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Cuando decimos “nosotros”, ¿nos estamos refiriendo con ello a que nos consideramos una especie verdaderamente social, una suerte de comunidad de seres vivos en la que los individuos pueden arriesgarse a confiar unos en otros sin tener que sospechar continuamente del peligro que puede acarrearnos cada movimiento ajeno? ¿O es ingenuo, y puede resultar hasta cínico, hacerse esta pregunta a estas alturas?
El riesgo como fraude
La sociedad del riesgo fue un concepto desarrollado hace ya decenios por el difunto sociólogo alemán Ulrich Beck, y es fruto del estudio de la entrada progresiva y acumulativa de factores azarosos, aparentemente fortuitos o subrepticiamente intencionados, en nuestras trayectorias individuales y sociales. Él hablaba de que los éxitos del capitalismo nos habían traído consecuencias exitosas, aunque algunas se mostrasen como calamidades; no entraremos en esa absurda discusión a estas alturas. Pero sí importa la noción de riesgo. Cuando la estadística y el cálculo de probabilidades, la computación, dejó entrar el azar en nuestras vidas empezamos a pensar que podíamos manejarnos con ciertas incertidumbres. Así, esos riesgos amenazantes ―que antes nos sugerían la presencia del diabólico Caos como enemigo del Orden divino― comenzamos a asumirlos con progresiva naturalidad y a jugar audazmente con nuestras propias posibilidades, tan ilusionantes como aterradoras, tan prudentes como temerarias. Si convenimos que eso comenzó a atisbarse hace tiempo, casi en los años veinte del siglo xx, ¿qué diremos ahora, cuando los grandes datos y la inteligencia artificial parecen ya poder adivinar y querer dar cuenta de todo cuanto existe en el planeta, incluido todo aquello que antes caía del lado del azar ontológico, primordial y “puramente aleatorio”?
Las actitudes arriesgadas nos permitían soñar con aumentar nuestros beneficios físicos, económicos, espirituales, tecnológicos… Pero para algunos de nuestros congéneres, muchos, había que dotarse de “ayuditas” a la hora de enfrentar el riesgo. Es decir, manipular el juego, el azar. Por ejemplo: mediante la información privilegiada con la connivencia de amiguetes y cómplices en las apuestas de los mercados financieros o usando el dopaje en las competiciones deportivas o haciendo trampas mediante acosos psicológicos y sexuales en las relaciones y los ascensores laborales o utilizando disfraces sociales de todo tipo para deslumbrar en cualquier ambiente, etc. ¿En qué otra cosa consistía el American way of life sino en una gigantesca empresa arriesgada, y mayoritariamente fraudulenta, que podía hacer de ti tanto un homeless como el presidente de los Estados Unidos de América? Y todo ello ―según los embaucadores eslóganes― solo dependiendo de tu “esfuerzo” y tus “méritos”. Esta enorme estafa piramidal en la que consiste el capitalismo, se apoyaba en la consigna de que, independientemente de tu origen y condición socioeconómica, de tu raza o tu sexo, todo iba a ser mejor si, como colonos protagonistas del mejor western, emprendíamos aventuras a vida o muerte; es decir, si nos la jugábamos en cada paso que diésemos (escapando hacia sociedades opulentas desde un país desolado por la escasez de oportunidades o las hambrunas o montando una start up en un garaje para acaparar todo el dinero del mundo o haciéndonos profesionales del narcotráfico, por poner algunos ejemplos tremendamente desiguales respecto a las necesidades y la asunción de riesgos vitales).
El capitalismo se apoyaba en la consigna de que, independientemente de tu origen y condición socioeconómica, de tu raza o tu sexo, todo iba a ser mejor si [...] emprendíamos aventuras a vida o muerte.
Sabiendo cómo han sido y cómo son las cosas entre “nosotros” ―los autodenominados seres sociales― y a estas alturas de riesgos planetarios extremos (creo que no hace falta su enumeración), no parece razonable regresar a buscar soluciones en el pasado de las llamadas sociedades de la tradición: esas sociedades cuyos poderes soberanos domaban al resto de humanos mediante supercherías monárquico-religiosas y del terruño patrio, y que aún campa a sus anchas por numerosos territorios; no digamos en el Estado español…). También nos defraudarían bastante las respuestas de la sociedad moderna occidental (todo ese enorme listado de ventajas científicas y técnicas desarrolladas por la razón instrumental que jamás previó efectos colaterales tan desastrosos como los medioambientales o armamentísticos, los totalitarismos o la imposición patriarcal como único sujeto de la historia del varón, blanco, anglosajón y de clase media). Tampoco resulta muy convincente buscar salidas airosas en este presente ya vagamente postmoderno, ese que parece más estancado y enzarzado que nunca en luchas identitarias sin solución a la vista: los relativismos narcisistas, los microdiscursos intraducibles, el microgregarismo, el pandillerismo ideológico, etc.
Pandemia, democracia y trayectorias personales
Sin atender a esos tres modelos relativamente exitosos y malogrados en sus momentos históricos (tradición, modernidad y postmodernidad) podríamos ir a tres casos, actuales y concretos, que nos ponen frente al espejo de lo que somos en este instante. Tres muestras que nos revelan síntomas de torpezas o mezquindades profundamente arraigadas en nuestra especie y que sirven para preguntarnos sobre todo esto que nos han traído, junto a la noción de riesgo arriba apuntada, la desconfianza máxima y la sospecha absoluta. O si podemos llamarnos verdaderamente “sociedad” porque la confianza que depositamos en nuestros semejantes constituye el pegamento que impide que los intereses de unos pocos aplasten los derechos de muchos otros; algo que nos evitaría tener que pasar nuestro escaso y precioso lapso vital verificando la letra pequeña de promesas, contratos y anuncios, o escrutando la mirada siniestra y la sonrisa inquietante de quien tenemos enfrente proponiéndonos una empresa de cualquier tipo, o volviéndonos a cada instante para detectar a tiempo si algún sádico traidor pretende destrozarnos la existencia clavando un puñal en nuestra espalda después de habernos hecho creer en su hipnótica empatía.
El primer ejemplo, el más inmediato, es el riesgo de la pandemia de la COVID-19. Este caso nos ha traído la desconfianza en la responsabilidad individual y social frente al hecho infectocontagioso. Riesgo, desconfianza y sospecha que provienen no solo de que el azar genético haya jugado una tremenda mala pasada (esperemos que sea solo eso y que, por nuestro propio bien, no se trate de algo intencionado, como sugiere esa legión de conspiranoicos), sino que sea algo que probablemente tiene que ver también con que hay quienes no hacen bien su trabajo por falta de pericia o arrogancia, con que otros intentan aprovecharse de los más débiles atendiendo a sus propios intereses individuales de todo tipo (económicos, políticos, etc.) o con que la insolidaridad de unos pocos ególatras descerebrados prima sobre el esfuerzo por la salud colectiva en la que se está empleando a fondo la mayoría de nuestros vecinos, etc. El resultado está a la vista: riesgo extremo de muerte, ruina y desolación, desconfianza en individuos e instituciones y sospechas de mala intención y malas artes que probablemente nos acompañarán ya toda la vida. El deterioro está siendo máximo y su reversibilidad será muy difícil en todos los sentidos. No digamos si a todo le añadimos el desastre inconmensurable en la ya de por sí nefasta gestión del no menos inmediato cambio climático y las consecuencias de la crisis económica, pandémica y postpandémica. Y ahora con la vacuna al alcance, el tráfico, y, por tanto, de nuevo… la desconfianza, el riesgo, la sospecha… No hay manera de estar al día en artículos como este que cesan parte de su actualidad en cuestión de segundos.
Filosofía
El secuestro de la Complejidad y el Gran Relato Progresista
En segundo lugar, valga el ejemplo del riesgo extremo en que se encuentran de nuevo nuestros sistemas democráticos y la consecuente desconfianza que observamos en los poderes instituidos. Podríamos fijarnos en la era Trump y sus secuaces o correligionarios distribuidos por el ancho mundo; constatar las acciones de esa bestia sin control, especie de encarnación de la mentira en su estado más puro, agresivo y espectacular y decidido a no dejar pasar su turno incluso declarando una guerra a última hora de su mandato. Y entonces nos atenaza el miedo, cuando llegamos a preguntarnos si todo lo que nos rodea funciona del mismo modo o se encuentra ya en ese camino sin retorno. Es decir, si debemos desconfiar de instituciones manejadas por quienes afirman garantizar nuestros derechos cuando sabemos con certeza que el uno por ciento de la población acumula la mayor parte de los recursos del planeta mientras se diezman de manera genocida poblaciones enteras en guerras y hambrunas, o mientras se secuestran las vidas de millones de personas en campos de refugiados o se desahucia o arrebata lo mínimo para vivir a los más pobres del planeta. Riesgo de que la vieja democracia ―hace tiempo observadora impertérrita de las injusticias más flagrantes― no sea más que una usurpación de la voluntad de las mayorías, y no en el sentido de las actitudes psicopáticas de personajes como los Trump de turno, sino en un sentido profundo del asunto: cínico e inveterado, de sonrisa y palmadita condescendiente en la espalda que dice que hay que confiar en la fortaleza y la justicia del Sistema. Desconfianza, pues, en los valores que creíamos que nos regían y la sospecha de que el futuro está en las manos “democráticas” de unos desalmados que acabarán con toda posibilidad de salvación porque jamás cederán por las buenas ni un solo dígito de unos beneficios conseguidos con el sudor, la sangre, el esfuerzo y las lágrimas del resto de sus congéneres: anteriores, presentes y futuros.
Por último, pero quizás origen de los otros dos anteriores, el riesgo que cada uno de nosotros asume cuando ambiciona lo que otros nos “sugieren” que debemos conseguir. Y lo hacemos sin preguntarnos siquiera si esas conquistas tienen algo que ver con nuestras verdaderas necesidades o son fruto de complejos personales psico-sociológicos injustificados o de miserables vanidades y narcisismos alimentados por intereses de toda calaña. En este punto, repasemos también la desconfianza en las maneras más tramposas de conseguir nuestros propios objetivos personales, los atajos en forma de nepotismos, intercambio de favores de todo tipo, amiguismos, pequeñas corruptelas y corrupciones mayores, fraudes colosales o simples “alteraciones” o “errores” en nuestros currículums profesionales, etc. Esas miserias que uno rápidamente quiere olvidar pasando página una vez logrado el objetivo que se había propuesto, una vez alcanzada la meta volante que preparaba el acceso al siguiente tramo de la escalada socioeconómica. Y la sospecha de que todos exhibimos la misma condición mezquina que nos hace vendernos por un puñado de dólares, por una medalla en el pecho o por el más mínimo contacto con la varita mágica del poder y la celebridad. De todo esto tampoco escapa quien se siente a salvo de ser un grosero impostor porque su formación de elite le defiende de semejante ordinariez; toda esa ralea de intelectuales orgánicos que asume consignas con tal de recibir a cambio las correspondientes migajas simbólicas y/o económicas. Esto que con tanta grandilocuencia solemos llamar relaciones sociales y que nos amiga y nos enlaza, mucho más a menudo de lo que queremos reconocer, también suele someter nuestra integridad hasta hacernos chapotear en las cloacas más pestilentes de nuestras sociedades. Y son esas mismas virtudes y necedades las que con tanta fluidez se muestran de manera inquieta y atrevida en las redes sociales y profesionales: a pesar de los espejismos, o encubierta por sus fulgores, la esclavitud que pensábamos abolida toma otra cara, más amable y seductora, y está más presente ahora que nunca sometida por la omnipresente economía de la atención.
A diferencia de la más repugnante astucia ―la que quiere tomar por imbéciles a los inocentes y a los más débiles―, la verdadera inteligencia ni puede ni quiere ser truculenta, el autoengaño no va con ella, y esto la debilita enormemente.
La (des)confianza en la especie
Podemos hacernos ilusiones, incluso llegar a pensar que nada de esto es así (ni lo del COVID es tan inmanejable, se trataría solo cuestión de maquillar números y competir ferozmente por las vacunas y la eficiencia; ni el peligro que corren las ya minadas democracias debe asustarnos, sería solo cuestión de hallar el mínimo común de supervivencia y tirar adelante; también nos bastaría con “dejar de pensar” que los individuos somos tan miserables como para estar dispuestos a aplastar al que creemos que nos estorba). Podemos continuar siendo optimistas, voluntariosamente animados, y pensar que las visiones sombrías de las cosas que nos pasan son en realidad versiones que solo pretenden ocultar los brillos del mundo real y festivo que nos acoge. Pero es difícil.
Las amenazas que nosotros mismos hemos generado son desmesuradas, y la especie está más fatigada y aturdida que nunca para hacerles frente. El cansancio es considerable porque el riesgo ha devenido extremo en varios órdenes, la desconfianza en unos y otros no nos permite ya crear ―ni siquiera soñar con hacerlo― sociedades solidarias o mínimamente inteligentes que den respuesta a los retos comunes. El riesgo del fracaso absoluto está muy cerca. A diferencia de la más repugnante astucia ―la que quiere tomar por imbéciles a los inocentes y a los más débiles―, la verdadera inteligencia ni puede ni quiere ser truculenta, el autoengaño no va con ella, y esto la debilita enormemente.
Si no forjamos una nueva filosofía del derecho, si no miramos hacia delante, si solo nos basamos en conceptos legales obsoletos que perpetúan el statu quo o se demuestran débiles e insuficientes para defender los derechos y la igualdad de oportunidades y de resultados, no tendremos nada que hacer. Desgraciadamente, me temo que vamos a tener que desconfiar mucho de las intenciones de nuestros semejantes ―sobre todo de aquellos que detentan el más mínimo poder― para algún día volver a confiar en nuestras propias posibilidades como especie, si es que logramos que sobreviva.
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¿Cómo? ¿Volvemos a las sociedades de la tradición? Qué papel le gustaría jugar: rey, vasallo, feudal, siervo, esclavo, conquistador, césar, cardenal, inquisidor... Digo más abajo que los tres modelos son virtuosos y malogrados ¿no lee bien? Pero si a usted le intetesa especialmente el modelo de las sociedades de la tradición, pues usted mismo. Aunque ninguno ha resultado perfecto igual usted apuesta por de dejar de pensar y volver al pasado a jugar alguno de esos roles...
...Esto de "la desconfianza en la especie" tiene sustancia. Y es curioso cómo se está realizando: a veces leo "animales no-humanos" y "animales humanos", o abiertamente se enfrenta la lucha contra el hambre (en animales humanos) con la ganadería extensiva y la exigencia de tratar a los animales (no-humanos) como a sujetos de derecho. Por ejemplo. Pero hay otros síntomas.
Ojo, porque es una forma imaginativa e inesperada de socavar los ideales humanistas.
"...las llamadas sociedades de la tradición: esas sociedades cuyos poderes soberanos domaban al resto de humanos mediante supercherías monárquico-religiosas y del terruño patrio..."
Me parece una temeridad y una posible demostración de ignorancia juzgar mediante esa frase lapidaria lo que fueron las numerosas sociedades que existieron (y aún existen) antes, en paralelo y en"...las llamadas sociedades de la tradición: esas sociedades cuyos poderes soberanos domaban al resto de humanos mediante supercherías monárquico-religiosas y del terruño patrio..."
Me parece una temeridad y una posible demostración de ignorancia juzgar mediante esa frase lapidaria lo que fueron las numerosas sociedades que existieron (y aún existen) antes, en paralelo y en otros lados distintos al capitalismo y/o a la sociedad occidental. otros lados distintos al capitalismo y/o a la sociedad occidental.