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Los pánicos ante las amenazas renovadas y aparentemente novedosas a la libertad de expresión no son nada nuevo. Sin embargo, al igual que la ansiedad suscitada por el estado de la juventud, la última crisis de la libertad de expresión siempre se presenta como una crisis sin precedentes. Y como ocurre con otros pánicos morales, quienes hacen sonar la alarma a menudo resultan tener poco interés genuino en lo que afirman estar protegiendo. Durante las últimas semanas los opositores más vociferantes a la «cultura de la cancelación» han guardado un extraño silencio o algo peor sobre la supresión del derecho de expresarse en apoyo de los palestinos o de efectuar las correspondientes críticas al comportamiento de Israel. La «libertad de expresión» tiene una función política. Habitualmente se ejecutan elaboradas cabriolas, volteretas y piruetas para que la más sacrosanta de las libertades cumpla las órdenes de quienes la invocan.
Los resultados pueden ser desconcertantes. Se afirma que la censura no es la respuesta al discurso que no nos gusta: hay que combatir el discurso con más discurso. Pero el propio discurso crítico se considera habitualmente una forma de censura. El discurso racista está protegido; el discurso que critica el discurso racista es un intento de supresión. Mientras tanto, es permisible, incluso rutinario, afirmar que «la izquierda», las «feministas» o el «lobi trans» son intolerantes –los verdaderos racistas, sexistas y antisemitas– sin que salte la alarma de la libertad de expresión. En la práctica, ello significa que llamar intolerante a alguien es un delito contra la «libertad de expresión» cuando es cierto, pero no cuando no lo es.
En este discurso subyace una idea de puro sentido común sobre la libertad de expresión, que hunde sus raíces en la teoría liberal de acuerdo con la cual esta significa sencillamente que nadie te impide hablar (por ejemplo, mediante una ley que prohíba o penalice la expresión de determinadas opiniones). La restricción de la libertad de expresión, según la concepción liberal tradicional, sólo se justifica en raras y limitadas condiciones: cuando un determinado discurso supone un riesgo inmediato de daño grave y en situaciones particulares, como reuniones, en las que podemos impedir temporalmente que alguien hable para permitir que otra persona sea escuchada (el llamado «principio del presidente»). Por el contrario, la capacidad de expresarse no debe restringirse por su propensión a causar ofensa (distinguida con una nitidez un tanto artificial de la categoría de «daño»), por muy justificada o dolorosa que sea. Aunque pueden existir zonas grises, este modelo es atractivo, porque parece hacer de la libertad de expresión una situación «por defecto»: disfrutamos de ella hasta el momento en que alguien interfiere para impedirnos hablar.
Pero las cosas no son tan cristalinas como parecen. La concepción liberal arrastra hilos sueltos: si tiramos de alguno de ellos, el conjunto amenaza con deshacerse. Uno de estos hilos es el principio del presidente. El derecho a hablar sin ser interferido y convertido en imperceptible por el discurso de los demás sólo tiene sentido en contextos específicos en los que se tiene una expectativa legítima de hablar y ser escuchado: en una sala de debate, tal vez, pero no durante un concierto o un castillo de fuegos artificiales. Esto sugiere que el principio aparentemente prístino de la libertad de expresión es algo mucho más pragmático y convencional. También se halla implícito en el principio del presidente el reconocimiento de que la libertad de expresión es algo más que la libertad de hacer ruidos: los demás tienen que poder oírnos. La libertad de expresión es la libertad no sólo de pronunciar palabras, sino (tomando prestada la definición del filósofo J. L. Austin) de hacer cosas con esas palabras.
He aquí otro hilo suelto. Para poder hacer algo con nuestras palabras no sólo necesitamos que nos escuchen, sino también hacernos entender, al menos en el sentido mínimo del término. Y la forma en que somos entendidos puede verse afectada, entre otras cosas, por lo que la gente dice de nosotros (o de gente como nosotros). ¿Acaso el discurso sobre las mujeres, los inmigrantes o los solicitantes de prestaciones sociales, por no hablar de los anarquistas, de los marxistas e incluso de los «corbynistas» socialdemócratas, no hace esto continuamente de numerosas formas sutiles y no tan sutiles? Como ha afirmado Catharine MacKinnon, «el discurso actúa, los actos hablan», y una de las cosas que hace el discurso es afectar a lo que otros pueden hacer con su discurso. Lo que decimos y hacemos se combina constantemente para restringir y a la vez permitir el habla de los demás. Nuestra capacidad de «hablar» en el sentido que importa, es decir, no la mera producción de palabras, sino el logro de un acto de comunicación de mayor alcance, que es inherentemente social, depende siempre de las relaciones de poder.
Contemplada desde este punto de vista, la libertad de expresión no es la situación por defecto que prevalece a menos que se obstruya o suspenda. Contra este telón de fondo, podemos seguir discutiendo los méritos y deméritos de las diferentes formas de gestionar la capacidad de expresión, de la censura y la ley de difamación a los boicots o las políticas de privación del derecho de hablar a determinados grupos por el carácter nocivo de sus discursos. Pero la cuestión es que no existe un escenario coherente de libertad de expresión sin restricciones, entendida como ausencia de interferencias. Ello está tan en desacuerdo con la forma en que estamos acostumbrados a pensar sobre la libertad de expresión que a muchos les parecerá que simplemente no puede ser correcto, que debe ser una forma de hipérbole decir que el hecho de hablar puede restringir el hecho de hablar. Sin embargo, si el hecho de hablar es algo más que pronunciar palabras, en principio es posible hablar de la libertad de expresión infringida por intervenciones que limitan lo que nuestro acto de habla puede hacer. Caroline West lo explica claramente con un experimento mental: supongamos que un gobierno instalara un chip en el cerebro de sus ciudadanos que le permitiera desconectar su capacidad de comprender el lenguaje, cuando se expresaran determinadas opiniones (o cuando hablaran miembros de determinados grupos); no dudaríamos en calificar esta situación de restricción de la libertad de expresión, independientemente del hecho de que, en este escenario, los ciudadanos pudieran decir lo que quisieran e incluso, aunque en un sentido débil e inútil, ser «escuchados».
La distinción, central en la idea de libertad negativa, entre ser impedido y ser «simplemente» incapaz, se utiliza a menudo para mantener la apariencia de libertad en situaciones de impotencia
Sin embargo, podría argumentarse que el ejemplo de West sólo cuenta como un caso en el que se infringe la libertad de expresión, porque una entidad concreta (el gobierno) está bloqueando intencionadamente la comprensión o la «aceptación» (dicho en el léxico de Austin) del discurso. Pero cuando la agencia es difusa y acumulativa (como ocurre a menudo con el discurso sobre los inmigrantes, las mujeres o los corbynistas), de modo que no puede identificarse ninguna intervención o agente en particular como único responsable, no puede decirse razonablemente que la libertad de expresión de nadie se haya visto comprometida. Esto revela otro hilo que cuelga en la comprensión liberal de la libertad de expresión. La llamada concepción «negativa» de la libertad, distinguida por primera vez por Isaiah Berlin, identifica la libertad con la ausencia de restricciones externas. Aplicada a la expresión, esta concepción negativa sostiene que la expresión es libre siempre que no esté sujeta a restricción externa alguna, como por ejemplo una prohibición gubernamental, en contraposición a una restricción «interna», como por ejemplo la inarticulación. Hasta aquí, sentido común.
Pero la línea que separa el impedimento de la incapacidad no está tan clara en la práctica. Una persona demasiado «inarticulada» como para hacerse entender, por ejemplo, podría describirse alternativamente como alguien a quien se le ha impedido (por la política educativa, digamos) adquirir las habilidades que harían su discurso inteligible y eficaz o bien como alguien excluido por las normas hegemónicas de «corrección» lingüística. ¿Y por qué la interferencia externa tiene que adoptar la forma de un acto puntual de un agente claramente identificable? Si varias empresas contaminan un río durante un prolongado periodo de tiempo, no puede culparse a un único acto de la muerte de los peces (o de los habitantes de una ciudad situado en el curso bajo del río), pero ello no hace sostenible afirmar que simplemente «murieron» por causas naturales.
La distinción, central en la idea de libertad negativa, entre ser impedido y ser «simplemente» incapaz, se utiliza a menudo para mantener la apariencia de libertad en situaciones de impotencia: nadie te impide viajar, lástima que no te puedas pagar el billete; nadie te impide dormir en casa, lástima que no puedas pagar el alquiler. En el caso de la libertad de expresión, la pregunta es: ¿por qué preocuparse sólo de si nos «impiden» hablar en lugar de preguntarnos qué podemos hacer con una sociedad en la que, en gran parte gracias a la concentración de riqueza y al acceso a los medios de difusión de la opinión, algunas personas pueden hacer mucho con sus palabras mientras que otras pueden hacer muy poco?
La respuesta de la izquierda es más firme cuando pone de relieve la falta de sinceridad de ciertas pretensiones de silenciamiento, trabajando para ello con una concepción más robusta de la libertad de expresión
Quienes se inscriben en el campo de la derecha política, junto con la mayoría de los liberales, pretenden defender mayoritariamente la concepción estándar y estrechamente negativa de la libertad de expresión. No suelen tener relación alguna con el uso de megáfonos para expresar sus opiniones y no les preocupa la marginación de determinados grupos y perspectivas en los medios de comunicación, ni con consideran la idea de que el discurso de unos pueda «silenciar» el discurso de otros, todo lo cual consideran asuntos pretenciosos carentes de peso intelectual. Sin embargo, en la refriega de las guerras por la libertad de expresión la noción ortodoxa de libertad de expresión subyacente a estas respuestas es a menudo olvidada o descartada. Para la derecha, casi cualquier cosa –crítica, protesta, corrección factual– puede interpretarse como un ataque a la «libertad de expresión». De repente, parece que el discurso puede silenciar después de todo. Algo similar ocurre también en la izquierda. Mientras que la derecha opera con una concepción estrecha de la libertad de expresión, pero la abandona cuando le conviene para el combate ideológico, hay quienes en la izquierda desdeñan la concepción estrecha, pero luego la invocan en la batalla con la derecha. Ante las afirmaciones de la derecha de haber sido «silenciada» o «cancelada», la respuesta suele ser: vaya, así que te han cancelado el contrato de tu libro / te han insultado. En realidad, nadie te impide hablar...
Esto puede llamar la atención sobre el doble rasero de la derecha, pero la réplica corre el riesgo de caer en su propia incoherencia y refrendar el modelo dominante de libertad de expresión como ausencia de restricción y no como disfrute de poder efectivo. En esta interpretación alternativa de la libertad de expresión, por el contrario, señalar que en realidad no se ha impedido hablar a nadie cuando este ha sido «proscrito», «cancelado» o simplemente criticado, no puede ser el final de la historia. Si resulta que, debido a mis críticas a Israel, muchas instituciones y organizaciones no están dispuestas a contratarme, invitarme a hablar o publicar lo que escribo, entonces sería totalmente apropiado comprender todo ello como una amenaza a mi libertad de expresión y a la de los demás: yo no puedo, en este escenario, hablar libremente sobre ciertos temas sin someterme al riesgo inaceptable de sanciones inaceptables; y tampoco pueden hacerlo otros a quienes mi destino puede servir de ejemplo de los costes aparejados a la disidencia. Incluso si finalmente pudiera encontrar un trabajo o un editor, ello podría restaurar o no totalmente mi poder de hacer cosas con mis palabras y no significaría que este poder no hubiera sido dañado en primer lugar.
Del mismo modo, en esta concepción más exhaustiva de la libertad de expresión, entendida no sólo como la ausencia de restricciones externas, sino como la capacidad de intervenir eficazmente en el mundo con palabras, la idea de que ciertos tipos de discurso crítico puedan restringir la capacidad de sus destinatarios para comunicarse con éxito no es inherentemente confusa, errónea o metafórica. El discurso puede silenciar y silencia: por ejemplo, mediante mentiras, difamaciones y distorsiones que pueden dificultar o imposibilitar que nos hagamos oír. El resultado de todo esto no tiene por qué ser la simpatía por quienes son calificados de mártires de la libertad de expresión, muchos de los cuales ven crecer su perfil público y su capacidad general de hacer cosas con su discurso. Pero la respuesta de la izquierda es más firme cuando pone de relieve la falta de sinceridad de ciertas pretensiones de silenciamiento, trabajando para ello con una concepción más robusta de la libertad de expresión e insistiendo en que la privación de plataformas para hablar debe contemplarse en este contexto más amplio. El hecho de que a veces las personas se vuelvan más influyentes como resultado de la persecución no significa que no fueran realmente perseguidas. Sin embargo, cuando un pretendido caso de silenciamiento lleva a su víctima a convertirse en una cause célèbre, ello puede decirnos algo sobre la posición de esa persona o sus puntos de vista en relación con el poder (incluso si lo que nos dice no siempre está claro).
¿Son lícitas la prohibición de oportunidades y medios para expresarse y otras medidas restrictivas siempre y cuando se trate de «golpear» a los poderosos y a quienes tienen más recursos para hacerse oír? Esto tampoco es satisfactorio. Si se margina y ridiculiza a quienes defienden el «terraplanismo», ¿está mal negarles la palabra, porque supone atacar a alguien que realmente se halla una posición de absoluta desventaja? Sólo a costa del absurdo. ¿Es entonces la libertad de expresión una cuestión que gira en torno a la cuestión de obtener las plataformas para expresarse que uno se merece? La noción de que el poder de la palabra debe ser proporcional a su mérito no encaja con la forma en que pensamos convencionalmente sobre esta libertad, porque empieza a difuminar la célebre distinción entre cómo evaluamos el contenido de un discurso y nuestra defensa de la libertad de expresarlo, que se resume en la famosa glosa de Voltaire (a menudo mal caracterizada como si se tratara de una cita directa): «No apruebo lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». A la postre, acabamos afirmando que la libertad de expresión es la libertad de decir cosas verdaderas o cosas que se juzgan situadas dentro de los límites de lo (política, moral o empíricamente) «razonable».
La perspectiva de apartarse de la seguridad de las normas liberales siempre da lugar a sueños febriles poblados por innumerables hombres del saco totalitarios
Sin embargo, si instintivamente rechazamos esa postura, no está claro que la supuesta neutralidad del contenido de la libertad de expresión pueda sobrevivir al análisis, ni que realmente creamos en ella tanto como afirmamos. ¿Es una pura coincidencia que quienes defienden la «libertad de expresión» de quienes son acusados de racismo tiendan a ser quienes no están convencidos de que el discurso sea racista? ¿O que parte de la defensa de la «libertad de expresión» sobre Israel consista en resistirse a las acusaciones de antisemitismo consideradas cínicamente empleadas para suprimir las críticas? Este patrón sugiere que la separación postulada por Voltaire entre cómo evaluamos el discurso y lo que decimos sobre la libertad, no es rígida e inmediata. El sentido que atribuimos a una afirmación dada no sólo puede influir en cómo consideramos la perspectiva de la restricción del poder de un hablante para expresarla, sino que también puede afectar a nuestro juicio sobre si una respuesta dada cuenta, en primer lugar, como una restricción, como un caso de «silenciamiento».
Pensemos, por ejemplo, en las difamaciones. Es evidente que el poder de expresión de una persona puede verse mermado, si se es rechazada y condenada y esto es así independientemente de si realmente es un racista, un chiflado o simplemente la víctima de una caza de brujas. Pero es muy distinto, si se trata de una difamación o de una crítica legítima, lo cual afecta a nuestra opinión no sólo sobre si la pérdida de poder está justificada, sino también sobre el alcance y la naturaleza de tal pérdida. La noción de «aceptación» es fundamental aquí. Si mi discurso se tergiversa en una difamación, puede que sea incapaz de lograr una aceptación básica, de comunicar con eficacia lo que realmente quiero decir: mi discurso se recibe a través de un filtro distorsionador por mucho que intente sortearlo o compensarlo. Por el contrario, el discurso crítico que expone el racismo genuino, por ejemplo, no bloquea su recepción y, de hecho, podría mejorar el poder del discurso de su interlocutor en cierto sentido, aunque no es probable que el interlocutor lo encuentre agradable en la medida en que contribuye a que el discurso de este sea comprendido por lo que es.
Intercambiar la simplicidad artificial y la falsa neutralidad de la concepción liberal por una concepción atenta al funcionamiento del poder puede parecer un movimiento arriesgado; la perspectiva de apartarse de la seguridad de las normas liberales siempre da lugar a sueños febriles poblados por innumerables hombres del saco totalitarios, incluso cuando esas normas son en realidad cualquier cosa menos seguras para la mayoría. Como ocurre con cualquier pesadilla, no se trata de una invención ex nihilo: es cierto que a veces se invoca el lenguaje de las relaciones de poder y la opresión, el «silenciamiento» y la «seguridad», para justificar prácticas que, en el mejor de los casos, son estratégicamente torpes y, en el peor, política y humanamente destructivas. Sin embargo, lejos de que el precio de trascender el modelo liberal de libertad de expresión sea caer en el autoritarismo, hay motivos para considerar que los males asociados a una política de «seguridad» son sintomáticos de la adopción acrítica de modos de pensamiento liberales, que se centran en el individuo soberano y que tratan problemas como el racismo y el sexismo como contaminantes de las almas individuales.
Pensar en la libertad de expresión como un poder efectivo no tiene implicaciones prácticas determinadas, pero ello no significa exactamente que esto implique indeterminación o compromisos con un planteamiento difuso, que proceda de modo puntual caso por caso. Pueden existir buenas razones en diversos ámbitos de la vida para operar con principios firmes y prácticos, pero no necesitamos apoyarlos, y carecemos de buenas razones para hacerlo y sí buenas razones para no hacerlo, en conceptos no examinados o engañosos. Puede que pensar en la libertad de expresión prestando la debida atención a las cuestiones de poder nos lleve a posturas prácticas que se parezcan o se solapen con las posiciones relativamente «duras» defendidas (al menos en teoría) por determinados actores de la derecha, por libertarianos de derecha e izquierda, así como por algunos liberales. En todo caso, un planteamiento que se halle sensibilizado en lo que atañe al poder estará menos dispuesto que el planteamiento liberal a tolerar restricciones a la libertad de expresión por parte de entidades como el Estado, que, una vez que deja de contemplarse a través de la lente idealizadora característica de la filosofía política liberal, se revela como algo en lo que no se puede confiar.
El texto apócrifo de Voltaire debería complementarse con otra cita apócrifa de Emma Goldman: si el discurso cambiara algo, lo ilegalizarían. Pero el hecho de que determinados derechos liberales como la libertad formal de expresión y el derecho de voto se hallen vaciados de contenido no significa que no tengamos motivos para protestar por su eliminación o erosión. Podemos negar que el Reino Unido, por ejemplo, sea una «democracia» en el pleno sentido de la palabra y aun así protestar cuando el gobierno priva a la gente de sus derechos mediante una determinada normativa de identificación de votantes. Del mismo modo, no puede decirse que tengamos libertad de movimiento en un país en el que mucha gente sencillamente no puede permitirse ir a ninguna parte, pero eso no significa que no debamos oponernos, si el gobierno intenta promulgar restricciones coercitivas a nuestros movimientos similares a las que Israel impone desde hace mucho tiempo a la población palestina. La cuestión, que implica tanto que hay que resistirse a la erosión de las libertades formales como que las libertades formales no son suficientes, es aproximarnos a un mundo en el que tengamos poder real sobre nuestras vidas, un mundo que parece cada vez más lejano.
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Otro tema clásico es la diferente valoración social del mismo discurso según quién lo diga. Cuando el argumento de autoridad es más importante que lo que se dice, muy habitual en los discursos religiosos.