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En saco roto (textos de ficción)
Bucarest
Nevaba en Bucarest y los perros sin dueño se movían en pequeños grupos por el centro de la ciudad. Marchaban en fila, sin prisa.
Acababa de comenzar la segunda década del siglo XXI. En la capital de Rumanía convivían edificios grises de viviendas, cables enmarañados que sobrevolaban las calles y pantallas iluminadas con anuncios de casinos y productos financieros. La belleza se intuía en las afueras, en las veredas con árboles.
Blanca aterrizó un lunes de enero en el aeropuerto internacional de Otopeni —al norte de Bucarest—, cogió un taxi y se dejó llevar hasta el hotel de una cadena francesa que estaba situado frente al edificio en el que tendría lugar el encuentro: el Palacio del Pueblo. Antes de acostarse, leyó en su móvil algunos párrafos sobre aquel palacio. Casi todos coincidían en señalar que era el edificio civil más grande del mundo y que su autor intelectual había sido Ceaucescu, el dictador rumano fusilado junto con su esposa en las Navidades de 1989.
Al amanecer del martes, Blanca fotografió el palacio: erguido sobre un promontorio y hundido bajo la nieve. Luego, se dirigió hasta la entrada de la fachada principal y saludó a algunos de sus homólogos de otros países. Intercambiaron frases sobre la nieve, el frío, la presencia imponente del edificio y la apretada agenda del día. Ella manejaba con soltura la jerga de buenas palabras que nutría este tipo de saludos, así que quedó bien y ocupó su lugar en la fotografía de grupo. A continuación, la comitiva se dirigió hasta la sala de conferencias. Para ello tuvieron que atravesar salones inmensos con suelos de madera y lámparas recargadas de luces y cristales. El anfitrión, que oficiaba también de guía, hizo algunos comentarios sobre el coste de aquellos interiores y sobre los presupuestos nacionales esquilmados durante años para la construcción. El nombre de Ceaucescu asomaba de vez en cuando entre los comentarios en voz baja del grupo. Y en la mente de Blanca surgió la imagen de aquel fusilamiento invernal entrevisto en un telediario. “No mires”, le habían dicho sus padres. Pero ella había mirado y había visto los ojos de Ceaucescu cuando escuchaba su sentencia de muerte y había visto los dos cuerpos ensangrentados, inertes.
El encuentro transcurrió sin sobresaltos. Cada cual pronunció su conferencia. Todos fingieron escuchar con interés. En las preguntas de los debates quedó claro que el grupo valoraba los esfuerzos del anfitrión rumano y celebraba la voluntad de las entidades locales para integrarse en la senda del crecimiento. Estas palabras —“senda del crecimiento”— las pronunció Blanca un poco avergonzada, pero le parecieron las más inocuas para dibujar el horizonte común de aquel grupo que se reunía cada tres meses en una capital europea.
Llegado el momento de la comida, Blanca tuvo un instante de zozobra. Sus colegas habían ido ocupando los asientos y no quedaban demasiadas sillas libres. Intuyó que en la mesa del anfitrión le tocaría seguir con su discurso del crecimiento. La descartó. La mesa donde abundaban los representantes de los países del Este sería, casi con toda seguridad, el epicentro de una esforzada conversación sobre la necesidad de gestionar adecuadamente el flujo de fondos comunitarios. La descartó también. Quedaban algunos huecos en las mesas ocupadas por los colegas más jóvenes, que estarían deseosos de intercambiar diálogos productivos y sugerir futuras reuniones e incluso proyectos de cooperación. No le costó descartarlas. Solo quedaba, al fondo a la izquierda, una mesa de grandes dimensiones con ocupantes que no habían tenido ningún problema en dejar huecos libres entre ellos. Parecían dispuestos a comer sin excesivas preocupaciones. Blanca dudó, pero al final se dejó llevar por el deseo de descansar un rato. Así que se dirigió a aquella mesa y tomó asiento con un breve saludo. Reconoció entonces a Mario Milo, el colega siciliano que intervenía poco y fumaba mucho. Milo sonrió y dijo en un español lento y algo cantarín: “Bienvenida a la mesa de los que no tienen nada que decirse”. Blanca sonrió y dio las gracias. Los comensales de aquella mesa comieron y conversaron —sin forzar nunca la conversación—. También permanecieron algunos ratos en silencio. Y, al término de aquella comida en el Palacio del Pueblo, quedó fundado, sin pretenderlo, el Grupo de Bucarest. A partir de entonces, sus miembros se buscaron para comer con calma cada vez que hubo un encuentro.