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Fútbol a este lado
Poesía de guardia
Han llovido balones. Eso han dicho algunos poetas de guardia. ¿Y quién no vive de guardia hoy? Lo han verbalizado esos a los que les tocaba esa labor, la de que este mundo ramplón no abandone cierto encantamiento, en Ascoli Piceno. Allí, en la región de las Marcas, a los pies de los Apeninos en paisajes italianos que no has visto en stories, una grúa ha descolgado un montón de pelotas de fútbol del techo de una iglesia del siglo XI durante los trabajos de limpieza del templo.
El operario de la máquina, prosista en turno de mañana, bajaba cueros y plásticos más desinflados que los ojos de los rapsodas que escuchaban una de las siete trompetas del apocalipsis cuando aquellas masas relativamente esféricas golpeaban el suelo. “¡Es la prueba de que todo está perdido!”, decían sus dedos antes que sus bocas. “Los balones de la libertad”, tituló uno en su cabeza. Negaban a la vez que sonreían. El fin del mundo les daba la razón y eso parecía compensarles. “¿De cuándo debe de ser el último? Ya los niños no juegan en la calle”, se arrancó otro que nadie supo si era más triste o más tímido.
Todos sabemos que habla bien de un dirigente que allí donde este mande, el juego suavice la vida de sus subalternos
El alcalde les tachó medio poema. Alguno ya andaba rimando aquellos balones varados en Ascoli con el Cristo que paró en Eboli. Había a sus pies, a la puerta de la iglesia, balones de los años 70, es cierto. De cuando tenían nombre: Tango, Super Santos, Azteca, Etrusco, Questra. Pero también otros actuales, ha dicho el alcalde, “aquí se siguen echando partidos”. Todos sabemos que habla bien de un dirigente que allí donde este mande, el juego suavice la vida de sus subalternos. Como Italia es un país que a la casualidad le llama caso, muchos presentes pudieron acordarse de la expresión jugar alla viva il parroco, que es como se dice la manera en que tenían lugar aquellos partidos. Un todos con-y-contra todos, sin límite de edades, tamaños y jugadores corriendo tras el balón. Con los tejados, jardines vallados y balcones de alrededor, triángulos de las Bermudas, mirando golosos la pelota.
Un tiro metiendo el empeine demasiado bajo. Un rebote o despeje malasombra y todos los ojos seguían la trayectoria de aquel particular transbordador Challenger redondo mientras rezaban al dios de guardia que no fuera la última vez que lo verían. Algunos jugadores maldicen sin saberlo que hasta en el bolero “Bésame mucho” el protagonista ha sabido saborear la miel antes del fin. Cuando el balón se cuela en sitio problemático, puede que algunos no hayan ni rascado bola aún. Es difícil hacer una chilena entre palomas y ancianos. Además, cuidado si pasa la policía: son lo contrario a los poetas y a veces les gusta sancionar la belleza. Cuando el balón se cuela, decimos, casi ningún pequeño futbolista ha marcado el golazo con el que fantaseaba. Sentado en el respaldo de un banco cercano, el diablo de El maestro y Margarita sigue la jugada y les grita el “te lo dije” más aterrador de la existencia humana: ¡lo malo no es la mortalidad, sino encontrarla de repente! Remolino junto a la valla, mirada hacia las tejas, retinas clavadas en los barrotes de un balcón. Allí, aunque no se vea, está el balón, en lugares tan desconocidos que los niños han hecho, para reducir incertidumbre, lo mismo que los adultos con la vida en general para hacerla más amable. Narrarlos mucho.
A balón secuestrado comenzaba el festival de la palabra. Los primeros participantes eran habitualmente los implicados directos, el dueño de la bola y el último en tocarla. La ley de la botella, el que la tira va a por ella. La del vaso, el que la tira no hace caso. Este último recibe la presión del grupo que quiere seguir jugando. Se le puede increpar como listo, tienes que ir tú pero no cosas peores para no enfadarlo.
Popularmente, la lengua suele estar al servicio de la supervivencia, recuérdenlo cuando se pregunten por qué una cajera habla menos que un filósofo pudiendo decir mucho más
Popularmente, la lengua suele estar al servicio de la supervivencia, recuérdenlo cuando se pregunten por qué una cajera habla menos que un filósofo pudiendo decir mucho más. Se agolpaban entonces los mitos del barrio. Ventanas con cristales de azúcar que se rompían con la volea más fofa. Personajes que acechaban, sin salir de casa, deseando que llegase un balón a sus dominios para cobrarse un peaje horribles. Solterones y cojas, camisetas imperio y viudas, dobles paredes y, ahí, un hueco atroz donde solo cabes así, a trozos. Tus padres buscándote toda la vida, llorando en las televisiones por culpa de la lamentable puntería del crío. Si te encontraban, la cosa sería peor durante el entierro. “Un delantero infame, señora”, diría algún presente como pésame. Nadie quiere eso, pero tampoco ser el Hansel o la Gretel del barrio.
Al final, el temible sacamantecas y la sajadora vocacional solían devolver el balón sin que mediase nuestro allanamiento de su morada. No puede decirse que fueran amables. No tenían por qué serlo, cansados de nuestros ruidos y golpes que quizá, y esto solo lo piensas años después, se clavaban en existencias solitarias, desdichadas, pero solo cultivadoras de un propio tormento y nunca exportadoras de este. Creyendo la leyenda, solo estábamos honrando una tradición futbolística. Se lo contó el exfutbolista John Robertson, a quien mucha gente aseguraba haber visto fumando un cigarro antes de sacar un córner, con estas palabras al escritor Galder Reguera: “Que haya más de un testigo no implica que algo sea verdad”. Otro, Stanley Matthews, sí alimentó el mito no comprobado de que se había peinado durante un partido y llegó a exhibir un peine como prueba a la que sus propios compañeros daban poca credibilidad. En El hombre que mató a Liberty Valance se lo dicen muy clarito a James Stewart: “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda”.
Somos muchos quienes nos hemos preguntado si esta afición, especialmente en tiempos terribles y estos lo son, es una traición a la realidad
Releo, cinco años después y con doble alegría, Hijos del fútbol de Reguera. El libro, uno de los más bellos y honestos que se han escrito pivotando sobre este juego para hablar de la vida, ha sido convenientemente reeditado por Seix Barral. Somos muchos quienes, como él, nos hemos preguntado si esta afición, especialmente en tiempos terribles y estos lo son, es una traición a la realidad. Lo que es peor, si lo es al sufrimiento de nuestros seres semejantes, cercanos, queridos.
Sospechamos que si resucitásemos y volviéramos a la Tierra por un día, una de las cosas que haríamos es averiguar cómo va nuestro equipo. Contrariando a lo que tienden a pensar algunos de sus críticos, no es algo de lo que los aficionados suelan enorgullecerse. Pero qué le vamos a hacer si ese refugio temporal funciona. Nadie reza a un dios que le deja en visto.
Ese dios, tampoco nos engañemos a este lado, no es únicamente el balón. Está unido a recuerdos de infancia, tiempo al que se le ha cantado tanto que a veces se olvida una de sus menos bucólicas definiciones. Cuando el reloj tiene que ver con digestiones para bañarte, mucho más con esperar que con producir. Más con el ansia de sentir el acelerador en la planta que con la de hundir todo tu peso en el freno. Cuando el capital, indetectable luego en radiografías, no ha empezado aún a conquistarte por dentro. La perfección es ser niño en verano de Mundial, escribe Reguera. Vemos ya jugar a nietos de futbolistas con los que crecimos, como el de Ian Wright. Se quejan algunos de que los niños ya no juegan al aire libre pero cabe preguntarse si esos lamentos proceden de adultos que han abrazado —por voluntad o inercia, tanto da— las leyes del mercado, la meritocracia y el urbanismo antipersona, siempre en pugna con la diversión. ¿Puede un poeta obviar las duras y estar solo a maduras? Que lo piense quien le eche la culpa a los teléfonos mientras le rellena agendas de ministro a su hijo.
El balón besa o perfora la red. Pobre del que entre en la portería sin más, porque corre el riesgo, como le pasa a lo que en esta vida se da por hecho, de quedarse sin nadie que le cante
Ah, interesados poetas ascuasardinistas, rentistas de la belleza ajenos al doble check de tareas cotidianas. Olvidan que un exitoso chut de trueno comenzó con una recuperación del lateral. No les van las medias tintas. El balón besa o perfora la red. Pobre del que entre en la portería sin más, porque corre el riesgo, como le pasa a lo que en esta vida se da por hecho, de quedarse sin nadie que le cante. El tiempo ya no corre, está fugado, en busca y captura. El meme del Capitán Haddock está mal. No es que todavía sea miércoles, es que cómo es posible que ya sea miércoles. Ser niño en verano de Mundial. Este verano debía ser uno en el que al menos se cumplan la segunda y tercera parte de esa ecuación. Nos quedamos solo con una. Toca Mundial y por primera vez será en invierno. La tentación del aficionado es recluirse en Villa Diodati con Lord Byron y Mary Shelley a aliviar con leyendas de fantasmas las cosechas arruinadas. Deseando que, en algún paseo por el lago cercano a la finca, encontrásemos un balón ahí, flotando extraviado. Recordaríamos entonces que siempre hay un poeta de guardia y recitaríamos las palabras de Kirmen Uribe. “Si estaba lejos se le echaban piedrecitas para que se acercara a la orilla. Las piedras creaban ondas, pequeñas olas que se hacían cada vez mayores”.