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Colonialismo
12O en Madrid, nada que celebrar
El Día de la Hispanidad dejó dos retratos de la ciudad: el de un indisimulado patetismo imperial y el de la desenfadada alegría de sus víctimas
Uno, de tono bélico y marcial, acartonado y previsible, conmemoraba el conocido genocidio de hace cinco siglos. El otro, bajo el lema “12O nada que celebrar”, poblado de banderas ecuatorianas y de otros varios países latinoamericanos, con pancartas y consignas que denunciaban la represión del régimen de Lenin Moreno, exigían su renuncia y auguraban su pronta caída. Y también hacía una afirmación en tácito guiño de batalla cultural anticolonial, por medio de un fraterno y alegre pasacalles de esmerada coreografía que, partiendo de la Puerta del Sol pasó por Tirso de Molina y Lavapiés, para terminar en La Tabacalera.
Difícil precisar cuántas personas participaron. Fue una réplica jovial a la belicosa conmemoración imperial que no se limita al plano simbólico; bien lo saben las víctimas de Arabia Saudí en el Yemen, masacradas con armas españolas y el propio pueblo de Ecuador, que padece y lucha contra un régimen que apenas dos días antes de la macabra conmemoración, tuvo que digerir las palabras del ministro socialista Josep Borrell que elogió: “los esfuerzos del presidente Moreno por alcanzar una salida a la crisis por medio del diálogo y la moderación...”.
Haciendo oídos sordos a estos agravios, un desfile de etnias y naciones, protagonizado por bailarinas, precedidas por bandas de vientos y percusión o por equipos de sonido. Los grupos ecuatorianos y bolivianos se llevaron la palma, con vistosos e impecables uniformes y ensayadas coreografías regionales —de fuerte impronta carnavalesca—, que denotaban haberse tomado la misión en serio. En la cartelería pudieron verse expresiones mucho más diversas: banderas y pancartas de Honduras, Paraguay, Argentina y Brasil acompañaron la alegre caravana desde el inicio hasta el final.
Por esas cosas raras del capitalismo, la madre patria les recibió con los brazos abiertos a condición de que ocuparan los estratos de más baja remuneración en el tejido sociolaboral
El biotipo lo decía todo, las admiradas danzarinas que hacían derroche de energía en circunvoluciones, zapateos y danzas, eran las mismas que en la cotidianeidad forman parte de Las Kelly, que luchan por conseguir condiciones de trabajo dignas de los voraces pulpos de la industria hotelera, o se ocupan de limpiar casas, cuando no a la muy dignificante tarea de limpiarles el culo a nuestros abuelos, a módicos precios la hora. Sus compañeros de danza, más de lo mismo, camareros, pintores y obreros que, con dificultad, quizá consigan ser mileuristas. Herederos de quienes 500 años atrás fueron arrasadas por nuestros gallardos soldados en una conquista a sangre y fuego, recubierta bajo el bajo el eufemístico mantra del “descubrimiento”. Por esas cosas raras del capitalismo, pocos años atrás vinieron a la madre patria, que les recibió con los brazos abiertos —era la España de Aznar, donde todo iba bien— a condición de que ocuparan los estratos de más baja remuneración en el tejido sociolaboral y de menor cualificación.
Quizá por eso, no se les perdonó a los pocos que como la peruana exconcejala Rommy Arce osaron salirse de ese destino y ocupar algún cargo público. Semejante atrevimiento le fue reprochado por Silvia Saavedra, concejala de Ciudadanos en Usera quien, además de hacer pedagogía con Arce —bibliotecaria de formación— indicándole que “Simón Bolívar no habría existido sin sus abuelos colonizadores”, la acusó de haber venido del Perú “para cargarse al estado español”. Una sesuda lección de historia, a todas luces.
En la cara A del 12O, la del atrezzo, la que cubrieron los medios del establishment, el rutinario y previsible desfile de tropas, aviones, helicópteros y de cacharros bélicos que, con desenfado rindieron pleitesía al preparao y su prole, acompañados de los cortesanos que año a año hacen cuestión de salir en la foto. No estuvieron presentes los presidentes del País Vasco ni de Catalunya. El primero, según la versión de un amigo intelectual tan castizo como irreverente, está al frente de un pueblo —los vascos— que hace años que ya se habrían ido de España, aseveración difícil de contestar si apelamos a las estadísticas. En Euskadi el paro en el primer trimestre de 2019 fue apenas del 8,6% y lidera el gasto social, con 3.242 euros por habitante, frente a los esmirriados 2.109 de Madrid.
En la cara A del 12O, la que cubrieron los medios del establishment, se producía el rutinario y previsible desfile de tropas, aviones, helicópteros y de cacharros bélicos que rindieron pleitesía a la familia real
Además, las cifras informan que el 75% de los vascos pobres reciben la renta mínima de inserción, en el resto del país el porcentaje se queda en el 8% y en siete comunidades no llega al 5%. Si a eso le sumamos que buena parte de los ayuntamientos están gobernados por la izquierda abertzale, aquí considerada “entorno de ETA”, y que EiTB vive mofándose del régimen español y sus expresiones derivadas, parece claro que los vascos viven en otro país. Los catalanes parece ser solo cuestión de tiempo; hoy, los presos políticos independentistas están a la espera de que nuestros tribunales les descerrajen una condena desmedida, solo discursivamente mitigada por la calificación de “sedición” en vez de “rebelión”, más indulgente según los jurisconsultos del régimen, apegados a la benevolencia de la terminología más que a la contundencia del atroz tamaño de la condena. Se esperan fuertes movilizaciones en Catalunya.
Algunos opinólogos guardan la ilusión de que los tribunales de la UE y de Alemania —ahora por fin, sí— concedan al sistema jurídico local la condena a Puigdemont y demás políticos catalanes que buscaron en el exilio la salvaguarda de su libertad. Si estuviéramos en el 36 las potencias europeas serían capaces de semejante condescendencia; a Franco —a diferencia de Hitler y Mussolini— sí le permitieron seguir gobernando ante el temor de que se instalase en España una república popular o algo semejante que viniese a amenazar la reconstitución capitalista, precisada de orden y tiempo. Hoy ya no les hace falta, tienen el Régimen del 78, con su bipartidismo remozado, a su derecha por Ciudadanos y a su izquierda por Más País como para no tener nada que temer. Los tribunales de la UE y de Alemania no necesitan sumarse a la barbarie de nuestros jueces que apestan a mal disimulado posfranquismo.
A la clase política solo se le ha ocurrido una solitaria respuesta al desbarajuste territorial y a las multitudes que un 15 de mayo de hace ocho años se lanzaron a las calles voceando “lo llaman democracia y no lo es” y “no hay pan para tanto chorizo”: convocar a unas deslavadas cuartas elecciones. Parecen creer que —esta vez sí— los españoles votarán bien, aunque todas las estadísticas indican lo contrario y que muchos ni se van a molestar en salir de sus casas. El aquelarre se completa con expresiones folklóricas de la España cañí harto conocidas, como la de nuestro flamante alcalde enseñando a unos azorados escolares que primero están los símbolos imperiales y luego –ya si eso- la vida. Y su compañera, la naftalínica Díaz Ayuso que homologaba el gesto de retirar al dictador de El Valle de los Caídos con las quemas de iglesias en el año 36.
Para completar el esperpéntico trampantojo, el cabo paracaidista que puso un broche de oro en la ceremonia imperial, estrellaba el insigne símbolo patrio contra una farola. ¿Habrá sido el hombre el protagonista —sin saberlo— de un hecho histórico, dando indicaciones inequívocas del rumbo que un día sí y el otro también parece emprender el estado español?