La vida y ya
Preguntas no hechas

No me atreví nunca a preguntarles qué había dentro de la frase “no hay nada peor que una guerra y una posguerra”.
Exhumación Colmenar Viejo enfoques 72 - 3
El sol de agosto se cuela entre las carpas colocadas en la fosa de Colmenar Viejo (Madrid) para poder trabajar. En el fondo de la misma, los cráneos de dos represaliados por el franquismo. Álvaro Minguito
9 jun 2024 06:00

Porque piensas que no es el momento. Porque no te ves preparada para escuchar la respuesta. Por vergüenza. Porque no encontrabas bien las palabras. Porque no hay tiempo. Por timidez. Porque no quieres que piensen que eres tonta. Hay muchas preguntas que se quedan por hacer. A veces pegadas al cielo del paladar, a veces cuando el aire todavía está dentro de los pulmones sin intención de hacer vibrar a las cuerdas vocales, a veces en el estómago. Siempre dejando una sensación extraña.

Yo tengo una larga lista de preguntas por hacer. Quizás por eso, ahora, cuando se presenta la ocasión de compartir un rato de charla con alguien, me gusta preguntar.

De todas las preguntas no hechas, las que más siento haber guardado en el silencio son las que ya no tienen sentido porque las personas que hubieran podido contestarlas murieron. Mis abuelas. Mi abuelo.

“A las pobrecitas las paseaban por todo el pueblo con el pelo rapado y después de haberles dado aceite de ricino. Las pobres, haciéndose todo encima”

Recuerdo preguntas cuyas respuestas acababan convirtiéndose en relatos que surgían en los ratos compartidos en las sobremesas, sobre todo en las nocturnas. Anécdotas a veces nuevas y, a veces, repetidas. Sobre cómo conseguía mi abuelo que sus alumnos y alumnas aprendieran historia en un pueblo de Extremadura en esos años de pies descalzos y mujeres vestidas de negro y de hambre. De mis abuelas, expertas matemáticas sin título, contando cómo calculaban para que, lo que era poco, alcanzase para muchas.

De la guerra hablaban poco. De la posguerra (ese periodo que, en realidad, era un sinónimo de dictadura), apenas nada. “No hija, de eso mejor no hablamos, sólo tienes que saber que no hay nada más triste que una guerra y una posguerra”. Y bajaban la voz. Años después de que la dictadura hubiese terminado. Seguían bajando la voz. “A las pobrecitas las paseaban por todo el pueblo con el pelo rapado y después de haberles dado aceite de ricino. Las pobres, haciéndose todo encima”. Y si alguna vez me atrevía con una pregunta, alguien decía: “No saques ese tema, que ya son mayores y les altera mucho hablar de eso”. Y, entre los silencios, supongo que cada nieta fuimos recomponiendo ese trozo de su historia. Una historia, la suya, que forma parte de otra más grande. Una historia hecha de pedazos de frases que, alguna noche, probablemente de invierno, probablemente ya tarde, probablemente sentadas al calor del brasero, rompían con alguno de esos silencios.

“Se juntaban en esa casa cerca de la plaza y ahí decidían a quién iban a matar. Mataron a mucha gente”

“A tu bisabuelo se lo llevaron para esconderlo porque si se quedaba en el pueblo lo mataban”. “Los falangistas entraban en la tienda y se llevaban lo que querían sin pagar, ‘apúntalo a la cuenta de la falange’, decían, y tu bisabuelo callado, y tu bisabuela callada, todos callados”. Siempre en voz baja. Trozos de conversaciones que, cada una de las personas que escuchábamos, fuimos guardando en algún lugar. “Sabíamos que escuchaban la Pirenaica, pero nunca nos lo dijeron, era una forma de protegernos”. “Se juntaban en esa casa cerca de la plaza y ahí decidían a quién iban a matar. Mataron a mucha gente”. Siempre breves chispazos que a mí me deslumbraban como casi ninguna otra historia. “Cuando tus abuelos construyeron la casa a la que se mudaron, pensaron en hacer un escondite dentro, por si hacía falta tener de nuevo un lugar donde no les encontrasen”.

No me atreví nunca a preguntarles qué había dentro de la frase “no hay nada peor que una guerra y una posguerra”. A preguntarles de dónde sacaron las ganas de seguir, dónde se les quedó pegado el miedo, qué se dijeron cuando supieron que Franco había muerto.

A preguntarles por qué seguían bajando la voz cuando alguna noche, después de dejar recogida la cocina, decidían hablar del frío de esos años.

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