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Alimentación
La ley contra el desperdicio alimentario sigue paralizada a pesar de la importancia ambiental del despilfarro
La pandemia y sus consecuencias, la subida de los precios de los alimentos básicos y de la energía provocada por la guerra en Ucrania, y la aceleración del cambio climático han sumado a millones de personas más a la pobreza. Sin embargo, salvo que una cambio drástico en las políticas globales haga que las 828 millones de personas que actualmente no tienen acceso a una buena alimentación, según datos de la ONU, consigan ese derecho básico y universal, no parece que vaya a desaparecer el hambre en el mundo en 2030, tal como buscan los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
Paradójicamente, si el desperdicio alimentario fuera un país, sería el tercer emisor de gases de efecto invernadero después de China y Estados Unidos. Se calcula que el 20% de agua dulce total disponible en el planeta se emplea para producir alimentos que van a acabar en la basura. Y tirar comida supone malgastar cerca del 30% de las tierras productivas del mundo. Estas son algunas de las conclusiones recogidas en la investigación Desperdicio alimentario y cambio climático. Importancia de medir para mejorar (2022) realizada por Enraíza Derechos y la Fundación Ecología y Desarrollo (Ecodes).
“El 30% de los alimentos que se producen se tiran”, señala María González, directora de Enraíza Derechos
En junio de 2022, el Consejo de Ministros aprobó el proyecto de Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, la primera regulación sobre esta problemática global que se promulga a nivel estatal y que convierte a España en el tercer país de la UE que legisla el desperdicio tras Francia e Italia. El proyecto de ley impulsado por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación bajo el mando de Luis Planas, que no ha respondido a las preguntas de El Salto, disgustó sin embargo a varias organizaciones de la sociedad civil, que acabaron creando el colectivo Ley Sin Desperdicio para exigir elementos cruciales que se han excluido en el actual texto.
“El 30% de los alimentos que se producen se tiran. Un 10% de los gases de efecto invernadero emitidos son para producir y transportar alimentos que acaban en la basura, un enorme impacto ambiental que implica la necesidad de abordarlo con seriedad y rigurosidad”, señala María González, directora de Enraíza Derechos, una de las organizaciones que forma parte de la plataforma Ley Sin Desperdicio. Desde esta ONG critican que el proyecto de ley actual está centrado en la gestión del excedente en lugar de evitar que ese excedente se genere, una valoración compartida por la Federación de Consumidores y Usuarios CECU y Espigoladors, que también forman parte del colectivo.
Desde CECU, Eduardo Montero recoge algunos ejemplos que generan desperdicio y que podrían ser evitables, como la segunda unidad de las ofertas de los supermercados de 2x1 que muchas veces no llega a consumirse, la falta de compresión de las fechas de consumo preferente o la poca presencia de productos a granel. “Nos han hecho creer que los productos a granel u otros con aspecto más feo no son igual de seguros”, lamenta.
Los estándares estéticos de las frutas y hortalizas también generan desperdicio y además conducen a la precarización del campo. Desde Espigoladors, Anna Gras señala algunos ejemplos comunes: “Las grietas en la piel de las calabazas que nos encontramos en otoño por las condiciones meteorológicas y que las hace no comercializables. Los calabacines y brócolis también tienen que tener una forma determinada y un tamaño. Por ejemplo, un pequeño productor que no puede aplicar ciertos tratamientos a sus productos y les sale negrilla, un hongo que crea unas manchas muy superficiales en la piel que se quitan con el dedo. Eso también hace que sean no comercializables”.
“Queremos que el Ministerio haga la medición directa en la industria”, señala Eduardo Montero
Otro de los puntos del proyecto de ley que denuncian las organizaciones es la excesiva culpabilidad sobre las consumidoras, mientras que, según denuncian, sobre las administraciones recae muy poca responsabilidad. Si bien el proyecto de ley contempla una serie de sanciones con multas de hasta 500.000 euros por su incumplimiento, fundamentalmente se basa en recomendaciones y buenas prácticas. “Es necesario un enfoque integral de la cadena alimentaria porque todos los eslabones están interconectados y lo que pasa en uno tiene un impacto en los demás”, apunta González.
Entre las obligaciones aparecen los llamados “planes de prevención de desperdicios”, que todas las empresas de la cadena alimentaria deberán crear a partir de un autodiagnóstico de sus procedimientos. Para Montero “la autorregulación no suele funcionar y además puede derivar en prácticas de lavado de cara por parte de las empresas”. “Queremos que el Ministerio haga la medición directa en la industria”, añade.
La medición es otro de los grandes pilares defendidos por las organizaciones. “El Ministerio conoce y publica los datos sobre las pérdidas en los hogares: cuánto es, por qué se produce, qué tipo de alimentos, etcétera”. Sin embargo, consideran necesario medir la cantidad de alimentos que se tira en todos los eslabones de la cadena. Esto podría ayudar a solventar ese “40% del desperdicio que no se sabe por qué se produce”, señala González.
Sobre la medición y prevención, Gras considera que son mecanismos que deben existir, pero añade que debe haber una gradación de a quién se les aplica, pues “no es lo mismo un pequeño productor que una gran empresa”. La organización catalana incide en el papel de las administraciones a la hora de proporcionar subvenciones o ayudas, por ejemplo, para la implementación de los planes de prevención, y considera que, tal como esta ahora, la ley es “soft y poco ambiciosa”.
Gras critica asimismo que el actual proyecto no incluya la regulación del espigueo, a diferencia de la Ley catalana de Prevención de las pérdidas y el desperdicio alimentarios de 2020, pionera en este ámbito. Esta actividad tradicional con el tiempo permite recuperar los excedentes que quedan en el campo, implicando “una gran herramienta” para cuantificar el desperdicio y comprender la realidad del rural. “El espigueo nos permite visibilizar lo que es la punta del iceberg de un sistema alimentario totalmente insostenible. El desperdicio es uno de los síntomas de este sistema que no funciona y que genera tanto impacto negativo para el planeta y tantas desigualdades sociales”.
Respecto a las consecuencias sociales del desperdicio alimentario, son precisamente las personas más vulnerables económicamente las más afectadas. Según Montero, “suelen ser familias numerosas en casas más pequeñas, con zonas de almacenamiento o frigoríficos con espacios más reducidos”. También alude a la falta de tiempo para poder preparar la despensa; “qué productos tienes, aprovecharlos y congelarlos”. Son estas cricunstancias que aumentan la incapacidad para gestionar el alimento y que producen que se genere el desperdicio.
Alternativas contra el despilfarro
En una esquina del distrito madrileño de Tetuán, en el número 57 de la Avenida de Asturias, se asentó la Cooperativa La Osa. Este proyecto social que se gestó al calor del 15M pero que no se creó hasta el inicio de la pandemia es el primer supermercado cooperativo y participativo de la capital. No obstante, “La Osa es sostenible social y medioambientalmente, pero económicamente está costando”, lamenta José Antonio Villarreal, uno de los fundadores de la cooperativa.
Este supermercado ha llevado a cabo un conjunto de medidas hasta ahora efectivas contra el desperdicio alimentario desde su apertura. “Informamos a la socia que hay productos próximos a caducar y que tenemos que agilizar su compra. La gente siempre coge los productos de más atrás cuando va a los mercados convencionales, aquí no pasa”. Otra de las medidas más destacadas es la que conocen como la 3779, que se refiere a “un producto —fruta o verdura— feo pero no malo”. Su fórmula es ponerlos a un euro el kilo, algo que “está funcionando bastante bien”, indica.
Si el desperdicio alimentario fuera un país, sería el tercer emisor de gases de efecto invernadero después de China y Estados Unidos
Según Villarreal, en estos momentos “las mermas de La Osa son el 1,5% del global”, que se divide en “un 5% de fruta y verdura y un 1% del resto”. Además, destaca que los productos a granel generan cero desperdicio. Estas cifras tan bajas tienen que ver con “una comunidad de consumo responsable”, a diferencia de una mayoría que compra en las grandes superficies o en los supermercados convencionales.
Para la prevención del desperdicio, desde la cooperativa apuntan a la necesidad de una administración implicada a través de la dotación de recursos, ayudas y obligaciones encaminadas hacia un consumo consciente. Por ejemplo, “estaría muy bien que las autoridades permitieran la venta de los productos pasada la fecha de consumo preferente, con un descuento y siempre que no sean un peligro para la salud, como ocurre en la legislación francesa”, opina Villarreal.
La Cooperativa La Osa es una rara avis que sobrevive dentro de un sector que fomenta el beneficio económico de las grandes cadenas de alimentación, el despilfarro alimentario y el greenwashing. “Estamos cansadas de que la gente nos diga que nuestro producto es caro, que no pueden permitírselo y resulta que la mayoría tira el 30% de su compra mensual. Lo caro es comprar un blíster de tomates y tirarlo a fin de mes. Cuando vemos que tenemos que recortar nuestros gastos al final lo hacemos siempre sobre nuestra salud, como si no importara”, señalan desde esta cooperativa.
Así como en 2006 entró en vigor la Ley Antitabaco, al considerar el tabaquismo un problema de salud pública —y en ese momento salieron voces alertando del cierre y los efectos negativos que supondría para la hostelería— hoy es un consenso social que la prohibición de fumar ha generado espacios públicos más amables y seguros para todas. Así, para quienes defienden una ley contra el desperdicio alimentario ambiciosa, una legislación que ponga en el centro la prevención y la medición del despilfarro alimentario, poniendo en el centro la salud pública y la lucha contra la crisis climática, es esencial para reducir las desigualdades sociales y combatir el cambio climático.