Opinión
Verano inglés

Raúl Collado tiene 19 años y ha decidido pasar el verano de 2012 en el Reino Unido con el vago propósito de aprender inglés y vivir una experiencia.
El viaje desde Málaga hasta Londres no tuvo nada de particular. Padeció las molestias propias de los desplazamientos en avión y se esforzó en mantener una conversación con la mujer que viajaba a su lado: una profesora jubilada natural de Mánchester que le explicó que pasaba todo el año en la Axarquía malagueña, menos los meses de verano. Raúl entendió que, durante los meses de verano, la profesora alquilaba su apartamento y regresaba al Reino Unido para instalarse en la residencia londinense de su hijo. Aunque estos detalles no los entendió demasiado bien, porque la conversación se desarrolló en una confusa mezcla de inglés y castellano. Raúl asentía a veces sin entender. Al cabo de una hora de vuelo, la profesora se durmió y Raúl agradeció el descanso. En el aeropuerto de Heathrow intercambiaron teléfonos y buenos deseos.
Son las ocho de la mañana del martes 24 de julio de 2012. Raúl lleva algo más de tres semanas trabajando en tareas agrícolas en un municipio rural a dos horas de tren al norte de Londres. Se ha despertado a las cinco de la mañana en un barracón y, tras asearse y desayunar un café sin gracia, ha viajado en una furgoneta hasta un campo de fresas. Sus compañeros de aventura son nueve jóvenes búlgaros. A las siete han empezado a recoger fresas. Ellos lo hacen con la velocidad de quien está acostumbrado a trabajar a destajo. Él no intenta seguirles el ritmo. Durante la primera hora de trabajo, con la humedad y el frío ocupando cada surco de un campo interminable, Raúl ha intentado no pensar. Se ha repetido que no tiene sentido darle vueltas a los motivos por los que su experiencia inglesa ha tomado un camino tan extraño. Se ha dicho que mejor recoger fresas y no pensar. Pero aun así se ha acordado de la amiga que le recomendó un campamento en el que podría trabajar en el campo y aprender inglés. “El trabajo es un poco duro, pero conocerás gente, y luego allí te puedes mover…”. Sí, eso había dicho. ¿Te puedes mover? De momento solo se ha movido entre las hileras de fresas. Cuando cada tarde regresa al campamento —una serie de barracones agrietados junto a dos pistas de deportes y una sala para la cocina y el comedor— está tan agotado que no tiene ganas de cruzar una palabra con nadie.
Son las ocho y cuarto. Sus compañeros búlgaros han recogido ya cuatro cajas cada uno. Él está terminando la primera. Raúl mira el reloj: las ocho y dieciséis. En ese preciso instante, el compañero de la hilera contigua se desploma. Se llama Andrei. Raúl grita y pide ayuda. Corren hasta el lugar todos los jóvenes búlgaros. Uno de ellos dice que Andrei es epiléptico. Raúl hace señas al hombre que los ha traído en furgoneta. El hombre, con botas de agua y una gabardina impermeable, se acerca sin prisa. Cuando llega, Andrei sigue en el suelo. Le han colocado de lado. Uno de los búlgaros, que parece tener algún ascendiente sobre el resto, habla con el hombre inglés en voz baja. Luego todo sucede muy rápido: Andrei se incorpora lentamente, el hombre inglés habla por el móvil, una segunda furgoneta llega hasta el lugar y el conductor desciende con un botiquín y ausculta a Andrei, sus compañeros búlgaros vuelven al trabajo. Raúl sigue paralizado. Mira el reloj: las nueve menos cuarto. En ese momento Andrei y él se sientan en el suelo e intercambian unas palabras. Sigue haciendo frío.
Cuando Andrei vuelve al trabajo, Raúl permanece sentado. No sabe por qué, pero ha decido no moverse. Sigue en la misma posición durante casi una hora. Entonces, cuando observa cómo el hombre de las botas de agua se acerca hacia él, se levanta, gira sobre sí mismo y empieza a caminar en dirección a la carretera. Siente una súbita liberación. Respira hondo el aire de la mañana. El sol lo inunda todo y despeja la sensación de frío y humedad de las primeras horas. Huele a hierba mojada. La carretera está vacía y Raúl camina sin mirar atrás. De pronto, escucha a sus espaldas una voz, casi un grito, pero no se vuelve. Y cuando cesan esos gritos recuerda el rostro apacible de la profesora jubilada con la que coincidió en el avión. Saca el teléfono de su bolsillo y marca el número que anotó en el aeropuerto. Al otro lado surge una voz tranquila. La conversación en inglés es sencilla. La profesora dice que estará encantada de recibirle, que no se preocupe. Raúl entiende ahora que la residencia londinense del hijo es un piso de las afueras. Le ha gustado entenderlo.
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