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La vida y ya
Fotos en sepia
Varias mujeres están sentadas alrededor de una mesa. Es rectangular y es lo suficientemente larga para que sean necesarios dos braseros para calentarla a todas.
Desparramadas por encima de la mesa camilla hay un montón de fotos. Casi todas en sepia. Fotos de las que solo hay una copia guardada en un álbum igual de antiguo. Muchas tienen algo escrito por la parte de atrás, una pequeña dedicatoria con letra de antes.
Las mujeres que rodean la mesa son de varias generaciones de la misma familia. La segunda que tiene más edad habla de la que fue su casa, cerca de la plaza empedrada de la iglesia. Y de la casa de su abuela y su abuelo, en la misma calle, tres puertas más allá.
Una de las más jóvenes pide que vuelvan a contar la historia del que fue su bisabuelo. Aunque ya la escuchó antes otras veces.
Las dos mujeres de más edad narran, de nuevo, eligiendo las palabras con dedicación, porque saben de la importancia de la memoria, de mantenerla. Cuentan que todavía no había acabado la guerra pero todo estaba lo suficientemente claro como para saber que el nombre de Antonio estaba entre los que integraban esas listas de personas a las que iban a buscar y ya no volvían. Cuentan que unos primos suyos que eran falangistas fueron a detenerlo, pero no para matarlo, que se lo llevaron a otro pueblo donde había una casa con un desván en el que estuvo escondido durante unos meses. Hasta que todo se calmase un poco. Se lo llevaron para que se mantuviese con vida.
Cuentan que en el pueblo les preguntaban a su mujer y a sus hijas por qué no estaban de luto. Y ellas, que sabían del desván, callaban, porque en esa época había que hacer silencio para poder vivir.
Cuentan que luego, cuando las cosas estaban más sosegadas porque ya habían matado a mucha gente, Antonio salió de aquel desván y volvió al pueblo. Y la vida siguió, tratando de abrirse paso a codazos, en una tonalidad inevitablemente gris a pesar de que su mujer y sus hijas se resistieron a vestirse de luto.
Cuentan que, cuando volvió al pueblo, los falangistas iban a la tienda que le servía para ganarse la vida y se llevaban las comida sin dar nada a cambio. “Paga Falange”, le decían. Y él y ellas permanecían en silencio.
Cuentan que Antonio tenía que ir a misa los domingos. Castigado. Que se sentaba al fondo. Junto a los otros que permanecieron con vida a pesar de todo. Junto a los que también fueron obligados a guardar silencio.
En el cementerio del pueblo hay una piedra sobre la que están tallados muchos nombres. Nombres de personas que no tuvieron un desván en el que esconderse y que fueron asesinadas en las cunetas, en la tapia del cementerio, al final de la noche, al amanecer.
La mujer de Antonio se llamaba Leandra. Ella no tuvo un desván. Se quedó en el pueblo, sin vestirse de luto, sorteando las miradas y el miedo y las amenazas con esas estrategias que encuentran las mujeres cuando tratan de sostener las vidas que dependen de ellas. Evitando que la parálisis se le apelotonase en los brazos. Con esa inteligencia que consigue mantener la dignidad y la vida contra pronóstico. Sin que casi nadie lo note. Sin que casi nadie las valore. Sin que casi nadie las nombre.