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Después de haber tratado algunas relaciones entre arte y política en “Arte político I” y en “Arte político II", he sentido una falta, la necesidad de un cierre provisional que se colocase al final de la serie iniciada de algún modo con “El tamaño de lo que importa” en El rumor de las multitudes. Presento en Arte político III un epílogo incierto, una especie de cola bífida o una suerte de coda abierta y bivalente como breve apunte que quiere: 1. Destacar en positivo la insolubilidad, la imposibilidad de salida airosa, la aporía en que nos sitúa la relación arte/política, y poner en valor la tensión como ejercicio de vaivén que impida polarizar, fijar, el arte entre una actitud cerrada a la política y otra absolutamente dependiente de ella; y 2. Dejar entrever el riesgo de manipulación que la selección de los expertos puede y suele ejercer sobre lo artístico y lo político. Si en “Arte político I” destacaba el sometimiento del arte a la hiperespecialización en lo político y en “Arte político II” trataba de poner ante su espejo la banalidad del bien a través de la simple pregunta de quién se beneficia más de esas supuestas acciones benefactoras, podría quedar en el aire cuál es la salida a semejantes problemas en los que de un lado de este tablero vital se sitúa el arte y del otro la política, y cómo sobre ese terreno de juego ejercen su interesada influencia los seleccionadores de “equipos titulares”.
Dado que estos asuntos continúan estando afortunadamente de plena actualidad y un tanto enredados, me atrevo a decir que a pesar de (o gracias a) la falta de resultados que se vienen produciendo, quizás lo más sensato sea pensar que esto no tiene una solución plausible (exitosa, en el sentido de “salida”) y que lo que merece la pena mantener activo es la tensión de ese movimiento de vaivén que no fije las posiciones entre lo artístico y lo político sino que las mantenga en la incertidumbre del devenir; una tensión que nos haga transitar continua y temblorosamente sobre la cuerda floja de lo inmanejable y que cuestione tan intensamente el trabajo de los “expertos” como ya se hace habitualmente con el de los artistas. Así nos evitamos la frivolidad de caer en los precipicios de los malos ejemplos, como aquel modelo que nos ofrecía el gobierno platónico de los filósofos reinantes autoproclamados expertos en resolver los problemas públicos, o la fórmula mucho más tardía que estimaba que la sabiduría experta de los teologizados científicos sociales comtianos fuese a dar de manera irrefutable con la “fórmula magistral” del buen gobierno. Por eso, es bastante probable que los artistas no deban participar en esos juegos, fuegos, que terminan expulsando a los poetas de los asuntos públicos o crean pirámides de conocimiento, clases y estamentos que luego generan todos esos líos sectarios de los que habitualmente salen escaldados. Mucho menos, intuyo, convendría un parlamento de poetas o artistas (aunque algunos políticos y activistas, para atraer la atención de los medios, pretendan realizar performances en las calles o poesía de acción desde sus escaños).
El arte entre las relaciones de poder
A pesar del enredo de estos dos temas aquí propuestos (la distensión y la selección) podemos ir por partes al mismo tiempo que las vamos trabando. Respecto a la distensión, una de las maneras que tienen algunos artistas de resolver la tensión entre arte y política es extremar su actitud artística esencialista, autónoma, etc. y considerar irrelevante o innecesario su pensamiento político (sea en los términos que sea) para el ejercicio de su producción. La otra actitud extrema es la de reducir el arte a mero activismo hasta el punto de calificar como inoperante o colaboracionista con el sistema capitalista cualquier actividad artística que no pase por la atención e intervención en la actualidad más inmediata (aunque a menudo las maneras de este activismo estén tan anticuadas y fuera de lugar como los argumentos que utilizan). Sin embargo, es probable que el mejor modo de enfrentar este problema es no tratar de resolver la tensión sino de enriquecerla, activarla, pues ambas actitudes extremas son simplificadoras. “Porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres”, nos decía Borges, y George Simmel comentaba que cualquier Forma que inventemos para comprender y objetivar el mundo de la vida será siempre rebasada por la infinita complejidad e imprevisibilidad con la que lo vital se muestra. Y la complejidad siempre es tensa, podríamos añadir, no genera soluciones sino preguntas, tracciones, articulaciones y elasticidades interesantes e insospechadas que amplían y enriquecen nuestras experiencias.
La historia reciente de las relaciones entre arte y política (o ideología) parece corresponderse en gran medida con una fecunda sucesión de fracasos, algunos de ellos vergonzosamente exitosos. El arte, más a menudo de lo que nos gusta reconocer, ha ido a remolque de los devenires políticos e ideológicos, y su filiación ha consistido en una adscripción más o menos ideologizada y más o menos consciente que, lejos del verdadero compromiso vital, comprometía su independencia para así satisfacer unas demandas que provenían de intereses de diverso cuño y de los que ha recibido como recompensa prebendas y reconocimientos.
¿Será entonces que aquello que algunos señalan como innovador y complejo pocas veces lo es tanto como suele creerse y como sería necesario?
Respecto a la selección… como la cosa no es ya de por sí compleja para que los artistas puedan situarse donde les parezca oportuno y cargar con las consecuencias éticas que sus decisiones acarrean, encima, si se quieren emancipados, tienen que aprender a resistir los juegos de guiñol que se traen muchos selectores del arte contemporáneo. El reconocimiento de lo realmente innovador, por parte de críticos, comisarios, directores de museos, etc. supuestamente independientes, parece algo necesario o de justicia pero, de manera paradójica y con más frecuencia de lo que cabría esperar, su acción electiva consiste muy a menudo en una emboscada. Muchos de ellos animan al artista a que en cierto modo se mimetice con el entorno que le ofrecerá reconocimiento y protección (algunos a esto lo llaman comportamiento mafioso). Digamos que lo que desde el ámbito de la selección se espera del productor artístico es un re-reconocimiento para “ese” mismo entorno que singularizó su producción supuestamente novedosa (a esto también se le puede llamar impuesto revolucionario); si lo pensamos bien no se trata más que de un bucle sistémico, sin gracia, enojoso, y, sin embargo, prácticamente imposible de deshacer.
Aunque hoy en día nadie se da por aludido porque todos somos “irresponsables”, podríamos encontrar ejemplos en cualquier tipo de “temáticas” o leitmotiv de todos conocidos que generan grupos o “sectas” en las que los selectores premian la cercanía a sus propios intereses; pensemos: género, opción sexual, disciplina, medio, etnia, raza, orientación política, origen geográfico, etc. A partir de aquí podríamos concluir que el problema de lo artístico y lo político en multitud de ocasiones no solo proviene de la mayor o menor capacidad de los artistas, de sus buenas o peores intenciones o del mayor o menor grado de cinismo o lucidez con que aborden su trabajo sino que también influye, y de manera importante (a menudo decisiva), la incapacidad que tantas veces muestran los selectores para hacer un trabajo digno, porque sus propios intereses “políticos” o de cualquier otra índole (por ejemplo económicos, pues muchas veces no actúan más que como mercenarios) nublan su capacidad de juicio; este tipo de “jueces de lo artístico” retroalimentan sus fijaciones porque suelen adolecer de la competencia necesaria para percibir lo distinto, y tampoco son capaces moralmente de autoproblematizarse porque se arrogan como por ensalmo la autosuficiencia de sus aseveraciones o porque animan el juego del mutuo reconocimiento del que hablaba más arriba. En lugar de apertura, la experiencia que se les suele atribuir no es más que la insistencia en el mismo tipo de argumentos forjados durante años de cerrazón, amistades, caprichos y terquedades. Y así nos va, en algunos lugares peor que en otros (Spain?); y no me refiero solo al mercado, al ámbito expositivo o a la academia, sino especialmente al respeto como profesionales que unos (artistas) y otros (selectores) reciben de profesionales de referencia en el mapa mundial del arte, cuando estos echan un vistazo a los procesos de decisión y a los elocuentes resultados de sus elecciones.
Algo muy sintomático de la paradoja que expreso tiene que ver con que los artistas se supone que son los que están, o deberían estar, todo el tiempo tratándose con lo que aún no es o todavía no ha llegado a construirse, y aunque a los expertos se les atribuye el conocimiento de lo que ha sido o está siendo (eso debería darles alguna perspectiva), rara vez tienen idea de por dónde llegará lo distinto, sobre todo porque la contingencia de lo “artístico” no está en sus manos ni en sus pupilas. ¿Será entonces que aquello que algunos señalan como innovador y complejo pocas veces lo es tanto como suele creerse y como sería necesario? Solo habría que repasar la historia. Podríamos decir que al igual que las marcas comerciales hacen “concesiones” (concesionarios las llamamos, o franquicias), en no pocas ocasiones las marcas contextuales del arte se distribuyen mediante concesionarios de mutuo reconocimiento y protección (insisto, algunos indican que se trata de procedimientos mafiosos). Entonces, las supuestas innovaciones no suelen sobrepasar los límites de una aquiescencia mutua y confortable que no nos lleva a ningún lado o, como mucho, a “barrios” artísticos superficialmente brillantes y opulentos, fruto del blanqueo conceptual que se opera sobre lugares siniestros y muy pisoteados, profundamente sometidos, sucios y de una pobreza mental infinita.
Salidas (im)posibles para el arte
El mundo como estafa y resignación sería, desde este punto de vista, un buena paráfrasis del pesimismo de Schopenhauer, pero antes de tirar del todo la toalla se me antojan un par de tareas aún por enfrentar desde el arte y su tensión permanente con la política. Una, la de insistir en rebajar la trascendencia y la esencialidad de aquella “grandeur” humanista e ilustrada de la modernidad que posterga el beneficio o el placer por una perpetuamente diferida vida eterna (sagrada o histórica); o sea, acabar con el juego del trile del Absoluto que machaca el presente de los miserables de la Tierra. Dos, dejar de perseguir el alocado movimiento de una postmodernidad mal entendida, hiperactiva, insomne y ansiosa, que, presa del déficit de atención, perturba las sociedades actuales fragmentándolas en tribus sectarias que argumentan su “diferencia” con bienintencionados fundamentos biológicos, identitarios o culturales del tipo que sea, y terminan por blindar estúpidamente la construcción de sus subjetividades contra quienes no compartan sus orígenes, su biología, sus deseos o sus costumbres. Con el agravante de que a rebufo de una y otra tarea, aparecen los selectores para montar el guiñol y tirar de los que son de su cuerda; así los convierten en marionetas afines, muy útiles para retroalimentar unas “causas” que, a decir verdad, no pasan de ser opiniones que tienen mucho que ver con el ejercicio libérrimo de la ciudadanía, pero que difícilmente sustentan una construcción artística, científica o filosófica.
¿Somos aún capaces de pensar e imaginar esos espacios intermedios y transitables que casi nunca logran atisbar los que se dedican a seleccionar lo “excelente”?
Es decir, ya que ni las buenas intenciones de una vuelta a la grandeur universalizadora de la modernidad ni las de los particularismos culturales nos han traído realmente ninguna pragmática del “nosotros” que consiga satisfacernos, ¿qué deberíamos ponernos a pensar si supiésemos eliminar las franquicias y las marcas que tanto gusta a algunos tatuarse o grabarse a fuego con los hierros de sus fidelidades? ¿Es posible no tener que colonizar al otro ni tener que someterse a la manipulación y los intereses de los connoisseurs? Y ¿está a nuestro alcance no tener que identificarse con nada en especial? ¿Sería factible aún la producción de un arte rigurosamente independiente, lúcido y complejo? ¿Podremos dejar de considerar el “conmigo o contra mí”, esas maneras estúpidas, groseras y extremas, como algo inscrito indeleblemente en nuestra naturaleza, para lograr contrariar la aseveración de Borges respecto a la “simplicidad de los hombres”? ¿Seremos capaces de alimentar permanentemente la tensión fecunda entre arte y política y dejar de lado los extremos y los “caprichitos” de expertos en modas, e intentar encarar la máquina harto compleja que es el mundo?
Aun a riesgo del penúltimo fracaso, aventuremos alguna posibilidad. Apostemos por pensar durante un rato que aún queda algún atisbo de libertad de movimientos, que no todos los espacios ni ritmos han sido recorridos por el pensamiento ni por el arte, que todavía quedan muchos escenarios por visitar, muchos espacios sin explorar. ¿Somos aún capaces de pensar e imaginar esos espacios intermedios y transitables que casi nunca logran atisbar los que se dedican a seleccionar lo “excelente”? Además de tratar de evitar los riesgos de caer presa de la hiperespecialización del arte en lo político y de la banalización del bien, arriesguémonos a mantener la tensión entre arte y política con la misma naturalidad con que asumimos la tensión entre la vida y la muerte. Pero eso sí, que esa tensión no provenga de ningún ser “superior” que nos muestre el camino “virtuoso”. Además de mirarse en el espejo de las contradicciones propias (que ya supone una ardua tarea), los artistas deben saber cortar los hilos con los que los titiriteros pretenden manejarlos a ellos y a sus obras como marionetas que escenifiquen sus dramas y sus causas. Quizás sea posible generar una forma anómala, anómica, de utopía; mejor: una contra-utopía, una pragmática que pueda entrañar, aún, la tensión que mantenga alerta las relaciones entre arte y política y nos aleje tanto del sentido común como del exclusivo sentido del interés propio o ajeno.
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Me parece extraordinaria su publicación, y me parece muy interesante con respecto a la publicación que Usted conoce de Félix Duque: "Arte Público y espacio político".
Seguimos en contacto y enhorabuena compañero!
Dra. Mª Teresa Vida Sánchez