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Opinión
Un confesionario para este siglo
Hace meses que no paso por la peluquería. Todas las semanas me recuerdo a mí misma que tengo que pedir cita para cortarme el pelo, retocarme el color… hacer algo que me haga verme diferente pero reconocible a ojos del resto y de los míos propios. Desde que tengo un trabajo me asusta arriesgarme en mis decisiones estéticas por si la gente deja de tomarme en serio, por si los ayuntamientos ya no quieren contarme sus proyectos o algún testigo de un accidente ya no se fía de mí por mis pintas. Hace dos años que he aprendido a camuflarme, a ser un camaleón en lo profesional y un pavo real que despliega sus plumas los fines de semana. Pero ya noto la necesidad de volver a tocarme el pelo.
Hace dos años no salía de la peluquería. Me habían roto el corazón y no sabía qué sería de mi vida después de acabar una carrera que a día de hoy aún dudo de si me gustó o solo disfruté de la compañía de unas amigas que lo valen todo. Fuera de las ventanas de mi peluquería el mundo parecía desmoronarse, con la pandemia aún en las portadas de los periódicos y la distancia de seguridad en las colas del súper. Dentro, todo quedaba atrás después de que alguna señora me preguntara por mi madre, mis estudios o mi edad. Entonces me teñía el pelo de rojo para sentir que aún quedaba algo de mi belleza o más bien que todavía podía recuperar la que sentía que el desamor me había quitado. También quería vengarme, que el chico que me había dejado supiese de lo que estaba hecha. Esto nunca se lo conté a Susi ni a Patri, mis peluqueras desde que aprendí a hablar, pero de alguna manera lo sabían.
Siempre que me siento en esos sillones de cuero que giran siento que podría decir cualquier cosa, confesar lo que a mis ojos es un pecado enorme que para las trabajadoras y el resto de clientas será solo un tema más de conversación
Nunca he sido de las personas que hablan mientras las peinan, excepto cuando mi amiga Silvia lo hace, pero ahí es otro vínculo el que nos une. Sin embargo, siempre que me siento en esos sillones de cuero que giran siento que podría decir cualquier cosa, confesar lo que a mis ojos es un pecado enorme que para las trabajadoras y el resto de clientas será solo un tema más de conversación. Porque reconozcámoslo, en los centros de belleza cualquier mínima cosa se convierte en un tema sobre el que hablar durante horas.
El caso es que yo nunca he sido mucho de contar mi vida en la peluquería, porque un pudor parecido al que siento con mi familia me invade. Sin embargo, reconozco que me fascina escuchar hablar al resto de mujeres que encuentran entre los espejos, los tintes y las extensiones un espacio tan seguro que son capaces de hablar sobre su vida matrimonial, el trabajo que les dan sus hijos que no quieren marcharse de casa o los sueños que tenían cuando eran más jóvenes. La peluquería se convierte entonces en algo más que un lugar en el que ponerse guapas y las peluqueras en más que unas expertas en la belleza. Se convierte en una capilla en la que decir en voz alta las cosas que se callan el resto del tiempo.
Cuando apenas había cumplido los diez años me obligaron a confesarme porque si no no podía hacer la comunión. Arrodillarme frente a un hombre mayor y contarle cosas inventadas sobre lo mal que me portaba y que a veces no rezaba me hacía gracia y me perturbaba a partes iguales. ¿Qué le importaba a ese hombre lo que hiciera si ni siquiera sabía cómo me llamaba? Si ni siquiera conocía el olor de mi pelo ni las cosas que me preocupaban. Solo me confesé un par de veces. Mi fe la enfoqué hacia otras cosas como el talento, la bondad o la belleza.
Confesarse en lo cotidiano es liberarse de lo aburrida y fea que puede ser a veces la vida, una forma de sentirse profundamente acompañada hasta en el lugar más superficial del mundo
Dejé de ir a la iglesia, pero nunca a la peluquería. Es curioso cómo para las personas que hemos crecido en lugares pequeños, que nos hemos relacionado con los empollones y los canis a partes iguales en un aula de treinta alumnos, que hemos visto como nuestros padres siempre estaban trabajando… los lugares más populares son los más sagrados. La peluquería, el bar de siempre, el patio del colegio, el salón de uñas, el supermercado… las confesiones más personales y también las más cotidianas se dan siempre en los lugares más comunes.
A mí nunca me hizo falta el oro ni los cirios ni una caja de madera para contar que a veces me gana la ira o que se me olvida rezar por las noches. Pero sí necesito de las manos de mi peluquera para sentir que por un momento el mundo y sus cosas se han parado o de las cenas en el salón de mi amiga Ana para confesar que a mí sí gustaría casarme algún día o de los largos cafés en el bar del barrio para hacer repaso de nuestra vida amorosa y escuchar un tímido pero sincero ‘echo de menos a mi ex’ de alguno de nosotros. Confesarse en lo cotidiano es liberarse de lo aburrida y fea que puede ser a veces la vida. Una forma de sentirse profundamente acompañada hasta en el lugar más superficial del mundo.