progresistas), los pragmatistas norteamericanos menos cerriles venían a decir: “Sí, toda esa crítica al capitalismo la entendemos, podemos compartir muchos de sus argumentos… ¿Pero qué proponen? ¿Cuál es su construcción? ¿A qué clase de vida nos pretenden llevar? ¿Cuál es su alternativa al mundo capitalista?” Y nosotros, en este caso, podríamos formular preguntas a los hiperespecializados y, en ocasiones, muy presuntuosos y condescendientes artistas políticos: más allá del elaborado comentario y la opinión meditada, incluso más allá del aplicado análisis de situaciones o de las fatigosas labores de inspección cultural… ya que a veces se autodefinen como “operadores estéticos” que han decidido incorporarse y participar del campo del arte… ¿Qué propuesta artística nos traen? Si sus propuestas están cargadas de intenciones críticas ¿Por qué quieren ser vistos y entendidos como artistas y no como opinadores estéticos, lo que les liberaría de tener que realizar obra alguna? Y si así se quieren definir, como productores artísticos, o poetas visuales ¿qué nueva forma o articulación nos aportan? ¿Se trata de las viejas maneras de la protesta que ya hace mucho tiempo que no necesitan de ningún “arte” para realizarse, o se trata simplemente de la puesta en común y el señalamiento? ¿Pretenden trabajar como detectives en el descubrimiento de los males y los malos de este mundo? ¿Constituyen el análisis pseudocientífico o el escándalo, el humor y la ironía facilona o la provocación los mejores trucos para ganar “audiencias concienciadas”? ¿Están a estas alturas aún del lado del manoseado épater le bourgeois que les aplaude y les compra sus cositas como a tantos otros? ¿No están seguidos o precedidos de una cohorte de gestores, políticos y comerciantes de luxe que arriman el ascua a la sardina política para fingir preocupaciones sociales que en realidad actúan de excusa para un taimado narcisismo y una sustanciosa rentabilidad comercial? ¿Siguen saliendo sus argumentos del túnel de las lecturas de la modernidad más rígidas y sofocantes? Haciendo de la crítica social y política su principal objetivo ¿aparecen en sus obras la autocrítica o la autoproblematización por algún lado?
Concluyo esta primera parte parafraseando a Guy Debord; solo sustituyo ‘capitalismo’ por ‘política’, y que los dioses de la polis me perdonen: “La [política] en su última forma se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos en los que todo lo que se vivía directamente se ha ido alejando y se ha convertido en una representación”. Yo diría para finalizar que este tipo de obras y maneras de relación entre arte y política suponen, simplemente, rentables espectáculos de la frustración que no saben, y probablemente no quieren saber, que lo son. Sigamos.
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Un artículo brillante. Atina con elegancia en la tan expandida imagen del artista político contemporáneo que, obedeciendo a la disciplina y a las etiquetas, disfraza la pretenciosidad de "rol social". El arte, por definición, debe huir de la hiperespecialización para llegar a la libertad de estar "sin disciplinar".
La mayoría de artistas políticos aspiran a convertir el arte político en una forma de vida. Domesticado, ese arte polítuco entra en circuitos públicos y privados, como ARCO. ¿Qué potencial emancipador puede tener algo así?
Fantástico artículo. Estamos hartos de impostores y de salvapatrias. El arte es útil pero no cuando es politiquero y malo.
Excelente y lucida
Reflexión sobre el arte y la política, cuando el arte se desplaza a la realidad pierde su capacidad de influencia y se neutraliza y la política entra en la representación se convierte en espectáculo.
Muy buen artículo, gran expresión la de "espectáculo de la frustración". Otro punto es entender como gente de clase alta hace este tipo de arte - para reconfortarse 'espiritualmente' - robándole su sitio a las clases trabajadoras que son alienadas doblemente, y cuyas expresiones estéticas caen en el olvido o se las considera menores.