Opinión
Echar las cuentas
Tengo una frase motivacional mejor que la de Jobs: nuestro tiempo es limitado, no lo malgastemos viviendo las vidas que los empresarios quieren que vivamos.
Las oficinas están en el centro de Valencia, en una de las zonas más caras de la ciudad. Una secretaria me pregunta mi nombre y me invita a sentarme en un sofá del vestíbulo. Todo tiene aspecto funcional y caro, el tipo de decoración que le gustaría a alguien que habla de restaurantes con estrellas Michelín en los descansos del partido de pádel. Me han prestado una camisa y unos zapatos, pero creo que se nota que no estoy acostumbrada a vestir así. No importa, en cuanto entro al despacho le suelto el rollo que quiere oír. Le hablo de crecimiento exponencial, de mercados competitivos, de proyección de futuro. Le cuento hasta lo de la zona de confort, porque he visto que lo pone en su página web. Por teléfono ya le he contado un rollo sobre que somos una editorial joven que necesita los servicios de su consultora, pero se lo vuelvo a repetir ahora utilizando un montón de palabras como implementación y plan estratégico. Durante unos instantes me da la sensación de que todo está sonando ridículo, pero luego me acuerdo de que el fundador de la consultora se define a sí mismo como “escultor de organizaciones” en la página web. Imposible superar eso.
Llevo la conversación al tema del personal. Nuestra supuesta empresa necesita contratar y hemos pensado en la posibilidad de que fuesen becarios porque hemos oído que hay bonificaciones para ese tipo de contratos. Mi interlocutor comienza a hablar, se nota que es un tema que conoce a fondo y no se anda con rodeos. Me dice que los becarios son una buena opción para una empresa como la nuestra: no tienen sueldo, no tienen vacaciones y las universidades apenas ponen exigencias al firmar los convenios.
Para el próximo curso parece que va a ser obligatorio darles de alta en la Seguridad Social, pero se calcula que el importe va a estar en torno a los 50 euros al mes y que una parte del mismo lo va a tener que pagar el propio becario. La cifra no me sorprende, antes de venir he intercambiado correos y llamadas telefónicas con varias consultoras y asesorías de empresas y todas me han dicho lo mismo. En realidad no se trata de una relación laboral, sino de formación: la trampa está en que se supone que el becario está aprendiendo, no trabajando. Pero todos sabemos que la realidad es otra. En mi papel de empresaria he echado las cuentas: calculando unos ocho euros al día en comida, un esclavo me saldría por 240 euros al mes. Si a eso le sumo el alquiler de un barracón prefabricado para que duerma, que viene a costar unos 115 euros al mes, tengo un total de 355 euros. Es decir, por el precio de un esclavo puedo tener siete becarios. Además, estos becarios estarán mucho más sanos y mejor alimentados y descansados que mis hipotéticos esclavos, obligados a dormir en un barracón y con una dieta escasa y de mala calidad, así que seguramente su rendimiento será mayor.
Me acomodo mejor en la silla mientras el consultor sigue hablando. Detrás de toda esa palabrería sobre planes estratégicos y crecimiento exponencial, lo que me está diciendo es que contratar becarios me permite ganar dinero de muchas formas: evito pagar un salario y recibo dinero de forma indirecta de las familias y del Estado. Las familias de los estudiantes becados les proporcionan alimentación, vivienda y cuidados; y el Estado, educación y sanidad, así que puedo disfrutar de trabajadores sanos, descansados y bien alimentados sin que me cueste nada. La sociedad entera financia mi enriquecimiento personal.
Hace un rato que no estoy escuchando lo que dice mi interlocutor, pero vuelvo a conectar cuando oigo nombres que conozco. Oprah Winfrey, Steven Spielberg, Ferrán Adrià: todos tuvieron su primera oportunidad trabajando como becarios. Y Steve Jobs, digo. He visto su perfil en la web de la consultora antes de venir y sé que tiene una frase suya: “Nuestro tiempo es limitado, así que no lo malgastes viviendo la vida de otro que no seas tú”. Joder, ya hay que ser cutre. Seguro que tiene la biografía de Jobs subrayada y hasta arriba de post-its encima de la mesilla. Me dice que una beca puede ser una gran oportunidad, que permite ganar experiencia y tener un primer contacto con el mundo laboral, conocer realmente cómo es el trabajo. Estoy a punto de interrumpirle para preguntarle si su consultora empezó en un garaje, pero no estoy segura de poder hacerlo sin reírme. Me revuelvo en la silla, me cuesta seguir escuchándole. La primera parte de la conversación, cuando me hablaba de cifras, era indignante, pero todo este parloteo sobre oportunidades me parece mucho más cruel y retorcido. El becario no solo tiene que aguantar esa explotación, sino además estar agradecido. No solo le están enseñando: le están dando la posibilidad de ser el próximo Steve Jobs, el siguiente Bill Gates. Y si no lo consigue es porque no se ha esforzado lo suficiente, porque no ha estado a la altura. Se niegan a pagarte y se dedican a extraer renta de familias y servicios públicos, pero es tu culpa ser pobre.
Nos despedimos y salgo del despacho. Me cuesta manejar la rabia, porque, además, todo lo que me ha contado es legal. Aunque, por supuesto, lo legal y lo justo son dos cosas muy diferentes. Escribo esta columna y me quito un poco de encima el cabreo, pero sé que la solución solo puede ser colectiva y que pasa mucho más por el carné del sindicato que por la denuncia en medios o redes. Tengo una frase motivacional mejor que la de Jobs: nuestro tiempo es limitado, no lo malgastemos viviendo las vidas que los empresarios quieren que vivamos.
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