Opinión
No pasarán (Contra el espanto)

Un grado más en esta ofensiva fascista desprovista de humanidad y empatía, masticada con la frialdad del psicópata, es accionar todo lo que se rumia. Por esto es que hay motivos para el miedo, no solo para el espanto.
26 abr 2021 14:45

Hay otro Estado, otra Europa, otro mundo dentro de este: tiene sus mitos y sus creencias, sus miedos y sus utopías, sus héroes y sus villanos. Cuando asomas en él la nariz, a lomos de un insultante trending topic, sumergida en la tribuna de un opinador sin escrúpulos, en algún conversación entreoída en un bar o una parada de autobús, te entra un escalofrío. Te incomodas tanto que decides no verles más, no leerles más, no escucharles más, no exponerte más a su relato.

Relato es una palabra que lleva acompañándonos años. A ratos quizás tuvimos la ilusión de que disponer de herramientas diagnósticas bien sonantes como relato, narrativa, antagonista, o significante vacío (oh significante vacío, cómo retumba en tus paredes el eco del espanto) nos ayudaría a encontrar la fórmula mágica que mueve voluntades y disputa urnas. Ahora, con la teoría volteada por el miedo, miramos al relato con otros ojos. Con los ojos de un lector, o una espectadora, angustiado por qué pasara en la siguiente página, aterrada por la deriva que traerá el próximo episodio.

Da vértigo admitir que hay tanta gente que vive en un país donde sales al supermercado con miedo a que te ocupen la casa, mientras tus otras propiedades (reales o aspiracionales) son expropiadas por bolivarianos que no se duchan

Pues si de algo deja constancia ese mundo que se entreteje por debajo de nuestras rutinas, de nuestro ir y venir al trabajo, de nuestro llamar angustiadas al SEPE, de nuestro leer escandalizados las noticias, es que hay un relato de los otros, narrativas coherentes que ubican perfectamente al enemigo y al prohombre, que describen con detalle un escenario que evitar y proponen con su brocha gorda melancólica un mundo al que aspirar.

Da vértigo admitir que hay tanta gente que vive en un país donde sales al supermercado con miedo a que te ocupen la casa, mientras tus otras propiedades (reales o aspiracionales) son expropiadas por bolivarianos que no se duchan. Gente que cree que a sus hijas les violaran magrebíes y a sus nietas las obligarán a llevar burka. Que si entran en determinados barrios, se verán protagonizando su propio videojuego en el que hordas de bandas latinas intentarán robarles todo lo que tienen. Gente imaginándose a golpes contra extranjeros y oponentes políticos.

Su gesta, se dicen, es noble: quieren evitar que de aquí a unos años los hijos se hagan hijes, brigadas de feminazis feas obliguen a los hombres de bien a hablar con lenguaje inclusivo, o se meta en la trena a todo aquel que ose discutirle a su esposa (y es que ya sabes cómo pueden ser las mujeres). Con su gallardía están prestos a evitar que se prohiban hasta los chistes, o que el país se empobrezca destinando todos sus recursos a “ilegales” que recibirían cuantiosas pagas. Lucharán porque no se pierdan las mejores costumbres de un pueblo que fue imperio por culpa de veganes, nadie les hará rendir pleitesía a intelectuales latinoamericanos que aún te afean que celebres un genocidio.

Son miedos pintorescos que afilan odios nada exóticos, odios afilados que pueden hacer mucho daño, ya lo hacen. No llevamos poco tiempo cocinando este guiso. No hay pocos espacios donde unos y otros se jaleen y retroalimenten, espacios donde macerar la adversión hacia el otro,  hasta que pida más que virulentos tuits y estremecedores comentarios.

En este relato, en esta épica agónica, no faltarán quienes se sientan legitimados para ir más allá de la fanfarronería del discurso, del deporte identitario del insulto. Un grado más en esta ofensiva desprovista de humanidad y empatía, masticada con la frialdad del psicópata, es accionar todo lo que se rumia. Por esto es que hay motivos para el miedo, no solo para el espanto.

 Los nuestros son los chavales antifascistas que se revuelven cuando van a su barrio a provocarles. Los nuestros son quienes afean en el grupo de wassap el enésimo meme racista. Los nuestros son los que dicen hasta aquí hemos llegado, los que entienden que al espanto se le combate con algo más que aspavientos

Y en este escenario hay que saber cuidar de los nuestros. Y los nuestros son desde los líderes políticos que pudieron desesperarnos o frustrarnos, a la gente conservadora que comparte contigo el espanto. Los nuestros son los menores migrantes sobre los que se pone el punto de mira, y las señoras que salen con un cartel contra el fascismo. Los nuestros son los chavales antifascistas que se revuelven cuando van a su barrio a provocarles. Los nuestros son quienes afean en el grupo de wassap el enésimo meme racista. Los nuestros son los que dicen hasta aquí hemos llegado, los que entienden que al espanto se le combate con algo más que aspavientos.

Quizás en ese reconocer como los nuestros a tantos, en ese reconocer como los nuestros a casi todos, podamos reivindicar también nuestro relato, uno que no es ciencia ficción ceniza, sino que es la realidad de lo que nos pasa a tantos: las casas que no se pueden pagar aquí y ahora, el miedo a un futuro negado aquí y ahora, la inseguridad económica o sanitaria, aquí y ahora, el temor fundamentado, de que nuestras hijas deban enfrentar machismos que quisimos dejar atrás, homofobias que parecían superadas. Miedo real a que no haya colegio público al que enviar a los niños, ni una vejez digna para nuestros padres, que un sentido común racista se asiente entre nuestras vecinas.

Quizás es tomando conciencia una vez más de lo grande que es el nosotros, pensando en horizontes propios hacia los que avanzar, sientiéndose reconocido y abrazado por los nuestros como se conjura el espanto y se enfrenta el miedo. No hay nada más paralizante que convencerse de que solo se puede perder. Tal vez, mirando de frente al espanto, haciendo memoria de lo que trae y lo que deja, de lo que pasa cuando quienes están acostumbrados al ordeno y mando y sus tristes emuladores pasan de la amenaza a la acción y toman las riendas, quizás mirándole al monstruo a los ojos encontremos la fuerza que nos falta. Es la energía que parte de la constatación de ser tantos, de ser conscientes, de no escurrir el bulto, la que necesitamos para cortales el paso.

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