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Elecciones
Nos han robado nuestro futuro
No, no me refiero a memeces como “somos la generación más preparada de la historia” –“la más vanidosa de la historia”, parece querer decir–. Hablo, por el contrario, del futuro como escenario de un estadio superior de civilización que, por contraposición a la barbarie presente, estaría marcado por la solidaridad y la fraternidad universales; una época de plenitud para la humanidad donde no existirían Estados, fronteras ni ejércitos. Se trata del horizonte que fue dibujando la Asociación Internacional de Trabajadores durante su corta pero trascendental historia (1864-1876).
El impacto de la Internacional en aquel lejano siglo XIX debe ser valorado en un plano emocional: permitió que una utopía laica disputara a las tradicionales promesas religiosas de salvación el lugar que ocupaban entre los anhelos de los miembros de las clases más bajas. Para entenderlo, hay que acudir a los testimonios contemporáneos, como Anselmo Lorenzo. A lo largo de sus páginas palpita el candor, llamadlo ingenuidad si queréis, en el Progreso como una fuerza de la historia desatada que habría de arramblar con los prejuicios y falsos privilegios, para alumbrar así una sociedad donde nadie dominara a nadie. Nada que ver, por tanto, con los vendehumos al estilo de Steve Pinker.
No solo no tenemos ningún papel en nuestro futuro, sino que nos sentimos forzados a mirar al corto plazo. Hoy se trata de un gallo fascista que exhibe pecho fanfarroneándose de una fuerza en verdad volátil. Mañana puede ser cualquier otra cosa.
¿Por qué exhumar esta esperanza? El futuro y el pasado no existen para nuestros ojos; tan solo un presente extendido cuyas preocupaciones se ciñen exclusivamente a lo momentáneo. De ahí que el “qué hay de lo mío” sea el motto de estos tiempos habitados por generaciones tan preparadas, tan conscientes de su valía y tan preocupadas por su recompensa –no es una crítica a alguien o algo en concreto, sino una denuncia de los señuelos con los que el capitalismo pretende hacernos creer que nuestras élites se justifican por el mérito–. La fe en un mañana mejor ha sido disuelta por una solución de cinismo y frivolidad.
Estamos viviendo una crisis trascendental en la historia humana. Nunca hasta ahora se habían dado unos niveles tales de deterioro medioambiental y de desigualdad –no es casual que ambos indicadores aparezcan juntos–, acompañados de unas innovaciones tecnológicas cuyo principal riesgo reside en que nos vienen impuestas por lógicas empresariales y especulativas. No solo no tenemos ningún papel en nuestro futuro, sino que nos sentimos forzados a mirar al corto plazo. Hoy se trata de un gallo fascista que exhibe pecho fanfarroneándose de una fuerza en verdad volátil. Mañana puede ser cualquier otra cosa.
Lorenzo y sus compañeros de la Internacional imaginaron una sociedad donde las diferencias entre los seres humanos serían integradas en una identidad común: todos ellos serían productores, ejerciendo el trabajo como distintivo diferenciador con respecto a otras especies.
En la actualidad hemos avanzado bastante, derribando varios de los prejuicios que atenazaban al siglo XIX, pero la meta que vislumbraron sigue siendo imbatida. Soñar siempre es gratis pero, en cualquier caso, antes que esperar a que vuelva a encenderse la indignación dentro de otros cuatro años, mejor irse preparando organizándose.