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El pasado lunes 3 de julio una mujer murió apuñalada mientras trabajaba en una tienda en la madrileña plaza de Tirso de Molina. Durante las horas posteriores, medios y cuentas de redes de derecha se ejercitaron con tesón en la maniobra de señalar que el homicida era extranjero, magrebí fue el gentilicio más repetido. Son estas cuentas y medios los que como aves de rapiña aparecen tras cada muerte, violación, o crimen de cualquier tipo, no para mostrar empatía a las víctimas sino para señalar culpables que confirmen sus tesis: todo lo malo, lo que debe preocuparte, el enemigo, viene de afuera, en concreto se manifiesta en forma de hombres oscuros (árabes, negros, latinos), a los que hay que expulsar de una sociedad que sin ellos sería idílica.
Cuando esto pasa, muchas personas antirracistas, bienpensantes, progresistas, nos comemos las uñas esperando que, por favor, la persona que mata, o agrede sexualmente o roba no sea migrante o no blanca, que sea una persona española, o al menos europea y así poder desmontar el relato de la derecha, señalar sus vergüenzas, denunciar sus bulos, y también restregárselo en la cara. El del pasado lunes fue uno de esos momentos, en un contexto donde las hordas ultras patrias estaban incendiadas, con el trasfondo de una Francia revuelta por las consecuencias de décadas de segregación e impunidad policial, de racismo y colonialismo, en el que hurgaban sin descanso para mostrar las pruebas empíricas e irrefutables de lo que pasará en estos pagos si no cerramos (más?) las fronteras y paramos la “invasión”.
La noticia de que el homicida de Concha, la trabajadora asesinada en Lavapiés, era español supuso entonces un suspiro de alivio colectivo, como si la muerte fuera un poco menos trágica porque no alimentaría la narrativa racista, como si a la narrativa racista le importase un carajo que el autor del crimen fuera esta vez español, como si nos jugásemos el debate antirracista cada vez que una persona no blanca comete un crimen, como si cometer crímenes no fuera algo que (desgraciadamente) es prerrogativa de todo ser humano.
El recurso a fake news es solo una más de las múltiples herramientas del fascismo, pero no la más peligrosa, más terrible es la desinformación que le subyace y alimenta, una desinformación que ya ha conquistado el sentido común
En ese marco, me pregunté, —como me pregunto cada vez que lo importante de una violación grupal parece ser si los autores son autóctonos o no, cada vez que parece que la eventualidad de una denuncia falsa implicaría el fin del feminismo, o que una persona homosexual dé un testimonio falso ponga en jaque toda la lucha lgtbi— si de alguna manera hemos caído en los marcos de la extrema derecha, si no es agotador jugarse cada vez todo el relato, si no habría que prenderle fuego al relato como la chavalada de la banlieue prende fuego a los autos y poner la energía y la atención en otra cosa.
Los disturbios en Francia han sido una gran oportunidad para ver al desnudo la radicalidad de la narrativa del fascismo, su desprecio absoluto al otro, su predisposición ya no a apoyar políticas que matan, ya no a jalear a miembros de las fuerzas de seguridad que matan, sino a corporizar en sí el daño, a confrontar física y violentamente en la calle a quienes consideran enemigo. En esa ofensiva que se sirve de apelar a miedos, masculinidades tóxicas y pánicos morales, el recurso a fake news es solo una más de las múltiples herramientas a su servicio, pero no la más peligrosa, más terrible es la desinformación que le subyace y alimenta, una desinformación que ya ha conquistado el sentido común, que satura y contamina los imaginarios y que es condición necesaria para la victoria de los fascismos.
Y sí, la desinformación tiene que ver con las noticias, también aquellas “objetivas” y “respetables”, donde se pone el foco en el suceso y no en el contexto, en la violencia puntual y no en las violencias cotidianas, donde son los síntomas los que se conjugan en los titulares y no las problemáticas profundas que los provocan, donde los actos de las personas se desligan de sus condiciones materiales, de las desigualdades estructurales, de los sufrimientos, desgarros e imposibilidades que atraviesan nuestras acciones.
Pero la desinformación también es una elección contra la historia que nada quiere saber de la génesis de los fuegos que hoy se prenden, de cómo es en el transcurrir de los siglos que unas personas han sido puestas en un lugar de este presente y otras en otro lugar mucho peor, de cómo las memorias de quienes se quedaron en el camino conforman las rabias, dolores, y violencias actuales.
Y la desinformación también es negar el presente para no tener que abordarlo, renunciar a la pedagogía cuando por ejemplo en un barrio como Lavapiés hay gente que percibe como problemática la presencia de algunos hombres sin recursos, despojados de todo proyecto de futuro por el racismo institucional, desapegados de la ciudad que habitan y que solo les ve como un problema, arrojados a los consumos, perdidos en enfrentamientos contra hombres como ellos que se ven en la misma situación, alienados en una guerra contra sí mismos. Percepciones extendidas que dan credibilidad a las fake news, que dicen, claro, iba a pasar antes o después, que se basan en lo que ven, que no es lo mismo que la realidad, pues en esas calles de Lavapiés no se conocen homicidios cometidos por personas migrantes, sí se recuerda la muerte de Mame Mbaye, quien perdió la vida cuando huía desesperado de la policía que le perseguía por el crimen de intentar ganarse la vida.
Cada día que pasa, la policía para a chicos en tu barrio solo por no ser blancos, y las redes se nos inundan de trending topics abiertamente racistas, los fascistas se hacen fuertes en las instituciones, y las fronteras son escenario de un genocidio cotidiano
Pero podría pasar, claro, que un día el asesino se llamara Mohamed, que fuera uno de los jóvenes cuyo único trato con la institución es el acecho constante de la policía, ser uno de los expulsados de un continente saqueado al que Europa no reserva más que miseria y desprecio. Podría ser Mohamed, como hay Manolos que un día asesinan a su mujer, o Jean Pauls que participan en violaciones colectivas, o Marías que matan a su hijo. Lo importante no son los nombres, son las estructuras de desigualdad y sufrimiento, es la socialización de cada cual, son las circunstancias concretas de cada persona. Es complejo, pero es necesario atender a la complejidad de las cosas para que algo pueda transformarse, para evitar los abismos simplísimos que la ultraderecha propone. Dicen que el fascismo ofrece explicaciones simples a problemas complejos. Es urgente reivindicar la complejidad como un compromiso político.
Esperar que la violencia no genere violencia, y que la exclusión constante en la que se atrapa a algunas existencias no redunde en la desconexión o falta de empatía hacia quienes ni siquiera te miran a la cara es demasiado simple, pensar que cada vez que una persona migrante o racializada comete un crimen toca defender a todas las personas no blancas o migrantes, es caer en la tomadura de pelo del fascismo, quizás tal y como están las cosas no nos quede otro remedio que saltar a esa trampa y defender posiciones, pero al menos seamos conscientes de ello.
Cada día que pasa, la policía para a chicos en tu barrio solo por no ser blancos, y las redes se nos inundan de trending topics abiertamente racistas, los fascistas se hacen fuertes en las instituciones, las fronteras son escenario de un genocidio cotidiano que cada vez se esfuerzan menos en ocultar o justificar. Ese es el mundo en el que vivimos, aunque los programas electorales no parezcan querer reflejarlo, y los debates y telediarios hablen de otras cosas excepto cuando hay fuego.
Claro que ese fuego muestra algo, como llevan cacareando los ultraderechistas con sus fake news y sus discursos de odio todo este tiempo, pero no es lo que ellos dicen. Lo que muestra el fuego es que el desprecio hacia el otro no sale gratis, no se puede humillar a pueblos enteros sin pagar un precio, mientras que los grandes delincuentes, los grandes violentos, quienes hacen de azuzar la violencia su política y su negocio, quienes se lucran con armas e industrias de fronteras, o quienes roban a mansalva a los países del sur, sigan impunes. Si la elección es por una sociedad desigual, por un mundo desigual, donde cada vez son más los despojados, no habrá paz para nadie. Porque no hay paz sin justicia.
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Así es el relato facha, que cala poco a poco. Así lo triste es que ya se da por descontado que el nombre de la víctima será de mujer, independiente de su nacionalidad, etnia, credo o profesión.
Conviene cantarles sin parar a los negacionistas aquella canción de Las Tesis, "el violador eres tú".