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En los últimos meses se han recuperado en soporte Blu-ray algunos de los clásicos de Cecil B. DeMille, un realizador cuyo nombre se convirtió en sinónimo parcial del Hollywood más grandilocuente. Varios de los títulos editados, Cleopatra, El signo de la cruz y Sansón y Dalila, tenían en común su ambientación en la Antigüedad, con la represión del cristianismo como uno de los temas principales en los dos últimos filmes mencionados.
El director de El mayor espectáculo del mundo ya había filmado una primera versión de Los diez mandamientos y también Rey de reyes en el Hollywood presonoro. Y siguió tomando la historia, vista desde una cierta cristianidad, como telón de fondo narrativo de algunas de sus principales aportaciones a un proceso colectivo: El signo de la cruz o Las cruzadas contribuirían a definir cómo sería el cine espectacular y de gran presupuesto en la primera década del cine sonoro, cómo seguía evolucionando la tradición edificada alrededor de obras silentes como el western épico (y desatadamente racista) El nacimiento de una nación. El visionado de estas películas resulta altamente recomendable para establecer una especie de genealogía del blockbuster y también de las christian movies, mucho antes de que surgiese la idea de tratar este tipo de audiovisual como un producto destinado a un nicho de mercado específico.
A diferencia de otros autores que llevaban materiales religiosos a la gran pantalla, DeMille hacía coexistir la proclama beata con restos de la sensualidad que desprendían algunas de sus películas ambientadas en la contemporaneidad
Las propuestas de DeMille tenían algún aspecto distintivo. A diferencia de otros autores que llevaban materiales religiosos a la gran pantalla, el realizador estadounidense hacía coexistir la proclama beata con restos de la sensualidad que desprendían algunas de sus películas ambientadas en la contemporaneidad. Algunas de las imágenes que filmó en el Hollywood previo a la censura atropellaron la visión de la antigüedad tal y como la visualizó, por ejemplo, el D. W. Griffith de Intolerancia. Posteriormente, sería el Código Hays el que pondría freno a DeMille.
Quizá hipócrita, quizá posibilista
Ochenta y nueve años después de su estreno, que tuvo lugar en 1932, El signo de la cruz sigue proyectando fricciones y contradicciones. Se examinaba Roma con la misma mirada escandalizada de un Ned Flanders cuando imagina la vida hollywoodiense en algún capítulo de Los Simpson. Proyectaba una aparente admiración ante una religiosidad solemne y recatada que se mantenía firme ante una sanguinaria represión imperial, y también ante las tentaciones de un hedonismo que el mismo cineasta plasmaba a través de bailes notoriamente sexualizados, de ropajes sensuales e insinuaciones de un lesbianismo concebido como fantasía masculina... porque la Roma de DeMille era una Roma pasada por el tamiz sensacionalista de ese mismo Hollywood y de un director que ponía a prueba los límites de lo que era aceptable mostrar (o insinuar) en el audiovisual comercial. Así que no faltó la correspondiente escena con Claudette Colbert interpretando a una oligarca aparentemente desnuda mientras toma un baño de leche, y animando a una amiga a unirse a ella.
En El signo de la cruz se usaba un protagonista ‘descreído’ para atraer a una audiencia no necesariamente alineada con los postulados de los auténticos héroes de la película: los mártires. Poco a poco, se despeja el camino hacia la conversión, visualizada en una escalera hacia el cielo final. Un oficial romano se enamora de una mujer cristiana en plena persecución del colectivo a cargo del emperador Nerón. El militar intenta persuadir al sujeto de su amor sobre las bondades de la sensualidad y de los placeres de la carne. “Un canto de amor debe poder más que un canto fúnebre”, exclama cuando comienza a oír cánticos cristianos desde su bacanal. Pero los rezos se imponen a la danza de connotaciones lúbricas. Y el mismo personaje principal acaba subyugado por el impulso sacrificial de esa mujer íntegra que prefiere morir a renegar de su fe.
Podemos ver en DeMille a un propagandista sincero que empleaba un cierto barniz erotizante como un peaje que dotaba a su obra de un mayor atractivo comercial
También Dalila acabará subyugada por la religiosidad de Sansón, en otro relato donde la conversión religiosa y la atracción amorosa se entrelazan. En ambos filmes, ese aparente apoyo a un discurso que roza el rechazo a la vida se decora con imágenes de vitalismo y sensualidad greco-latina. Con los años transcurridos, que se acercan al centenar, resulta muy difícil hacer cualquier juicio de intenciones. Podemos ver en DeMille a un propagandista sincero que empleaba un cierto barniz erotizante como un peaje que dotaba a su obra de un mayor atractivo comercial.
También hay otras interpretaciones posibles: DeMille puede verse como un hipócrita que instrumentaliza la historia y el material bíblico para dotar de legitimidad cultural a la imagen sensacionalista. En El homicida, por ejemplo, empleó una alusión a la decadencia moral del imperio romano como excusa para incorporar una escena orgiástica. La referencia servía de aparente excusa para incrustar tres minutos de desenfreno coreografiado y calculadísimo, tensionando los límites de lo que era representable en un contexto de fricciones entre las productoras de cine, la prensa y diversos grupos de presión políticos y religiosos.
Con todo, alguna película del DeMille sonoro podría servir para explicar su método. Madame Satán fue una loca y divertida mixtura de géneros donde convivieron el vodevil (y juego de máscaras) romántico, el drama y el catastrofismo espectacular. El filme trataba de una mujer cuyo matrimonio se está yendo a pique: el esposo busca en una amante la sensualidad que no le proporciona una esposa contenidísima en los aspectos sexuales y emocionales de la relación. Y ella decide luchar con las mismas armas que esa tercera persona, apareciendo enmascarada y sugerente en una fiesta de disfraces.
Para la protagonista de Madame Satán, el gancho sexual era un medio que usar con el fin de preservar la unión conyugal. ¿DeMille usaba la carta erotizante como una herramienta para popularizar el mensaje religioso? Alguna anécdota explica que el realizador parecía tener al dios cristiano bastante en mente, y no solo para buscar inspiración (y, quizá, estimular la asistencia de una audiencia afín) para el siguiente espectáculo histórico-cinematográfico. Según escribe Tim Adler en el libro Hollywood y la mafia, un gánster fue a amenazar al director para que pagase la correspondiente ‘protección’. DeMille, que ya había sufrido un intento de asesinato en el pasado, le desafió a atentar contra su vida. Estaba convencido de que no le ocurriría nada: “Tengo a dios de mi parte”, exclamó.
Antes y después de la censura
Fuese como fuese, la asunción del Código Hays de censura por parte de los grandes estudios dificultaría que DeMille reincidiese en los aspectos más sensuales de sus christian movies de los años 30. La exhibición de centímetros de epidermis de los cuerpos, casi siempre femeninos, fue una de las víctimas de los nuevos límites del audiovisual estadounidense. Aunque cada proyecto tuviese sus especificidades, la confrontación entre Cleopatra, estrenada en 1934, y Sansón y Dalila, estrenada en 1949, puede servir para ilustrar algunas dinámicas del Hollywwod censurado.
‘Cleopatra’ pareció beneficiarse de dos circunstancias: el poder dentro de la industria adquirido por DeMille y el hecho de que la producción estuviese en marcha cuando la incipiente maquinaria censora todavía no había adquirido una plena capacidad coercitiva
De hecho, Cleopatra ya estuvo sujeta al Código Hays, pero pareció beneficiarse de dos circunstancias: el poder dentro de la industria adquirido por su realizador y el hecho de que la producción estuviese en marcha cuando la incipiente maquinaria censora todavía no había adquirido una plena capacidad coercitiva.
DeMille saludaba a la audiencia con unos títulos de crédito sobreimpresionados sobre un cuerpo de mujer falsamente desnuda. Y la trama versaba sobre el amor y la ambición de poder, pero nacía de la seducción (vista desde un punto de vista androcéntrico, por supuesto) y se fundamentaba en una escenografía rutilante de arquitecturas bellas y vestuarios femeninos más o menos exiguos.
Apenas unos meses después, DeMille estrenaría Las cruzadas, que parecía una narración mucho más ingenua, incluso bobalicona. Quizá influyó en el resultado la infantilización de facto que suponía la censura, por mucho que una gran cantidad de profesionales buscasen maneras ingeniosas de subvertir esa inercia a golpe de sobreentendidos y mensajes subterráneos.
Sansón y Dalila fue creada en 1949, con la censura plenamente vigente y normalizada. Y continuaba siendo un espectáculo visual, esta vez reforzado mediante la aparición de colores vibrantes, pero parecía perder una gran parte del espíritu calculadamente juguetón de los viejos éxitos de su director. Aun así, DeMille y la presencia escénica de la actriz Hedy Lamarr inocularon en los encuadres algunos rastros de esa lubricidad pretérita. Aunque quizá podamos encontrar en ella más belleza que erotismo, la obra desprende algún pico de sensualidad que difícilmente podemos encontrar en otras como Ben Hur o Espartaco. El motivo no debe entenderse solo en clave autoral ni relacionarse exclusivamente con el gusto por el gesto picante del director: Ben Hur y Espartaco estaban narrativamente marcadas por sus historias de amores trágicos en circunstancias penosas de esclavitud y explotación sexual.
La Dalila de DeMille y Lamarr, convenientemente convertida a la fe desde el amor al final del relato, tiene algo de fotocopia atenuada de los antiguos personajes del DeMille del primer Hollywood sonoro. En ese Hollywood clásico que tenía algo de utopía y distopía puritana, y que ensayaría una vuelta de tuerca excluyente con el macarthismo, la menor explotación de los cuerpos femeninos vino acompañada de la imposición de un camino estrecho de maneras ‘aceptables’ de vivir en sociedad. Porque no podían cambiar solo las imágenes, sino que también se transformaron los personajes que las poblaban. La sexualidad desaparecía del encuadre, y con ella también eran todavía menos visibles las figuras conflictivas, desplazadas por los matrimonios perfectamente capitalistas que dormían en camas separadas y formaban familias nucleares.
Aunque Lamarr aportó algo de fuego, su Dalila encaja en el camino dual reservado a las mujeres del Hollywood censurado. En la condena a escoger entre ser ángel del hogar o devenir una femme fatale que podía redimirse, como en ese caso, en el último rollo de película. Lejos quedaban algunos personajes femeninos bulliciosos, ambivalentes, que poblaron el audiovisual estadounidense previo a la asunción del Código Hays, cuando las conductas que podían escandalizar a la National Legion of Decency no necesariamente derivaban en lo abiertamente criminal.
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Buen artículo. Hace falta.
Tirar todo el erotismo, toda la magia del amor caprichoso, sería un descuido de lo más bárbaro.
Todo tiene que ver con una cosa: pensar la vida en azul, eso es lo que para mí triunfó en mi adolescencia y primera juventud.
Ahora sí: pensar todo en azul, y siempre, tiene sus consecuencias. Y mis hormonas ya no están para tanto.